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Rémi Brague

Rémi BragueDaniel Vara

Rémi Brague, filósofo: «Corremos el riesgo de avanzar hacia un endurecimiento del control social en Occidente»

El pensador francés, uno de los más relevantes de la cultura europea actual, denuncia que «confiar en el Estado para todo, sólo para garantizarnos lo que se denomina Estado del bienestar, nos ha provocado una especie de anestesia social».

«Un fantasma recorre Europa». La célebre expresión con que Hengels y Marx iniciaban el Manifiesto Comunista bien puede esgrimirse hoy de nuevo. Y aunque aquellos lo hicieron con admiración indisimulada refiriéndose al «fantasma del comunismo», que a la postre terminaría por revelarse, en efecto, como un espectro de terror, liberticidio y muerte, quienes miran con preocupación la deriva de Europa –y, en un sentido más amplio, la de Occidente–, no han acabado aún de bautizar al ánima errante que repta por el viejo continente con iguales vapores de pérdida de libertad, desesperanza y carestía.

Las voces que aquí y allá se levantan alarmadas ante la creciente espiral de intervencionismo estatal en Europa, no son menos que aquellas que señalan con inquietud el deterioro de la convivencia civil, o las de quienes apuntan hacia una nueva esclavitud de cuño materialista y económico con grilletes tecnológicos. El reciente discurso del premio Princesa de Asturias Byung-Chul Han apuntaba exactamente hacia este cúmulo de lamentos.

Pero el surcoreano no es el único intelectual, ni tampoco el primero, en poner el dedo en la llaga. O, a mejor decir, en las llagas –en plural–, porque las causas de este deterioro de la civilización occidental son múltiples, aunque sólo suelan señalarse de forma parcial y aislada, según el sesgo ideológico del denunciante.

Una de las figuras más inspiradoras del pensamiento europeo contemporáneo, el francés Rémi Brage, ha tenido la audacia de abordar el fenómeno desde una mirada integral, para buscar verdaderas soluciones. Lo ha hecho en algunas de sus obras más célebres, como Manicomio de verdades, Sobre el islam, El reino del hombre: génesis y fracaso del proyecto moderno o La sabiduría del mundo.

Y lo hace también en esta entrevista para El Debate, en la que alerta de que hemos convertido el bienestar en un ídolo y ahora «corremos el riesgo de avanzar hacia una creciente brutalización de las relaciones entre los seres humanos y, como respuesta, un endurecimiento adicional de la vigilancia».

– ¿Estamos viviendo en un modelo de sociedad que limita cada vez más la libertad del individuo, con regulaciones estrictas y extensas que penetran incluso en el ámbito de las relaciones afectivas? ¿O caminamos hacia un mundo cada vez más libre?

– Estas dos impresiones contradictorias tienen cada una su parte de verdad. Por un lado, el ámbito de las relaciones entre las personas se deja cada vez más en manos de la elección individual. Esto es especialmente cierto en el ámbito de las relaciones entre sexos. La represión de la época victoriana quedó enterrada en los años 60 y ahora forma parte de la historia. Pero resulta curioso que los jóvenes, cada vez más «libres» (es decir, cada vez más esclavos de sus impulsos inmediatos), hagan cada vez menos el amor. Al menos, eso es lo que revelan encuestas recientes. Y es todo un síntoma de un mundo menos libre.

– Entonces, ¿quiénes son los principales interesados en someter nuestra libertad, y a qué intereses o instancias?

– Veo dos actores principales que tienen interés en actuar en ambas direcciones simultáneamente. Me refiero al Estado y al mercado. No quiero decir que los políticos y los funcionarios del Estado, o que los empresarios y los vendedores sean todos dictadores malvados. Ni siquiera creo que todos sean conscientes de lo que hacen. A lo que me refiero es que estas dos potencias, el Estado y el mercado, tienen una lógica interna que produce sus efectos. La lógica última del Estado sería reducirnos a ser meros contribuyentes que pagan con su dinero a través de los impuestos y, de vez en cuando, con su sangre en caso de guerra. Y la lógica última del mercado sería reducirnos a ser meros consumidores para los que la «libertad» consistiría en poder elegir una u otra marca en los estantes de un supermercado.

