Portada de 'La idea de la universidad'
El Barbero del Rey de Suecia
Ninguno es más alto ni más noble
La trascendencia religiosa y literaria del cardenal san John Henry Newman (1801-1890) es prácticamente inabarcable. Tampoco su biografía se queda atrás. Recibido en la Iglesia Católica en 1845, se convirtió exactamente «nel mezzo del cammin di nostra vita». Como explica Joseph Pearce, esa sopesada y sorprendente conversión da el pistoletazo de salida al renacimiento de la literatura católica en inglés, esto es, a un rosario [sic] de insignes y talentosos escritores conversos, en los que dejó su impronta.
Si en un libro suyo se anudan todas estas líneas de fuerza es en La idea de la universidad, reeditada este año por Ediciones Encuentro en nueva traducción de Víctor García Ruiz con prólogo de Daniel Sada. Quizá por esa condensación de literatura, biografía, teología y vida interior, Newman suspiró: «Estos Discursos son el libro que más me ha costado escribir». Lo escribió alrededor de una novelesca peripecia personal: el encargo de fundar una universidad católica en Dublín que plantase cara, sin grandes medios ni apoyos sólidos, a la poderosa y prestigiosa educación protestante. Hay un quijotismo latente en toda la aventura, sobre la que se levanta una ambiciosa y profunda teoría sobre el quehacer universitario, la cultura europea, la educación liberal y la vocación de profesor y de estudiante.
Brilla aquí un Newman completísimo. Finísimo humorista, católico sin resquicios ni ambages, elegante por naturaleza y elección, incansable buscador de la verdad, teólogo en serio. Se adivina su influencia en la prosa de Evelyn Waugh y en la lógica de C. S. Lewis, por supuesto, y también en Chesterton, al que prefigura cuando se confiesa «enfermo de tantas abstracciones» o cuando nos propone «hacer realidad la paradoja de ser felices y gozar del mundo porque no es vuestro mundo».
Newman, aunque no hesita en defender los fueros de la verdad, siempre resulta grato y agradecido. Dice de Bacon: «Al margen de lo que yo pueda pensar de él como hombre, me falla el ánimo, por simple gratitud, para hablar de él con severidad». La delicadeza newmantina es inexpugnable: «En verdad es una suerte para los hombres ser incoherentes, pues así, aunque pierdan parte de la fe cristiana, al menos mantienen algo». Es capaz de empatía (no exenta de ironía) incluso con nosotros los columnistas: «Si obras compuestas en relativa calma suponen tanta fatiga mental, ¡cómo será el esfuerzo de aquellos cuyo intelecto tiene que exhibirse diariamente ante el público con todas sus galas, y galas siempre nuevas y diferentes, tejidas —como hace el gusano de seda— con hilos sacados de sí mismos».
Que esta caridad constante no es una pose literaria lo demuestra el dato de que tanto trabajo alrededor de la universidad se hizo para una institución de… 17 alumnos. Y no hay una queja sobre la asistencia. Todo lo contrario: su conciencia de la importancia de la misión educativa no conoce desfallecimientos. Tampoco la seguridad de quiénes son sus destinatarios: «Es a católicos, por supuesto, a los que va dirigido este volumen en primer lugar». Son dos enseñanzas esenciales contra la tiranía de los números y las estadísticas y contra la vanidad de encandilar a los alejados de la Iglesia, quizá olvidando el deber prioritario de apacentar a los propios.
Newman, con una incansable vocación pedagógica y cultural, no olvida la importancia del marco intelectual para formar a las futuras élites católicas. Una visión fundamentada lo transfigura todo: «Así, los clásicos que en Inglaterra son el medio para refinar el gusto, han servido en Francia para difundir doctrinas revolucionarias y deísticas». Eso pide a la universidad. No más de lo que puede dar, pero no menos: una cosmovisión clásica y católica. Es fácil sentirse interpelado. No han pasado aún dos siglos, y ya parecemos bárbaros en la comparación con el modelo de escolar y de universitario que propone.
Por suerte, también nos incita a no rendirnos, a perseverar en el estudio y en la formación, en adquirir los buenos modales de la inteligencia y los firmes principios del carácter que sólo otorga la cultura. Este libro nos llena de altos anhelos y nos ofrece buenos ejemplos. También al escribir La idea de la universidad fundó otra universidad, que permanece como ideal y como meta, latente en cada biblioteca atenta y estudiosa.
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La educación protestante no es conveniente para nuestros jóvenes.
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Expoliados, oprimidos, arrojados a los márgenes, a los católicos de estas islas les ha sido imposible, durante siglos, aspirar a la educación que necesitan las personas del mundo, el estadista, el propietario o el caballero rico. Se les ha arrebatado su posición social, sus deberes y funciones legítimos, además de la preparación social e intelectual […] Ha llegado el momento de eliminar este impedimento moral.
