¿Qué pintura contemporánea representa mejor la muerte?
Representar la muerte es una forma de desafiarla, de convivir con el miedo que produce. El arte se obsesiona a menudo con ella, pero lo hace de una manera nueva, ineludible, en el siglo XX. Esa es la propuesta del doctor en Bellas Artes Germán Piqueras, que realiza un recorrido brillante en su libro Estética de la tragedia

La niña enferma (1885-1886), de Edvard Munch
El genio de Munch viene marcado por el comienzo del siglo XX, donde su pensamiento y obra representaron la angustia del hombre moderno y la soledad. Él mismo explicaba que al nacer, enfermedad, locura y muerte fueron los ángeles negros que velaron su cuna. Su pesimismo vital se entiende por sus circunstancias adversas: su madre murió de tuberculosis cuando él tenía 5 años, lo que le provocó pesadillas y sufrimientos que se agravan por el desequilibrio de su padre, y en 1877 falleció su hermana Sophie, a la que le unía un gran vínculo. En este cuadro capta y congela para la eternidad el decaimiento de su hermana. La muerte está siempre presente en su pintura, también a través de Junto al lecho de muerte (1895), Muerte en la habitación de la enferma (1893), Madre muerta con niña (1897) o La muerte de Marat I y II (1907) .

Hoja en memoria de K. Liebknecht (1919-1920), de Käthe Kollwitz
Sentimiento y creación se dan la mano también en la expresionista alemana Kathe Köllwitz, para quien la muerte (en especial la de sus dos hijos) fue la mayor fuente de motivación: mientras para Munch era expresión de desasosiego interior, para ella era llamada a la solidaridad. Esta expresionista alemana entiende que la muerte es una concepción personal basada en el compromiso con la humanidad, y en este cuadro retrata la muerte como si fuera una cronista de sucesos, al natural, retratando la muerte ante el cadáver de K. Liebknecht.

La noche (1919), de Max Beckmann
En Max Beckmann este grito se produce de manera individual, por su experiencia como enfermero en la Primera Guerra Mundial, pero también comunitario, al convertirse en expresión del dolor y la muerte de toda una generación. En lienzos como La noche o Muerte (1938) se perciben los sentimientos vividos en persona durante el conflicto armado: «Deseo trabajar todo lo interior para después poder producir estas cosas de una forma casi intemporal. Aquel negro semblante humano mirando desde la tumba y los cadáveres mudos que vienen a mí, son los oscuros saludos de la eternidad, y como tales, deseo pintarlos», escribió.

Mörder, Hoffnung der Frauen 1909), de Oskar Kokoschka
Oskar Kokoschka fue un artista traumatizado con la muerte desde su infancia que, sin embargo, le pierde el miedo tras su experiencia en la Gran Guerra, aunque siempre fue un ser meditabundo y melancólico. Esta fue su primera obra con una representación simbólica de la muerte, y la hizo para ilustrar una obra de teatro personal del artista: un hombre de color rojo sangre, el color de la vida, que yace muerto en el regazo de una mujer blanca, color de la muerte.

Soldado herido (1924; lámina de la serie La Guerra), de Otto Dix
Otro artista soldado fue Otto Dix, a quien los acontecimientos bélicos le sirvieron como pretexto para reflexionar sobre las diferentes aristas de la muerte, especialmente a través de su serie La Guerra, y para quien pintar significaba, en sentido literal, sobrevivir. A través de su diario de guerra conocemos frases como «los cadáveres son impersonales» o «la guerra hay que verla también como un fenómeno natural». A la vez, Dix individualiza el dolor, retratando a un soldado, pero afirmando que la muerte iguala a todos los seres humanos.

Metrópolis (1916-1917), de George Grosz
George Grosz, que emigró a Estados Unidos antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial, se convierte en alguien fundamental para entender la fractura de Europa desde dentro y, después, desde la distancia. Grosz ofrece con su obra no la muerte natural, sino la idea de que en su sociedad lo más natural y extendido es ser asesinado. Fiel al espíritu de su época y considerado como uno de los primeros cuadros en los que se puede encontrar esa representación de la imagen de la muerte proveniente de sus sentimientos más acérrimos, el cuadro Metropólis, donde retrata el caos de Berlín en la Primera Guerra Mundial, cuyo frenético ritmo asociamos con la destrucción: un cuadro que grita de horror y desesperación, con coches fúnebres, esqueletos, luz roja y hombres cadavéricos.

