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Sol de verano

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El Debate de las Ideas

Forjar carácter con el fuego del sol del verano

Disponen de varios días para apañárselas en sus herrerías domésticas, y luego el arma será probada por activa y por pasiva: desde sajar por la mitad un cerdo mediante un solo corte, hasta aguantar los golpes contra un yunque

En verano hace calor. Lo siento. Pero así es. Antes de que el iliberal cambio climático inundase nuestras felices, sostenibles, resilientes vidas, ya hacía calor en verano. Las noches en Madrid ciudad no eran glaciales y trémulas en julio –agradables quizá, pero cargantes no pocas ocasiones. Antes de esta oleada populista de derecha extrema, los veranos eran no sólo cálidos, sino bochornosos e incluso ardorosos y fogosos. Me cuentan mis padres que en su Linares natal había quienes metían las sábanas bajo la ducha antes de irse a la cama. Yo, que tuve la infamia de una infancia dichosa, creo que en mis veranos hacía calor también. Mucho calor. Como en aquella canción de Radio Futura, Escuela de calor. Como cantaba Kiko Veneno una década más tarde: «Hace mucho calor». Lo repetían con mayor sugestión Los Rodríguez: «Hace calor, hace calor; yo estaba esperando que cantes mi canción; y que abras esa botella y brindemos por ella; y hagamos el amor en el balcón».

La canción del verano no nos dejaba fríos. Recuerdo los veranos de mi niñez, de mi adolescencia, de mi primera juventud, y sólo veo bañadores, sol, quemaduras en la piel, camisetas, polos –niquis. Recuerdo campamentos junto a un río y un bosque, y no sé si usábamos tenues jerséis por la noche. La memoria se centra en la felicidad –felicidades inmensas de colores, de vivencias, de sensaciones, de gentes, de amigos, de amigas, de hallazgos–, y el termómetro se antoja una anécdota del paisaje. Pasé varios años de mi primera niñez en Córdoba, y de los escasos fogonazos que retiene mi cabeza destacan días de lluvia gélida y nieve de invierno; pero, cuando, hace casi veinte años, regresé un par de días de septiembre, me asusté al comprobar que era una ciudad sin relente. Ni a las tres de la mañana soplaba ese tímido frescor que bastantes veces nos ayuda a dormir en Madrid.

El verano pone al límite nuestro carácter. No sólo por la temperatura, sino por la mudanza de hábitos que tienta con desbaratar la vida buena. Es la época del año en que mayor empeño hemos de poner para que comamos todos juntos, con el televisor apagado, los móviles lejos –en un cajón, mudos, olvidados–, todos sentados en torno a la mesa y más o menos vestidos –no se come con el torso descubierto. Platos, cucharas, tenedores, cuchillos, mantel, servilletas de tela. Y mucha fruta, verdura, hortaliza, pescado. El verano no es la República Catalana, de modo que no hay helado todos los días. Sí siesta. El estío supone un hiato en los estudios y en el trabajo, no en la civilización. Así que, si a lo largo del año la pregunta «¿qué queréis de cenar?» es insólita, en verano el hogar no debe tornarse en restaurante a la carta. Los padres no son los porteadores de los niños, como aquellos africanos negros cual azabache que cargaban con la impedimenta de los blancos europeos en aquellas películas de Stewart Granger y Deborah Kerr.

El verano no es la oportunidad de flojear, sino de calentar más la forja del carácter. El niño tiene que aprender a bajarse a la playa con sus cubos y sus gafas de bucear. Tiene que seguir haciéndose la cama nada más despertar, y tiene que seguir limpiando la cocina cuando termina de desayunar –no, no, papá no te hace el colacao. El verano es una época maravillosa para que los hijos madruguen y salgan a comprar churros para toda la familia. Unos meses pintiparados para que sean conscientes de que, antes de la caravana de horas silvestres matutinas y vespertinas y nocturnas, está la obligación de hacer las compras domésticas. Tareas del hogar donde la igualdad de sexos se bendice por duplicado. Es un momento espléndido para seguir yendo a misa con pantalón largo y sin sandalias –y para confesarse con un sacerdote que siga creyendo que la masturbación es pecado. Y para emborracharse, fumar y enamorarse. Sin que sea necesario que se enteren los padres para recodar qué es lo que está bien y lo que está mal. Porque los padres también aprenden en verano; aprenden a soltar las alas de sus hijos, a dejarles las llaves para que lleguen algo tarde. El verano debe servir para que los hijos crezcan.

El verano no interrumpe la educación, sino que la continúa por otros medios. Seguimos esperando a todos a la hora de comer, seguimos manteniendo orden y limpieza en el hogar, que no deja de ser templo durante estos meses. En verano, todos nos duchamos antes de entrar en la piscina –es un modo de respetarnos a nosotros y de respetar a los demás–; imponemos y explicamos normas a los hijos. Por ejemplo, no jugamos a la pelota en una piscina, porque la piscina no es sólo mía, sino que la usan más personas, y porque la pelota o la colchoneta quizá está sucia. Pero mantener reglas no implica vivir en la férula. Todo lo contrario; los niños necesitan estar al aire y tomar el sol, saber que no están vigilados –ni por los padres, ni por el software de sus teléfonos. Los hijos deben desprenderse de aquello que no son…

El sol calienta y amolda el alma como las ascuas en la forja del herrero. Por eso, el verano es como ese programa estadounidense que se titula Forjado a fuego. Se trata de un reality en que concursan herreros autónomos, el self-made man tan propio de aquel país, pero sin más pretensiones que seguir siendo clase media toda su vida. Tipos de cualquier edad que han montado su taller en el garaje de su casa, a las afueras de una localidad mediana allá por un condado ignoto de Ohio o de Montana. Un programa imposible de realizar en Europa; aquí, al día siguiente de la emisión, un funcionario de la Consejería de Industria cerraría la forja, por no pasar una inspección sobre prevención de riesgos laborales, ausencia de formación en ISO-9000 o impago de algún impuesto ecológico. Allá, en la tierra de los pioneros, cada joven es su maestro y su señor.

En Forjado a fuego participan cuatro o cinco herreros a quienes el tribunal del programa les marca un reto: de un montón de chatarra tienen que fabricar un cuchillo que mida un palmo y que corte la madera como si fuese tocino. Por ejemplo. Cada etapa de elaboración supone la eliminación de uno de ellos. Al final, quedan dos, a quienes se les marca otra meta: forjar un arma blanca histórica. Un día es la espada de las legiones romanas, y otro día un sable de capitán austrohúngaro. Disponen de varios días para apañárselas en sus herrerías domésticas, y luego el arma será probada por activa y por pasiva: desde sajar por la mitad un cerdo mediante un solo corte, hasta aguantar los golpes contra un yunque. Al contrario que Master Chef, La Casa de Gran Hermano, y otros realities, en Forjado a fuego nadie se queja. No hay coaches, ni psicólogos. Es un programa de casi exclusiva participación masculina. No hay hidalgos, pero todos se comportan como tal. Compiten de manera limpia y se felicitan. No hay lloriqueo. Nadie que pierde echa la culpa a nada; todos dicen: «me equivoqué aquí, tendría que haberlo hecho así…». Todos son correctos y buenos compañeros. Sin pretenderlo, Forjado a fuego constituye una esplendorosa metáfora de lo que puede suponer un verano: calor que nos templa, que no flojea el acicate del desafío, que nos deja las manos libres y que nos hace responsables de nuestros callos. Porque así es como maduramos. Y disfrutamos.

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