¿Un manifiesto sin la Taylor Swift española?
Con Aitana, el manifiesto ganaría en atención, mientras en Italia siguen apoyando a Plácido Domingo, ahora en su regreso al cine, Meloni se carga el concierto de Gergiev y el Gran Hermano empresarial vigila la moral de sus ejecutivos
Imagen de archivo de Aitana
El PP que, en materia cultural, no tiene mucho que aportar por su propia desgana en el asunto, no debiera preocuparse por los manifiestos como el de esos supuestos intelectuales, algún poeta, músicos y varios directores de cine (que no cineastas), que acaba de ver la luz (los políticos firmantes no cuentan, esos están todos saldados: la planetaria Leire Pajín, ya contarán…).
Varios más de estos panfletos, a uno semanal, irán apareciendo conforme se atisbe el final del inquilino monclovita. Y no surtirán mayor efecto que el de reafirmar en sus convicciones a quienes ya disponen de la papeleta e irían mañana mismo a votar silbando «hoy puede ser un gran día», u otra de las interesantes aportaciones de Serrat (nobleza obliga).
Otra cosa sería si los promotores de tales iniciativas lograran sumar para su causa a gentes que gozaran de un mayor gancho popular del que ahora mismo disponen Miguel Ríos, al que nadie con menos de 40 años sería capaz de identificar ni en una rueda de reconocimiento; Carlos Bardem, mayormente célebre entre los adictos a las películas españolas de boxeadores en horas bajas (como mucho podrían llegar a confundirlo con el hermano, por el apellido), o el poeta Luis García Montero, que tampoco ha heredado la fama de su difunta esposa pese a su inveterada afición a esparcir el resentimiento, la inquina y el revanchismo en infumables pareados guerracivilistas.
Quizá si lograsen liar a una Aitana la cosa podría llamar un poco más la atención, aunque seguramente ni así. En EE. UU. se vivió con auténtica zozobra la enigmática toma de postura de Taylor Swift durante las últimas elecciones presidenciales. En las semanas que duró su honda meditación, los demócratas no dejaban de adularla, intentando camelársela como fuera.
Tanto le insistieron que hasta la niña llegó a creérselo. Una leve indicación suya bastaría para investir al candidato ganador. Y, como al final la cosa parecía tan apretada para algunos, después de marear con el suspense, la cantante animó a sus legiones a que votaran por Kamala Harris. Su influencia en las urnas resultó menor que la de Kid Rock, Chuck Norris o alguno de los forzudos reyes del wrestling.
El papel de la cultura en la vida de las personas, ahora mismo, desempeña menos valor que aquel otro que se emplea en la cocina para limpiar la encimera. Otra cosa podría ser el entretenimiento, que ha venido a reemplazar el lugar antaño destinado a las imprescindibles obras literarias, cinematográficas, artísticas o musicales.
Cualquiera de los mediocres actores del serial La casa de papel, aún hoy, son más reconocidos (no populares, eso se da por supuesto) que un Fernando Fernán-Gómez o José Luis López Vázquez en su época de máximo esplendor. Y María Dueñas (la escritora, no la maravillosa violinista granadina) vendría a ocupar ahora el lugar de Baroja, sin una pizca de su talento.
Por el contrario, a compositores como Francisco Coll o Juan Durán no sabrían identificarlos como tales ni sus propios vecinos de escalera. Jaume Plensa da algún juego en los suplementos periodísticos, y a base de mucho insistir puede que alguien haya reparado, alguna vez, en Julia, la mujer de la Plaza de Colón, pero para confundirla con algo de Picasso.
No, no hay peligro por ese flanco. Feijóo puede volver a convocar a Norma Duval como musa, y si Sémper aún continúa batallando para entonces (ojalá que ya se encuentre bien del todo para el desembarco), en el Ministerio de Cultura podría contar, en su lugar, con el bastión de Mario Vaquerizo.
La armada invencible de los socialistas, con el gran timonel Almodóvar al frente, pese a sus bravatas, ni siquiera le teme al partido de la gaviota: este suele tratarlos incluso mejor cuando gobierna. El pavor real surgiría para ellos si Vox se hiciera con esa vistosa (salvo para el PP) parcela del poder.
Y no, como algunos quieren hacernos creer en sus proclamas, porque puedan vislumbrar un regreso de la censura o un «recorte de las libertades». El berrinche surge ante la posibilidad de que pudieran cambiarles a quienes llevan décadas repartiendo el goloso pastel de las prebendas.
Meloni y la cadena pública italiana auspician el regreso de Plácido Domingo al cine
Durante los 80, el cine reclamó hasta en tres ocasiones a Plácido Domingo, entonces en el apogeo de su carrera artística. Bajo las órdenes de Franco Zeffirelli, rodó primero una Traviata que lograría permanecer en las pantallas parisinas (la ciudad donde se desarrolla esta ópera) durante varios meses, y más tarde Otello, otro título de Verdi, con el que el tenor madrileño alcanzó su mayor gloria en los escenarios.
