Laboratorio de investigación
El Debate de las Ideas
Cautiverio tecnológico. Parte III
Una estimación —quizá poco acertada— sugiere que cerca del 80 % de las muertes en entornos sanitarios obedecen a la decisión deliberada de suspender o no iniciar un tratamiento
Es evidente la atracción ejercida por la tecnología. Como la lotería, también ésta ofrece a veces casos afortunados. Casi todos los médicos se ven obligados, en ocasiones, a renunciar a tratamientos con escasas probabilidades de éxito. Una estimación —quizá poco acertada— sugiere que cerca del 80 % de las muertes en entornos sanitarios obedecen a la decisión deliberada de suspender o no iniciar un tratamiento. En las unidades de cuidados intensivos, los equipos médicos valoran y discuten, de forma colegiada, aquellos casos cuyas opciones terapéuticas pueden ser dudosas. La decisión de aplicar tratamientos complejos con pocas probabilidades de éxito es objeto de toda consideración. Si se asume que el mayor bien es resistir la muerte a toda costa, será preferible ofrecer alguna posibilidad de beneficio a no intervenir. Pero si se tienen en cuenta otros bienes en juego —individuales o sociales—, resulta difícil justificar el beneficio potencial o marginal, tanto por razones morales como económicas. Al aumentar las posibilidades de responder a la enfermedad, el progreso médico también agudiza la incertidumbre. Quizá tengamos que aprender a renunciar a intervenciones de alta tecnología en casos individuales, cuando se anuncia el horizonte de una muerte esperada. La resolución de estos dilemas debería interesar a la sociedad en su conjunto, siempre y cuando la mentalidad colectiva sea capaz de aceptar la muerte del anciano como un proceso natural, en lugar de interpretar irreflexivamente la enfermedad como un enemigo a erradicar; idea que ya cuestionó Iván Illich.
Desde que la medicina del siglo XX comenzara a salvar vidas de forma efectiva, la lucha contra la muerte ha ocupado el ápice en la escala de prioridades. Los sistemas sanitarios destinan la mayor parte de sus presupuestos a la investigación de enfermedades letales —cáncer, patologías vasculares o sida—, más que a enfermedades crónicas no mortales que, en conjunto, afectan a mayor número de personas. Esta orientación nunca ha sido cuestionada. La progresiva reducción de la mortalidad asociada a enfermedades letales ha alentado su propia investigación. Aunque es difícil demostrarlo con precisión, gran parte del incremento del gasto sanitario es atribuible a esta forma de combatir la muerte. Con excepciones, las principales enfermedades mortales están relacionadas con el envejecimiento. Si sus presupuestos se estabilizaran, se podría a cambio destinar fondos a otras materias como la prevención. La calidad de vida de los ancianos reclama atención más que duración.
Por tanto, los ámbitos que exigen mayor revisión son, por una parte, la investigación y la labor clínica orientadas a la discapacidad y fragilidad de la vejez, con vistas a mejorar la calidad psicofísica de esta etapa. La mayoría no aspira a vivir más años, sino a preservar sus años con la mente y el cuerpo razonablemente saludables. Por otra, el ámbito de los cuidados a largo plazo. Alrededor del 30 % de los mayores pasará algún tiempo en residencias y, a partir de los 80 años, casi todos necesitan ayuda para las actividades básicas de la vida diaria. Aproximadamente la mitad de los mayores de 85 años presenta algún grado de demencia, lo que implica necesidades adicionales — sociales, psicológicas o financieras— que deben ser atendidas de forma integral. Al margen del debate de la eutanasia, que no es objeto de análisis de este ensayo, desde ciertas perspectivas éticas y jurídicas, el trato diferenciado hacia los ancianos podría constituir una forma de discriminación por edad. Algunos autores cuestionan la idea de aplicar criterios diferenciados basados en la edad para acceder a la medicina de alta tecnología. Otros, en cambio, se inclinan a respetar el ciclo natural de la vida humana: un tiempo para nacer, otro para vivir y otro para morir.
Adecuar la asistencia sanitaria por prudencia no responde a falta alguna de respeto por la vida, toda vez se haga en nombre del bien y de una atención digna para todos. Nadie posee un derecho ilimitado sobre los recursos sanitarios, especialmente cuando eso supone detraerlos de otras necesidades sociales. En este contexto, la expresión «cultura de la muerte», utilizada para denunciar la supuesta voluntad de eliminar a los débiles, resulta aquí engañosa. Las tasas de mortalidad han disminuido en todos los grupos de edad en los países desarrollados, y los mayores de 85 años constituyen el segmento de población de mayor crecimiento en la actualidad. El verdadero riesgo radica en que el empeño imprudente por la «cultura de la vida a toda costa» desemboque, paradójicamente, en una cierta «cultura de la muerte» promovida por el afán desesperado de retrasar artificialmente su proceso natural; otra forma de extender el control moderno desde el nacimiento hasta el deceso. Ese impulso por dominar cada aspecto de la naturaleza humana se ha encarnado en la empresa médica, alentado tanto por el miedo al deterioro como por el celo investigador de la ciencia. De modo que la ambigua relación entre la medicina y la muerte aproxima a ésta, poco a poco, a un cautiverio tecnológico.
Resulta paradójico que, mientras se intensifica el impulso por la innovación, se vuelva evidente que el progreso médico no es el principal determinante de la salud colectiva. Las estimaciones más fiables indican que no más del 40 % de la reducción en las tasas de mortalidad se atribuye a la atención sanitaria organizada. El principal predictor de vida saludable es el nivel educativo, estrechamente vinculado a la prosperidad y a las condiciones culturales de la sociedad, en una relación de mutua influencia. Si el avance de la innovación tecnológica se estabilizara, la esperanza de vida seguiría aumentando en la medida en que lo hicieran las condiciones generales de vida, y aún más si se implementaran estrategias eficaces de prevención. La innovación continuará su curso; más que restringirla, es preferible encauzarla mediante una reorientación de sus prioridades. La investigación, en sí misma, no es el problema: el peligro radica en utilizar el progreso tecnológico como coartada para justificar iniciativas de dudosa legitimidad. Han sido los estudios demográficos los que han revelado los determinantes sociales de la salud. La sociedad debería canalizar este valioso caudal de conocimiento hacia un uso más sabio en su propio beneficio.