Portada del libro de Carlos Leáñez Aristimuño
El Barbero del rey de Suecia
La polis hispánica
Este manifiesto nos insta a un nuevo plus ultra. Las columnas de Hércules que lo sostienen son los datos halagüeños de la salud de nuestro idioma y la resistencia berroqueña que hasta ahora ha tenido el mundo hispánico, a pesar de los pesares, a cualquier asimilación
Carlos Leáñez Aristimuño (Caracas, 1957) es un políglota experto en políticas lingüísticas. Funge de profesor universitario, pero su libro Por qué el futuro es hispano (Sekotia, 2025) no es un ensayo académico, aunque se beneficia del rigor profesional en su cuerpo de notas y en su despliegue de datos. Ha escrito una proclama para hacernos conscientes de la importancia global del español y de sus oportunidades, que sería un contradiós no aprovechar.
La realidad avala el optimismo de Leáñez Aristimuño. Para dar el tono cita al principio a Adelaida Sagarra: «Saber que procedemos de una gente que se batió con los tres océanos nos defiende de la tentación de acostumbrarse a una charca». Y nos abre horizontes. El español es, técnicamente, una «megalengua», hablada por más de 500 millones de personas, con un grandísimo porcentaje de hablantes maternos. A esto hay que sumar (más bien, multiplicar) las enormes posibilidades que abren los avances de las traducciones automáticas. Como advirtió tempranamente Jacques Attali, en Breve historia del futuro (2006), estamos en el fin de la «guerra de los idiomas» gracias a la tecnología.
Este nuevo marco, que se sale de la sombra imperativa del inglés, es el momento perfecto para aprovechar las potencias que el mundo hispánico tiene: grandes masas, ciberterritorio y lengua española.
Nuestro idioma, además de su número de hablantes, goza de la ventaja de una gran estabilidad fonética y, por tanto, de una facilidad de comprensión entre los hispanohablantes del mundo. El lector recuerda a «Hermanos», el soneto de Dámaso Alonso: «Hermanos, los que estáis en lejanía / tras las aguas inmensas, los cercanos / de mi España natal, todos hermanos / los que habláis esta lengua que es la mía. // Yo digo «amor», yo digo «madre mía», / y atravesando mares, sierras, llanos / -¡oh gozo!-, con sonidos castellanos, / os llega un dulce efluvio de poesía. // Yo exclamo «amigo» y en el Nuevo Mundo, / «amigo» dice el eco, desde donde / cruza todo el Pacífico y aún suena. // Yo digo «Dios», y hay un clamor profundo; / y «Dios», en español, todo responde, / y «Dios», sólo «Dios», «Dios» el mundo llena».
El nuevo factor es el ciberterritorio. En internet, con la lengua común –que elimina las barreras idiomáticas–, no hay fronteras políticas. Yo lo celebro por todo lo alto porque incide en una idea que confesé hace años: «Mi condición es la de súbdito fiel de la Monarquía Hispánica. Tiendo a considerar a los países hispanoamericanos comunidades autónomas de Ultramar, con todo respeto a sus independencias, que al menos tuvieron la gallardía de ganarse en el campo del honor. Pero si hay quienes se consideran ciudadanos de una república catalana que jamás existió o quienes van de ciudadanos del mundo contra toda evidencia, ¿por qué no voy a poder sentirme yo habitante de un reino que lo fue durante tanto tiempo y en el que todavía nunca se pone el sol ni en nuestro idioma ni en nuestra fe? Algo así como aquellos japoneses que salían de la selva luchando por el emperador treinta años después de finalizada la Segunda Guerra Mundial, aunque yo desde casa».