– Una de las dicotomías que parece hemos aceptado es la cesión de nuestra libertad para tener más seguridad. Cámaras en las calles, reconocimiento facial, cesión de datos biométricos, escrutinio de conversaciones, dinero digital... ¿Es necesaria esa cesión para que estemos más protegidos? ¿O, al contrario, hoy somos más vulnerables?

– Es difícil negar que las relaciones sociales se han vuelto más brutales y violentas, al menos en algunas regiones y barrios, como en los suburbios de las grandes ciudades. Y desde hace varias décadas se ha extendido una cierta desconfianza social. Le doy un solo ejemplo: en París, donde vivo desde hace más de medio siglo, todos los edificios están ahora protegidos por un código. Ahora es imposible refugiarse en su entrada si te sorprende una tormenta y has olvidado el paraguas. Pero sigue habiendo delitos y es difícil calibrar la eficacia de estas medidas de vigilancia, ya que los riesgos evitados son, por definición, invisibles.

– ¿Y cómo es posible que la sociedad occidental no reaccione ante esta pérdida de libertad?

– Buena pregunta. Es una pregunta que nos concierne a todos. Hace siglos que el Estado reclamó el monopolio de la fuerza legítima. Y es un avance en la medida en que limita la violencia. Pero confiar en el Estado para todo, sólo para garantizarnos lo que se denomina Estado del bienestar, ha provocado una especie de anestesia.

A un ídolo se le reconoce por el hecho de exigir sacrificios humanos. Actualmente esto ocurre de manera menos sangrienta... o más bien, la sangre se oculta.

– ¿Tiene algo de idolatría esa anestesia voluntaria, ese sometimiento a la seguridad y a la sensación de bienestar?

– No faltan ídolos, y nunca han faltado. Calvino, el reformador francés que ejerció una verdadera dictadura sobre Ginebra en el siglo XVI, no me cae muy simpático. Pero dijo una frase que me parece muy acertada cuando escribió que «el alma humana es una fábrica de ídolos». A un ídolo se le reconoce por el hecho de exigir sacrificios humanos. Están, por supuesto, los aztecas o, antes que ellos, los cartagineses. Vuelva a leer Salaambo, de Flaubert. Más próximos a nosotros, otros ídolos han causado millones de muertos: la Nación, en 1914; la Clase, en 1917, la Raza, en 1933, etc. Actualmente, en nuestros países, gracias a Dios, esto ocurre hoy de una manera menos sangrienta... o más bien la sangre se oculta.

– ¿A qué se refiere?

– Piensa en la legalización del aborto. Ciertamente, parece mejor que los abortos clandestinos realizados sin higiene. Pero en realidad se sacrifican millones de fetos humanos para ahorrarle al Estado la preocupación de tener que ayudar a las madres, y a los padres, la preocupación de asumir su responsabilidad. Por no hablar de algunas mujeres –¿cuántas? No lo sé– que sacrifican su fertilidad por su carrera profesional. Y lo peor es que algunas empresas les proponen más o menos abiertamente un trato: si quieres un ascenso y un aumento de sueldo, nada de embarazos.

– Si no hay un cambio de rumbo, ¿qué sociedad podemos augurar para el Occidente de las próximas décadas?

– No me gustan mucho las predicciones. Sin embargo, está claro que corremos el riesgo de avanzar hacia una creciente brutalización de las relaciones entre los seres humanos y, como respuesta, un endurecimiento adicional de la vigilancia y el control. Lo que está sucediendo en China con el «crédito social» nos da una idea de lo que podría suceder en Europa.

– ¿Entonces, qué respuesta es necesario arbitrar, en el ámbito personal y social, para frenar esta deriva?

Quizás comenzaría en el nivel más elemental, el de las personas, con un redescubrimiento de los modales y la cortesía. En un nivel más elevado, podemos soñar con que las familias realmente eduquen a sus hijos, que las instituciones educativas y políticas hagan bien su trabajo, que los intelectuales... Lo ideal sería una reforma moral que viniera de cada uno.

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