Una pantalla de ordenador en la que se está usando ChatGPT
El Debate de las Ideas
La abolición de lo humano
El objetivo del curso de Taller de Poesía: convertir el poema «en algo que signifique más de lo que dice»
Los poetas estaban reunidos en un aula sin ventanas. ENGL 3753: Taller de poesía. Era uno de los pocos cursos de inglés que quedaban en pie tras el COVID. Habíamos leído «Reglas para el baile», de Mary Oliver, y ahora estábamos intentando sacar inspiración de una antología mediocre asignada para mantener los costes bajos. Leímos a Emily Dickinson en voz alta y descubrimos que «La esperanza es esa cosa con plumas». Nos maravilló el ritmo de Hopkins. Estuvimos de acuerdo en que Dryden estaba sobrevalorado. Leí el Ulises de Tennyson a toda la clase porque ese poema te golpea diferente cuando tienes cuarenta y cinco años, y quería que mis estudiantes oyeran el pesar y la resignación de la mediana edad. Y luego compartí esta meditación de Adrianne Rich:
«En una cultura política de espectáculos gestionados y espectadores pasivos, la poesía aparece como una grieta, un lapsus peculiar, en el modo imperante... tomar ese viejo utensilio material, el lenguaje, que se encuentra por todas partes, invisible por la familiaridad, manchado por el uso diario, y convertirlo en algo que signifique más de lo que dice».
Ahí estaba. El objetivo del curso de Taller de Poesía: convertir el poema «en algo que signifique más de lo que dice». Y mientras observaba a mi clase, los alumnos parecían acoger con agrado esta apreciación de Rich. Viven en un mundo de redes sociales y grandes modelos lingüísticos. Viven en un mundo en el que la eficiencia y el utilitarismo son directrices primordiales. Confiesan sentirse alejados de un lenguaje que se esfuerza, en palabras de Bohumil Hrabal, por «hablar en una lengua sin nombre de cosas que pueden captarse pero no describirse». Necesitaban un semestre para aprender que los grandes poemas, los poemas que merece la pena memorizar, se acercan a un fructífero silencio. Dicho de otro modo, mis alumnos estaban preparados para captar la realidad del reino de Dios en un momento histórico que ha olvidado el misterio del Logos y el modo en que nos hace brotar como mandrágoras hacia un mundo de sonido, luz y amor. «Los humanos somos creadores de significado», les dije a mis alumnos. «Imitamos el impulso creativo de nuestro Creador. Pero abordamos ese significado desde la apertura y la humildad, no desde el dominio y el control. Dejamos que la verdad se pose sobre una palma extendida. Eso es tu poema, una palma extendida. Dejamos que ese pájaro cante. Domesticar, tomar posesión de ese pájaro, es la muerte de su canto. Creo que ésa es la razón por la que Jesús esquiva a las multitudes y al estamento religioso durante su vida pública. Su verdad elude el dogma humano, el consenso y la gestión fácil».
Mis manos se entrelazaron para ilustrarlo. Las apreté con tanta fuerza que la uña de mi dedo índice derecho se clavó en mi mano izquierda, haciéndome sangrar. No fue una mala demostración. La mitad de los estudiantes estaban impresionados por esta muestra de «punk rock». La otra mitad miraba avergonzada.
En ese momento, me teletransporté a los días indie-rock de mi juventud. Mi grupo tocaba en todos los bares y locales repletos de nicotina del este de Washington donde cabían nuestros amplificadores. Un buen concierto costaba dinero. Un buen concierto llamaba la atención de una chica con sombra de ojos negra. Un buen concierto era rasguear la guitarra con tanta fuerza que me sangraba la mano. El tiempo se desvaneció hasta que volví a sentirme como un aspirante a Thom Yorke delante de mis alumnos. Salida del escenario en 2002. Regreso a un aula sin ventanas en 2025. Todavía estamos ahí, pensé. Un poema por el que vale la pena sangrar. Era exactamente el consuelo que necesitaba en nuestro tiempo de posverdad. Un viaje al baño, una toalla de papel como venda y terminé mi conferencia con el siguiente mensaje:
Escriban un poema sobre el papel de la tecnología en la vida contemporánea. Planteen una crítica ludita o defiendan la tecnología como la suma del progreso. Desafíen las suposiciones del lector. Ofrezcan una nueva perspectiva más allá de los tópicos habituales.