Por esa época, también otro realizador italiano, Francesco Rosi, recurrió a Domingo como principal reclamo masculino para su Carmen cinematográfica. Lo cual obligaba al gran rival del cantante, Luciano Pavarotti, a realizar algún tipo de movimiento similar.
Hollywood se portó bien con él. Le hicieron una película a su desbordante medida, Yes, Giorgio, en la que Pavarotti interpretaba a un tenor enamoradizo capaz de seducir, con el prodigio de su voz solar, y una naturaleza apasionada, a la más joven y bella doctora que debía ocuparse de su maltrecha garganta, o algo así (aquella actriz, por cierto, nunca haría nada más relevante).
Pavarotti falleció en 2007, antes de que arrancara el «Me too», lo cual le permitió escabullirse a tiempo de posibles reclamaciones de antiguas amantes despechadas como ahora le está sucediendo, por ejemplo, a Alejandro Sanz.
En la biografía del ídolo que publicó su desleal agente, The king and I, Herbert Breslin da cuenta de varias de sus infidelidades, a veces camufladas en forma de secretarias, y otras bajo el recurso habitual de jóvenes cantantes a las que, mediante su generosidad, ayudaba a que consiguieran papeles en óperas y conciertos.
Ahora que se van a cumplir 90 años del nacimiento del gran intérprete italiano, se anuncia el rodaje de una nueva cinta sobre su vida. La dirigirá una compatriota suya, Ivana Massetti, que pertenece a un colectivo reunido en la productora Women ocuppy Hollywood, cuyo nombre ya podría presagiar lo peor para la memoria del cantante.
Pero puede que, en su caso, se salve in extremis. La responsable de Vox Divina, como se titulará el filme, ha declarado, al menos, que se propone rendirle un homenaje «al más querido tenor del mundo». Veremos.
Plácido Domingo ha tenido peor suerte con las denuncias, nunca probadas, de pasados flirteos presuntamente nunca requeridos. En España, un ministro censor se ocupó de cerrarle el paso de los teatros públicos por ello. Pero en cambio, al igual que ocurrirá con su admirado colega, Domingo regresa estos días al cine. Y para ello ha contado con el apoyo de varias instituciones públicas de… Italia.
El director de escena, ahora también metido a realizador, Davide Livermore presentó en el último Festival de Cine de Los Ángeles ¡La ópera!, una película, como un largo y vistoso videoclip, que mezcla reconocibles escenas de los títulos líricos más populares en una trama basada en el mito de Orfeo, donde colaboran las actrices Fanny Ardant y Rossy de Palma.
En esta producción, con recursos del Ministerio de Cultura italiano y de la misma RAI, la cadena pública de televisión de ese país, la música, por tanto, resulta esencial. ¿Y en quién se ha confiado para que dirigiera la orquesta y a los cantantes en los fragmentos más representativos del repertorio? Pues en Plácido Domingo que, de ese modo, vuelve, en 2025, a aparecer como nombre destacado en los créditos de una reciente obra cinematográfica a mayor gloria del canto.
Y la misma Meloni se carga al concierto del leal amigo de Putin
Meloni, fiel a sus principios, ha mandado eliminar el concierto de Valery Gergiev, uno de los últimos grandes directores de orquesta, por su apoyo decidido a Putin en la guerra de Ucrania.
Las cualidades artísticas del reconocido maestro (tan irregular en sus últimos días de gloria internacional por ese afán desmedido en pretender dirigir cada día en un lugar distinto del planeta) nunca han estado en discusión. Es un fenómeno, sobre todo cuando destapa el tarro de las esencias para redescubrir a la amplia nómina de gloriosos compositores rusos: ahí están sus brillantes interpretaciones de las óperas de Prokofiev.
No, lo que se jugaba con su reaparición en un concierto que debía celebrarse el próximo domingo en Caserta (Nápoles), no era su indudable prestigio musical, sino más bien otra cosa: la coherencia del llamado proyecto europeo, que esta vez parece inclinarse por Ucrania ahora con algo más de fortaleza, aunque más de palabra que otra cosa.
Porque, ¿qué sentido tiene que la propia UE promueva sanciones a Rusia y luego financie, ella misma, a la vez, mediante sus propios fondos para la cohesión, una embajada cultural de ese país, en suelo italiano, encabezada por la figura de un firme partidario de la invasión?
Algunos han manifestado que no se puede hacer política con la cultura, y que directores del pasado como el alemán Wilhelm Furtwängler jugaron un papel ambiguo durante el nazismo. Nada más lejos de la realidad.
