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24 de abril de 2024

Detalle de portada. «Defensa de la felicidad» de Francisco de Quevedo

Detalle de portada. «Defensa de la felicidad» de Francisco de Quevedo

Clásicos

Don Francisco de Quevedo, felicísimo

En «Defensa de la felicidad. Alegato en favor de Epicuro» encontramos a un Quevedo en estado de gracia: insólitamente dulce, y en su salsa literaria y moral.

Detalle de portada. «Defensa de la felicidad» de Francisco de Quevedo

reino de cordelia / 80 págs.

Defensa de la felicidad

Francisco de Quevedo

La editorial Reino de Cordelia ha vuelto a hacer honor a su nombre y ha publicado otra delicia: la defensa de Epicuro que emprendió el señor de Torre de Juan Abad, o sea, Quevedo. Éste no perdía ocasión de lanzarse al duelo intelectual, don Quijote de las letras. Esta vez le irrita la mala fama de Epicuro cuando fue un pensador sensato que propuso la virtud como medio de llevar una buena vida. Como santo Tomás de Aquino bautizó a Aristóteles, Quevedo —ni corto ni perezoso— se propone cristianar a Epicuro.
Quevedo tira, por un lado, de las citas del propio Epicuro; por otro, de los testimonios de muchos autores de prestigio. Lo más bonito, sin embargo, es la demostración implícita. La música de Epicuro ha conseguido amansar a la fiera de Quevedo, que argumenta con dulzura.
Estamos, además, ante un manual práctico de lectura honda. Para Quevedo, como sostuvo en su soneto «Retirado en la paz de estos desiertos» la lectura es un diálogo vivo con los muertos, en el que podemos participar también los que habíamos de venir y más que vendrán. En este libro lo pone en práctica. Habla de «nuestro Séneca», de «mi Juvenal», de «la autoridad del señor de Montaña». Los cita: «No soy quien le defiende [a Epicuro], oficio para mí desigual; soy quien junta su defensa, porque no pueda blasonar el vicio que fue tan admirable filósofo su secuaz». Pero también se encara con ellos, si es menester, con desparpajo.
La prosa de Quevedo (puro epicureísmo) es un placer. Como cuando acusa a uno de que «gasta su pluma en distraimientos de la envidia». O que los puestos políticos (que él mismo ambicionó) «son más apetecidos del astuto que del sabio». Defiende la defensa que hizo Séneca de Epicuro recordando la frase del cordobés: «lo que es verdad es mío». Quevedo añade una brillante observación que debería haber recogido Antoine Compaignon en su ensayo sobre las citas (La segunda mano o el trabajo de las citas; Acantilado, 2021). No recuerdo una defensa más hermosa del arte de citar: «Al que Séneca quiere aprovechar, con Epicuro le asiste».

La lectura es un diálogo vivo con los muertos, en el que podemos participar también los que habíamos de venir y más que vendrán

A la par que el prosista esplendoroso, brilla el Quevedo moralista: «En todo tiempo ha habido hombres infames que han tenido en más precio infamar a los famosos que hacerse famosos siendo infames». Le admira la calidad humana de Epicuro a pesar de no ser cristiano, como a Dante la de Virgilio: «¿Cuál seso humano sin la luz de la fe encaminó al espíritu riqueza tan decente?». ¿Cuál es la esa «riqueza tan decente» que conmueve a Quevedo? Ésta: «Si quieres enriquecer a Pitoclea no lo hagas por el público y dudoso camino. No le has de añadir dinero, sino quitarle codicia». El conservador que fue Quevedo («atrabilious blueblooded conservative», según la sabrosa definición de Peter N. Dunn) elogia que Epicuro prefiera a los que perseveran en su ser que a los veletas de la novedad: «Mal vive quien empieza siempre a vivir».
Con exquisita ironía cariñosa, aplaude a Séneca su aplauso al discurso contra el suicidio de Epicuro, aunque luego Séneca incurriese en él. Se contradijo como estoico, pero alabó lo mejor, concluye un humanísimo Quevedo, que también se contradice aquí, para mejor, en su famosa fiereza despiadada. Como decíamos, Epicuro lo amansa.

El conservador que fue Quevedo elogia que Epicuro prefiera a los que perseveran en su ser que a los veletas de la novedad

Hace una ejemplar apuesta por una crítica que extraiga lo excelente de cada libro: «Y, pues por misericordia de Dios tenemos la luz que le faltó a él y a todos los filósofos gentiles, estimemos lo que vieron y no les acusemos lo que dejaron de ver». Incluso si no queda más remedio que criticarlos, añade otra lección moral, de una insólita modernidad. Atenerse al texto, sin juzgar a la persona: «Cuando lo contradijéramos, no difamemos su memoria, si contradijéramos sus escritos». Así puede concluir con la interpretación más benévola, que es la más ajustada: «Epicuro, para atraer fáciles a los hombres a la virtud, la llamó deleite, nombre que hace más gente en nuestra naturaleza que el de virtud y autoridad y filosofía». A pesar de todo, ilusiones no se hace con los pedantes: «Tengo por difícil reducir hombres catedráticos de su ignorancia».
Más importante en esta pequeña obra que la vindicación de Epicuro, es el alegato de fondo a favor de la felicidad. Contra la ingeniosa advertencia de Enrique Jardiel Poncela: «Hay dos sistemas de conseguir la felicidad: uno, hacerse el idiota; otro, serlo»; don Francisco de Quevedo nos abre una tercera vía: la inteligencia, el ánimo esforzado para defender la justicia, el sentido común y, aunque no lo esperásemos de él, la predisposición a la benevolencia. Un Quevedo tan insólito como insustituible.
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