Entrega el jueves.
En 1919, W.B. Yeats cartografió el apocalipsis de la modernidad en su poema The Second Coming. «Los mejores carecen de toda convicción», escribió, «mientras que los peores están llenos de apasionada intensidad». Es una cita que sigue definiendo nuestro tiempo presente. Da nombre a un ethos caracterizado por la liturgia del TikTok. Décadas más tarde, C.S. Lewis publicó La abolición del hombre (1943). Lewis acusaba a la educación moderna de producir «hombres sin corazón», estudiantes que carecían de alma y de agallas. Una crítica similar puede aplicarse a las aspiraciones de la clase multimillonaria de los «tech bro» y al nuevo mundo feliz que tratan de imponernos, y me pregunto si finalmente hemos hecho realidad la visión de Nietzsche de «El último hombre» en Así habló Zaratustra (1883-92): «¿Qué es amor? ¿Qué es creación? ¿Qué es anhelo? ¿Qué es estrella? - así pregunta el último hombre, y parpadea». Es una visión de la humanidad privada de curiosidad, resignada al apetito reflexivo y vacía de convicciones.
Como profesor, he visto cómo el ChatGPT se hacía omnipresente en la vida de mis alumnos. He sido testigo del efecto adormecedor de la inteligencia artificial y de la invasión de últimos hombres en nuestra imaginación. Somos muy conscientes de la influencia perjudicial de las redes sociales en la salud mental, especialmente entre los jóvenes. Preveo que se irá agravando a medida que la IA «aprenda» a imitar la personalidad, haga aparecer profundas falsificaciones, componga constelaciones de diversión y finja relaciones, románticas o de otro tipo.
El advenimiento de ChatGPT es un momento existencial para la academia y las formas en que experimentamos y destilamos el conocimiento como comunidad. Mi ambivalencia hacia esta tecnología es irrelevante. Los algoritmos que gobiernan la IA no son ambivalentes conmigo. Quieren mi trabajo. Quieren mis cursos y talleres de escritura. Quieren reemplazar el Centro de Escritura que dirijo y anular el proceso de asombro y descubrimiento que intento cultivar en mis estudiantes. Y creo que eso es lo que más me preocupa del uso de ChatGPT y de su desarrollo. Es una tecnología que elimina el proceso. Ofrece el grial sin la búsqueda. Exilia nuestra imaginación del goce del hacer. De los intrincados pliegues del origami que nos llevan hasta una grulla. De los ingredientes tamizados que se convierten en pan. De la repetición de puntos de ganchillo que dan lugar a una bufanda.
Con cada nueva iteración de la IA, corremos el peligro de perder una marca distintiva fundamental de la condición humana. A saber, la sublime necesidad del riesgo. Es el riesgo lo que nos permite unirnos a Keats, silencioso en un pico del Darién. Es el riesgo el que inspira a las parejas a navegar por los cambios y las oportunidades de la vida en común. Es el riesgo el que habla en presencia del autoritarismo, del abuso espiritual y de la degradación comunitaria. Es también el riesgo de impartir un curso el que hace que un profesor serio se corte en clase.
Al contemplar este riesgo esencial, el tipo de riesgo que encontramos en las enseñanzas de Jesús, el tipo de riesgo que hace que merezca la pena vivir, mis alumnos se plantean un sinfín de preguntas: ¿Estamos ya resignados a un futuro en el que la IA sustituirá a la conexión humana, a la imaginación y a la espontaneidad? ¿Estamos satisfechos con una tecnología que nunca se esforzará, en palabras de Adrianne Rich, por significar más de lo que dice? ¿Nos conformamos con aprender de un profesor que nunca podrá sangrar?.