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Esto es auténtica educación de la mente; y no niego que ahí se incluyan las virtudes típicas del caballero. Ni tenemos por qué avergonzarnos de que se incluyan, pues hace mucho escribió el poeta «ingenuas didicisse fideliter artes, emollit mores» [haber aprendido las artes liberales suaviza las costumbres. Ovidio. Pónticas II, 9, 49]
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Si esperásemos a hacer lo que sea a la perfección, no haríamos nada nunca.
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Mientras dure el mundo durará la doctrina de Aristóteles porque es el oráculo de la naturaleza y de la verdad. Mientras seamos hombres no podremos dejar de ser, en gran medida, aristotélicos.
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Aunque la palabra «instrucción» puede parecer a primera vista la más apropiada para la labor de la universidad, «educación» es palabra más elevada. Implica acción sobre nuestra naturaleza mental y formación del carácter; es algo individual y permanente, y se suele hablar de ella en conexión con la religión y la virtud.
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La educación liberal no hace al cristiano ni al católico, sino al caballero. Está bien ser un caballero, está bien tener un intelecto cultivado, un gusto educado, un espíritu sencillo, equitativo, equilibrado, un comportamiento noble y lleno de cortesía en la vida diaria; estas son las cualidades connaturales a una amplia cultura; son el objeto de la universidad; estoy abogando por ellas, me extenderé sobre ellas, insistiré en ellas; pero, lo repito, no son garantía de santidad ni siquiera de rectitud.
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Llegamos hasta el cielo haciendo buen uso de este mundo, aunque sea pasajero; perfeccionamos nuestra naturaleza no deshaciéndola, sino añadiendo a ella lo que es más que naturaleza.
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Sólo amando a nuestros amigos íntimos nos entrenamos para amar a todos.
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[El caballero] es atento con el tímido, delicado con el distante y misericordioso con el incoherente.
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[El caballero] tiene demasiado sentido común para ofenderse por los insultos, está demasiado ocupado como para recordar las ofensas, y es demasiado indolente como para abrigar ninguna mala intención.
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Aprender a pensar con rigor no es una cuestión de lógica, sino más bien de aprender a expresarse por escrito.
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Entre los objetivos del quehacer humano —estoy seguro de que puedo afirmarlo sin exageración— ninguno es más alto ni más noble que el contempla la fundación de una Universidad.
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Las Artes o Humanidades han sido siempre, en conjunto, los instrumentos de educación que ha adoptado el civilizado orbis terrarum, del mismo modo que los libros inspirados, las vidas de los santos, los artículos de fe y el catecismo han sido siempre el instrumento de la educación cristiana.
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Conocer a Homero pronto significó ser un caballero educado, y esa norma, reconocida en épocas de libertad en Atenas, permaneció como una tradición en momentos de degradación.
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El estilo es pensar con palabras. […] Logos significa tanto razón como habla y es difícil saber cuál de los dos sentidos le es más propio.
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Un crítico estrecho llamaría a esto palabrería, cuando en realidad es una especie de plenitud del corazón, paralela a la que hace silbar al muchacho feliz cuando camina, o al hombre fornido, como al herrero de la novela [La hermosa doncella de Perth, de Walter Scott] esgrimir su garrote cuando no hay nadie con quien pelearse.
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De cualquier autor que pretenda ser un clásico se espera una cierta pureza sin afectación y una cierta gracia en su dicción, por el mismo motivo que de un caballero se espera una cierta atención al vestido.
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[Definición de escritor:] Aquel en cuyas palabras sus hermanos encuentran una interpretación de sus propios sentimientos, un registro de su propia experiencia y una anticipación de sus propias opiniones.
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Podemos sentir gran repugnancia por Milton o por Gibbon como personas. […] Son grandes escritores ingleses. Ambos respiran odio hacia la Iglesia católica, ambos son criaturas de Dios orgullosas y rebeldes, ambos están dotados con un talento incomparable.
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No soy gran admirador de los genios autodidactas; es una desgracia ser autodidacta. […] En la mayoría de los casos, equivale a tener mala base, tener malos acabados y ser ridículamente engreído.
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Son tristes los tiempos en que la profesión de fe de un católico no es garantía de ortodoxia, cuando un maestro de religión puede estar dentro de la grey, pero fuera de la fe.
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Si queremos que la gente escuche, hay que tener cosas que decir.
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Ustedes han nacido para Irlanda y, cuando ustedes mejoran, Irlanda mejora.
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Confío en que no seremos de esas personas que abandonan una empresa simplemente porque es ardua o porque plantea incertidumbres; o que, como no pueden hacerlo todo, no hacen nada.
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Es sumamente agradable y animante ver a ambas partes, los que enseñan y los que aprenden, cooperando con auténtico esprit-de-corps.