El optimismo de Leáñez no es pasivo ni sentimental. Insta a liberarnos de los últimos relatos inhabilitantes, para lanzarnos a la acción. Y a la acción concreta. No importa si pequeña, como cuando propone un calendario de hitos hispánicos que celebrar en internet que nos den «una cabal sensación de fraternidad… ¡de ganas de estar juntos!» Entre las fechas, el Día del Planeta el 6 de septiembre para conmemorar la llegada de la expedición de Magallanes y Elcano a Sanlúcar de Barrameda o el Día de la Solidaridad, 30 de noviembre, para recordar la partida de la Real Expedición Filantrópica de la Vacuna, liderada por Francisco Javier de Balmis en 1803, que llevó la vacuna de la viruela a las Américas, Filipinas y China, salvando millones de vidas. Leáñez llama a la guerra de guerrillas contra los anglicismos: «¿Por qué decir newsletter si existe la palabra boletín?» «La batalla cultural ha de ser dada», nos insta. Es muy crítico con el error político de empeñar dinero, tiempo, prestigio en la batalla perdida de convertir el catalán en una lengua de la Unión Europea, cuando el español aún no es una lengua de uso.
Hace hincapié en la importancia de inversiones públicas y acciones coordinadas de los países hispanohablantes. Las echa en falta, aunque el ejemplo de la Asociación de Academias de la Lengua Española (ASALE) demuestra que, cuando se quiere, se saben hacer bien las cosas.
Más allá del amor por nuestra lengua materna, su propuesta tiene vocación civilizatoria. Léañez sostiene que nuestro nivel óptimo de inserción en el mundo es la Hispanidad. Y que el mundo en general y Occidente en particular necesitan una vigorosa aportación hispánica renacida: «Los hispanos somos esa porción de Occidente que, de verse a sí misma con nitidez, será clave para proponer una alternativa civilizacional que supere los darwinismos, nihilismos, colectivismos, relativismos, totalitarismos y fundamentalismos que arrinconan el mundo.
Este manifiesto nos insta a un nuevo plus ultra. Las columnas de Hércules que lo sostienen son los datos halagüeños de la salud de nuestro idioma y la resistencia berroqueña que hasta ahora ha tenido el mundo hispánico, a pesar de los pesares, a cualquier asimilación. Somos distintos, muchos y todavía podemos unirnos más.
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[Contra los hispanistas víctimas del narcisismo de la pequeña diferencia, propone] que cada quien incida desde su posición y estilo, pero omitiendo por completo el ataque personal a otro hispanista y debatiendo las diferencias ideológicas con un talente de búsqueda de verdad y utilidad.
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Un gran relato cohesionador es justo lo que necesitamos.
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Hagamos un aprovechamiento constante del trinomio (población, ciberterritorio y lengua española) para acelerar procesos centrípetos panhispánicos.
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La lengua es el cimiento fundamental sobre el que se erige el conocimiento y la acción humanas. […] Sin ella, estaríamos presos de la programación genética.
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La lengua materna no implica sólo comunicación, sino también afecto, identidad, permanencia.
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El conocimiento cabal de la lengua es la piedra angular del edificio panhispánico: el uso deficiente de nuestro idioma perpetúa la incapacidad de agregar valor, traba la participación ciudadana pertinente y degrada la fortaleza de nuestro lazo principal.
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La escuela es la distribuidora de la plenitud lingüística.
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Sería fundamental mitigar al máximo el sesgo anglosajón presente en los algoritmos asegurando que la inteligencia artificial no nos transmita subrepticiamente valores y normas culturales ajenas.
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Cada vez que un hispanohablante toma la palabra en un foro internacional en lengua distinta a la suya o hace lo propio al escribir un artículo científico o al negociar la deuda externa de su país, está invirtiendo en lengua ajena. Comete con ello un error político.
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La inseguridad al expresarse en lengua ajena (en foros internacionales) puede ocasionar timidez, ansiedad e incluso la omisión de intervenciones, lo cual impide a los negociadores una defensa cabal de sus intereses.
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Internet es la patria. […] Los hispanos no habitamos el exiguo islote de cada uno de nuestros países, sino el inmenso continente de nuestra lengua. […] El ciberespacio puentea la dispersión territorial y la división política.
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La civilización hispánica, con sus 500 millones de personas y rasgos culturales comunes –lengua española, historia, tradiciones católicas– constituye nuestro nivel óptimo de inserción en el mundo: suficientemente grande para pesar efectivamente, suficientemente específico para sentir una pertenencia orgánica.
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Nunca antes metas tan ambiciosas habían sido tan factibles.