Si Furtwängler permaneció en su país fue para poder aportar algo de consuelo a sus compatriotas a través del arte, la esperanza de un porvenir mejor (anunciado a través de la música de Beethoven y otros compositores opuestos a la tiranía), una vez cayera el régimen. Y, de paso, intentar mantener en alto el ánimo de los propios miembros, la cohesión interna de la Filarmónica de Berlín como elemento a preservar de las pasajeras garras del terror, como símbolo eterno de la cultura germana.
Desde luego, a Churchill no se le habría ocurrido invitarlo nunca a dirigir en Londres, con una parte de los miembros de su orquesta berlinesa, en pleno Blitz. Entre otras cosas, porque, en ese momento, la Filarmónica era para el mundo un instrumento de propaganda al servicio de Hitler, pese a las buenas intenciones de su director titular, que nunca justificó la anexión de países como Polonia, mucho menos el Holocausto.
La doble moral de las grandes corporaciones
En las calles de Dubai sorprende no encontrarse apenas con presencia policial. Hasta en su barrio más antiguo, o en la inmediata réplica que han construido, existe un destacamento de las fuerzas del orden únicamente atendido por una máquina. En el improbable caso de tener que comunicar un robo por la zona, no hay una persona física para atender la denuncia.
No es necesario, aseguran, por lo mismo que resulta ocioso molestar a los transeúntes con la visión de las patrullas, que a algunos les perturba, más que tranquiliza, por lo que pueden llegar a imaginarse. Para qué, si existe ya un férreo control de todos los movimientos de las personas a través de las mil y una cámaras, situadas en lugares estratégicos, que supuestamente velarían en todo momento por la integridad de cada individuo al ofrecer un minucioso mapa visual de su completa actividad urbana, como si se tratara del protagonista involuntario de una película rodada en tiempo real.
Si se produjese un asalto, quedaría inmediatamente registrado. Y si se viese involucrado un turista, bastarían unos segundos para tener todos sus datos: ya en el aeropuerto, a su misma entrada, se encargaron de realizarle un reconocimiento absoluto con la identificación biométrica a través de la retina o el iris, la inocente foto.
El Gran Hermano orwelliano hace tiempo que ha dejado de constituir una predicción. Que se lo pregunten a la pareja de ya célebres amantes, sorprendidos durante su infidelidad, en un aciago concierto de Coldplay.
Hoy mismo podría Putin anunciar un alto al fuego para negociar el final de la guerra en Ucrania, y la noticia no tendría tantos comentarios, ni acapararía el mismo espacio en el patio vecinal de las redes sociales, que la gran «pillada», la más relevante del verano.
Madame Bovary puede resultar un plato de la más suculenta literatura. Pero lo que seguramente convirtió la novela en una obra de extraordinaria popularidad proviene del argumento, el relato de un adulterio provinciano con personas vulgares, nada de monarcas o héroes mitológicos a los que todo les estaría tolerado.
Ninguna cosa predispone mejor el ánimo de las personas que la exposición al aire de las humanas flaquezas del prójimo, el vecino o, como en este caso, la compañera y el jefe. Y más si estas tienen que ver con turbios asuntos sexuales y sus consecuencias: los terceros implicados, los cornudos, adquieren ahí un protagonismo esencial, pues a la fatalidad (o no) del hallazgo se le suma la humillación pública, el escarnio al que se ven sometidos bajo el a menudo hipócrita argumento de la compasión (más bien la burla, según se ha visto) que estos despertarían en el otro, súbitamente enterado de su desdicha.
Pero lo peor de este caso no son los memes, tiene que ver con la reacción de la propia empresa donde la pareja furtiva trabajaba, que ha propiciado la dimisión del consejero delegado porque, según han afirmado, no se pueden tolerar ciertos comportamientos.
Las grandes corporaciones actúan ya como dueños de las propias vidas y haciendas de sus empleados, o siervos, a los cuales, en el mejor de los casos, pueden hacer ricos a cambio de que estos les cedan su alma en un pacto mefistofélico.
El arrepentimiento ante un desliz de nada valdría. A estos ejecutivos se les exige que actúen siempre como monjes tibetanos (aunque hasta al propio Dalai Lama le hubiesen censurado unos besuqueos a varios infantes) incluso en horarios no laborables. Nunca se sabe: en cualquier instante el Gran Hermano, siempre al acecho, es capaz de descubrir vicios, conductas nefandas que pudieran llegar a comprometer su ejemplar proceder.
Si se trata de «maquillar» un balance, bajo la secreta anuencia de la compañía, para burlar el celo de los accionistas, puede colar. Pero eso de andar por ahí zascandileando con una compañera de trabajo... Eso no se puede tolerar de ninguna de las maneras.