Fundado en 1910
Puerta del Sol

Puerta del Sol

Una buena época

El convencimiento se vuelve especialmente intenso los domingos por la tarde, que es donde desembocan todas las melancolías

Dicen que las buenas épocas pasan desapercibidas, que no son visibles sino a través del espejo retrovisor, una vez las hemos dejado atrás. Y puede ser, porque tan cierto es que en algún punto del pasado todos fuimos felices y afortunados como que ahora, en este preciso instante, nadie lo es, y por eso los buenos tiempos siempre son aquellos tiempos. En esto se parecen mucho a la salud, que nunca es más notoria que en su ausencia, que parece no existir hasta que sobreviene su desaparición. Porque las buenas épocas, para acontecer realmente, requieren ignorarse; porque puede incluso que la conciencia de estar atravesando una de ellas baste para hacerla estallar, como el niño tonto que, fascinado, extiende el dedito hacia la irisada pompa de jabón.

«Metafísico estáis». Es que no fumo. Y es que, además, no dejan de repetirme que ando inmerso en una de esas buenas épocas, aunque yo, como es natural, nada había notado. Me lo dice la gente de la calle cuando paseo por el pueblo con mi mujer y con Inés, nuestra quinta, de dos meses y poco. Nos paran, preguntan qué número hace y, para no ser desconsiderados, abrimos la capota. En especial las mujeres, y en especial a partir de cierta edad, desfallecen de gozo a la vista de la criatura. La contemplación de las carnes del bebé les produce un regocijo tan intenso a veces, tan estremecedor, que cuesta no acordarse de la bruja de la casita de chocolate. Inés es grande ―algo que se pondera mucho a su edad― y está sana ―a Dios gracias―, pero poco más. Quiero decir: la exultación que provoca no se debe al tipo de bebé, a sus características, sino al simple hecho de que es un bebé, una yema humana. Es una vida que alborea, y eso basta para despertarles un entusiasmo que, si no fuera porque nos apresuramos a cerrar la capota en los casos más extremos, podría conducirles al colapso.

Sin embargo, estos encuentros suelen concluir con una nota entristecida. A las señoras se les humedece la mirada y, con el gesto de repente nublado, nos dicen: «Disfrutad mucho, que esto pasa volando». Con la primera parte nos advierten de que, gracias al reciente nacimiento de nuestra hija, atravesamos una de esas buenas épocas, tan escasas; con la segunda nos avisan de que la buena época será breve y dará paso a otra peor, menos feliz. Aunque nuestro mayor tiene 9 años, y por tanto ya deberíamos haber gustado el amargor del paso del tiempo, el hecho de que a José le sucediera Manuel, y a Manuel Matilde, y a Matilde Claudia, y a Claudia Inés, ha hecho que siempre tuviéramos una vida incipiente entre las manos. Llevamos diez años de crianza en bucle, un eterno retorno de pañales, biberones y pediatras; una década en el mismo día, haciendo las mismas cosas a personas solo ligeramente distintas. Apenas he perdido de vista al hijo que se aleja pedaleando por primera vez sin ruedines, cuando ya tengo al siguiente a los pies, impaciente, estrujando el manillar y preparado para recibir el impulso decisivo. Así pues, desde mi experiencia no puedo dar ni quitar la razón a las señoras, no todavía.

Por otra parte, hay que considerar que tras el aviso de las señoras subyace la idea, harto común entre las almas roussonianas, de que el niño es la más acabada forma del hombre y que, por tanto, crecer supone degenerar: en lugar del niño como estado preparatorio del adulto, el adulto como decadencia del niño. En otras ocasiones he mostrado mi desacuerdo con semejante parecer, pero ya no lo tengo tan claro, la verdad. Será porque dejar el tabaco me ha limpiado los pulmones a costa de reblandecerme los sesos, pero cada día me resulta más difícil ver a los niños como un proyecto de algo. A mis ojos se presentan como algo definitivo, o al menos digno de permanecer en su estado actual.

La misma Inés, que tiene la conciencia de una planta, que pertenece al reino de los seres vivos porque lo dice la enciclopedia, que a estas alturas apenas padece y permanece, y cuyo único acto de voluntad es hacer la del girasol y mover los ojillos en persecución de su afanada madre… La misma Inés, digo, ya parece algo culminado, algo que no puede ser cambiado sin empeoramiento. O Claudia, la penúltima, que a sus tres años tiene una media lengua que vale más que la lengua entera de Castelar. Incluso las palabras que dice incorrectamente, a su manera, las dice mejor que las que dice bien. Sus errores equivalen a hallazgos. Su idiolecto debería convertirse en un nuevo galaico-portugués y reservarse para los altos vuelos de la lírica. Que con las palabras de mi hija sean cantados el amor y el desamor. Por supuesto podría hablarse de manera más eficiente, tal vez más fluida, pero no mejor, porque cuando Claudia se empantana a mitad de una frase, se embrolla en los conceptos o es arrastrada con el pie atrapado en el estribo de una vocal, me parece a mí que alcanza la cima de la elocuencia; una cima que abandonará con los años, cuando se eche a perder y sea más precisa, más correcta, menos Claudia.

Entonces sí, puede que las señoras tengan razón y que, como padre, estos sean mis mejores años, la mejor de mis épocas. La posibilidad es desconcertante. Supondría, por un lado, que las épocas venideras serán peores, y según he podido observar en quienes me preceden en el vivir, tiene toda la pinta de que así será, pues parece que ninguna vida mejora en su segunda parte. Por otro lado, resulta turbador por la certeza de no estar correspondiendo: mientras se suceden los años más dulces, yo ando con la cabeza gacha, abrumado por los rechazos editoriales, cebando las malas pulgas, buscando motivos para el descontento, furioso, loco y con media resaca. Además, para colmo, todo lo que es bueno, como todo lo que es bello, lleva aparejado un imperativo moral; como Rilke, que ante la contemplación de una escultura del torso de Apolo, llegó a la conclusión de que debía cambiar de vida.

Cuando en un paréntesis de la vorágine del día a día ―y ha de ser en un paréntesis, porque por lo común la crianza es un frenético achique de agua― pienso en mis hijos, me ratifico en lo de Rilke: he de cambiar de vida, he de ser mejor. El convencimiento se vuelve especialmente intenso los domingos por la tarde, que es donde desembocan todas las melancolías. Así que me lo propongo, y lo intento el lunes, y fracaso, y me acuesto con la esperanza de que haya sido mala suerte, las circunstancias, el día, que venía malencarado. Me duermo, unas horas después me despierto y caigo en la cuenta de que se me ofrece una nueva oportunidad en forma de martes, pero la tengo definitivamente desaprovechada antes de que concluya el desayuno… Bah… Más vale no darle tantas vueltas. Por algo será que las buenas épocas están hechas para pasar desapercibidas.

comentarios
tracking

Compartir

Herramientas