El triunfo de la muerte (1944), de Felix Nussbaum
«El vestigio del horror tiene que pasar, agotarse, convertirse en obra de arte». Nussbaum, asesinado en Auschwitz, pintó el silencio del horror: la locura, el grito, la persecución, la desesperación. Lo hace siendo protagonista de la pesadilla que vive, excelsamente mostrada en obras como Autorretrato dentro del campo o El triunfo de la muerte. Esta es una de sus obras más importantes, donde mezcla la ironía, el arte filosófico y la lamentación profética inspirado por Brueghel. Fue su último cuadro antes de morir en Auschwitz en 1944.

Aguafuerte perteneciente a la serie Nosotros no somos los últimos (1970), de Zoran Music
Zoran Music, por su parte, plasma un mundo romántico de sombras y muerte que se le pegaba a la piel como petróleo tras su paso por el campo de concentración de Dachau: en él, el ser humano, el cadáver, se convierte en paisaje, en materia muerta paisajística. Tras la continua observación de los muertos, de los cadáveres apilados en el campo, deja de sentir lástima por ellos: «Son objetos y mañana nos tocará estar en su lugar. Esta convivencia con ellos desdramatiza el contacto», escribe. Los moribundos que dibuja en 1945 en Nosotros no somos los últimos refleja no solo la muerte, sino la expresión del ser humano respecto a su entorno

Dibujo de la obra ¿Vida? ¿O teatro? (1940.1942), de Charlotte Salomon
Charlotte Solomon, asesinada también en Auschwitz (embarazada de cinco meses), reflejó toda su vida, incluido el dolor y las preguntas que afloraron en ella tras el suicidio de varios de sus familiares, en la monumental obra ¿Vida? ¿O teatro?. En este dibujo reflexiona sobre la muerte de su madre y de su abuela (ambas se suicidaron) y su subida al Cielo, donde se puede apreciar la comunión de los santos.

Ejecución con niño (1949), de Andrzej Wróblewski
El arte se convierte en estos artistas en herramienta fundamental para combatir la crudeza de la vida, para constatar su existencia en un mundo en el que habían caído los valores humanos fundamentales, habían desaparecido la bondad y la cordura y la crueldad se enarbolaba en nombre de una ideología política. Andrzej Wróblewski realiza una necesaria reflexión sobre lo trágico, habitando el espacio gris entre el arte y la filosofía, con una de las grandes proclamas del arte de la posguerra: «Queremos pintar cuadros que hagan pensar (…). Pintamos imágenes desagradables como el olor de un cadáver. También pintamos otras que nos hacen sentir la presencia de la muerte». Arte figurativo, no realista, para expresar el horror de un tiempo en el que «no se oculta nada». Wroblewski pinta el dolor sin recurrir a la sangre, se aleja de una pintura realista y tira de simbolismo.

Libreta (1944), de Josefa Tolrà
Las vanguardias habían afirmado su libertad para manifestar aquello en lo que querían ahondar, pero habían fracasado a la hora de lograrlo: ahora, el trauma exigía una relación distinta con los hechos del pasado. Aquí aparece la española Tolrà, un ejemplo nuevo de artista que pintaba desde el más allá a través de sus aparentes
capacidades psíquicas para relacionarse con los no vivos. Ella crea a través de la mediumnidad, encontrando un vehículo con entidades de otros mundos para canalizar su dolor y transformarlo en arte. Tolrà perdió a sus hijos y solo en el dibujo encontró un antídoto contra el trance del duelo, la depresión y el dolor, que es el centro de todo. Pero en ella se ve, más que en otros, la fe como motor de creación y la muerte entendida como continuación de la vida.

Pintura 1946 (1946), de Francis Bacon
Para el irlandés Francis Bacon la muerte fue una constante, tanto en su vida como en su obra. Su obra pictórica es esencial al siglo XX: a través de su experiencia personal retrata una era de violencia e inestabilidad y expresa la tragedia del individuo inmerso en ella. La guerra, la muerte, la pérdida: Bacon ve verdad en «la oscuridad y la deformación, la distorsión y la violencia». Explora la belleza de la muerte, de la carne muerta, con una intencionalidad que mezcla descreencia religiosa y frivolidad. En un mundo sin creencias, la carne parece la única verdad, como retomará después Hermann Nitsch en su Teatro de Orgías y Misterios. Con él coincide también en el exorcismo del dolor a través de la expresión del erotismo (además de la de su hermano, Bacon tuvo que enfrentarse a la muerte de sus dos amantes, Peter Lacy y George Dyer). En esta obra suple el cuerpo de Cristo crucificado por una res abierta en canal, una imagen cuya influencia proviene de las carnicerías que le impresionaban de pequeño.
