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Playa de Fuengirola

Playa de Fuengirola

Tres notas al margen de agosto

¿Qué es aquello a lo que tanto temen? Tal vez a contagiarle, a precipitarle la decrepitud y la tristeza; o a dañarla con un súbito aguijonazo de envidia. Quizá tengan miedo a no poder contenerse y que, en una suerte de trance, se les escape un augurio, algo sobre pincharse con el huso de una rueca

I

Nuestro barrio está habitado principalmente por familias en fase terminal, es decir, por viudas. Para llegar a esta situación, cada cual hizo lo que por naturaleza le correspondía: los hijos se marcharon, los maridos murieron ―algunos de mala vida y otros de vida a secas― y ellas permanecieron, con sus odiosos perritos y con los gatos, a los que quizá no puedan llamar suyos por más que les dejen, en los rebates de las casas deshabitadas, latitas de atún. Niños no hay muchos, y eso explica la expectación que despierta Inés, con su escaso mes de vida, cuando la paseamos a primera hora de la mañana o a última de la tarde.

Apostadas en sus zaguanes umbríos, las viudas nos intuyen, nos oyen, puede que perciban en el aire el olor a bebé, tan característico, esa frescura de la carne temprana, recién salida de las manos del Creador. ¿Ya nació?, preguntan, pisando con oportunidad la calle. Por toda respuesta abrimos la capota. Ellas emiten un grito de gozo y se inclinan sobre el carrito, conmovidas y marchitas. Celebran a Inés como si fuera un milagro el hecho de que haya nacido, un milagro sus levísimos carrillos, la yema de su nariz, las uñas sonrosadas… Un milagro que esté así, dormidita.

Como las hadas de La bella durmiente, derraman bendiciones sobre ella. Le desean hermosura, fortuna, felicidad y, sobre todo, salud, también para nosotros, los padres, que hemos de criarla. Lo extraño del caso es que las viudas, una vez expresados sus mejores deseos, nunca se demoran ni alargan, aunque a todas luces les gustaría; más bien cortan con brusquedad, como si de repente recordaran una cita a la que llegan tarde. Pegan un respingo y nos despachan con temerosa premura. ¿Qué es aquello a lo que tanto temen? Tal vez a contagiarle, a precipitarle la decrepitud y la tristeza; o a dañarla con un súbito aguijonazo de envidia. Quizá tengan miedo a no poder contenerse y que, en una suerte de trance, se les escape un augurio, algo sobre pincharse con el huso de una rueca.

II

Desde el 15 de agosto estamos en la playa, en Fuengirola, un lugar sin el cual el mundo sería mejor y al que, sin embargo, por eso de haber contraído matrimonio, ando procurando pillarle el gusto.

Hemos alquilado un piso a un precio que no puedo recordar sin que se me abran las carnes y cuya mayor virtud es la terraza: alta, amplia y abierta al mar Mediterráneo. Desde ella escribo estas líneas y, más por cinefilia que por curiosidad, espío de vez en cuando a los vecinos con unos prismáticos, hallados por los niños mientras huroneaban por todos los rincones de su nueva casa.

En el edificio de la izquierda, otras tantas terrazas igualmente privilegiadas, a las que se asoman otros tantos veraneantes, venidos de los aires acondicionados del interior a los aires acondicionados del litoral. Por la actividad que detectan mis prismáticos, todos están de alquiler: una quincena la mayoría, el mes entero los más pudientes. Todos salvo uno: el del séptimo.

El dueño, cuya silueta apenas distingo tras los cristales esmerilados en contados momentos del día, utiliza su terraza, de unos diez metros de longitud, a modo de trastero. No creo siquiera que pueda salir con tantas estanterías, cajas de cartón, bolsas de rafia, cacerolas, maletas y cachivaches de todo tipo. ¿Qué pensará esa persona de nosotros, que gastamos un dinero indecente considerando un lujo lo que en realidad solo sirve para almacenar inutilidades?

Seguramente se trate de alguien trastornado, pero aun así no puedo dejar de sentir cierta admiración por su disidencia. Imagino a los agentes inmobiliarios, sedientos como vampiros, estrujándose las manos, rabiosos por no poder hincarle el diente al séptimo, situado en jugosa primera línea de playa, por culpa del loco que vive en él y que desprecia las ofertas, desdeña su terraza y tira las joyas por los campos.

III

A José, el mayor, le ha dado por coleccionar piedras y conchas. Las escoge por su belleza; en la mayoría de los casos, de la orilla, donde el batir de las olas, el trabajo constante del agua, percute sobre los objetos hasta desnudarlos, hasta reducirlos a su esencialidad.

En un principio, su madre aprobó la afición y guardaba en la bolsa de las toallas las piezas que le traía. Pero ya se ha cansado. Asegura que José no es suficientemente exquisito: no discrimina, todo le resulta digno de ser coleccionado, y a ella, que ya tiene bastante con lo suyo, parece haberla tomado por una mula de carga.

Según he podido comprobar, el problema no es que el niño tenga muy bajo el nivel de exigencia, sino que valora cada piedra por criterios exclusivos para esa piedra en concreto, según parámetros de un solo uso. Por sus vetas le gusta la veteada; la suave, por su suavidad; la porosa, por su porosidad; y si es negra, le parece reseñable por la manera que tiene de ser, precisamente, negra. Carece de preferencias y expectativas, lo cual le permite aplicar un gusto mucho más acogedor, alegre y penetrante.

Como su juicio estético me agrada, intento ayudarlo a burlar la prohibición y, en lugar de disuadirlo, le ayudo a meter sus hallazgos en el piso de estraperlo. «Mira qué trozo de concha, papá», me dice. «No creo que haya otro trozo igual», le contesto y, tras un guiño cómplice, me lo guardo en el bolsillo con la esperanza de que mi mujer, que tiene ojos en la nuca, no me haya visto.

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