Fundado en 1910
El Monte Saint-Michel tiene la particularidad de ser un islote rocoso

El Monte Saint-Michel tiene la particularidad de ser un islote rocoso

Un sacristán que intenta ejercer de pastor en una isla zarandeada por el viento y donde los habitantes provocan naufragios

El narrador divide el relato en una treintena de capítulos breves con un estilo en el que los elementos de la trama y los personajes van aguijoneando la cara del lector como la arena en una tempestad

El Finisterre francés es la región de Bretaña, una suerte de península boreal que se adentra en el océano Atlántico. Casi en su frontera, en la región de Normandía, se halla uno de los enclaves más conocidos y deslumbrantes de Francia —que ya es decir—: el Monte Saint–Michel, con su abadía y su condición de islote cuando la marea así lo decide. Por estas tierras situaron Goscinny y Uderzo la aldea de Astérix, único punto de la Galia aún no sometido a los romanos. Hablamos de un paraje singular, donde el mar y la tierra discuten a su manera.

Allá, unos kilómetros mar adentro de las costas bretonas, se encuentra la pequeña, alargada, angosta y sinuosa isla de Sein, escenario de esta novela. Se trata de un lugar donde el viento sacude casi sin cesar, y donde es muy difícil que crezcan los árboles. Hace falta levantar muretes en los campos de labor, para poder sembrar algo de cereal y que dé su cosecha.

El rector de la isla de Sein

Encuentro (2024). 188 páginas

El rector de la isla de Sein

Henri Queffélec

En la actualidad, apenas viven dos centenares de personas en Sein, un sitio que puede recordar a aquel donde Walter Scott ubicó la trama de El pirata, libro que influyó en La isla del tesoro de Robert Louis Stevenson. En la otra parte del mar y del Canal que separa Francia de Inglaterra, al Norte, en Cornualles, las travesías pueden ser peligrosas y, como relata Daphne du Maurier en La posada Jamaica (1936) —su versión cinematográfica la rodó por Alfred Hitchcock en 1939—, hay bandas de salteadores que provocan naufragios para saquear la carga de los buques que encallan y se quiebran en mil pedazos entre los farallones.

El rector de la isla de Sein comienza con un mapa de la isla, y con la divisa que puede leerse en su iglesia: «Permanece en la virtud de Dios y en el sudor de su pueblo». La época nos sitúa Henri Queffélec es el siglo XIX, y el modo como arranca la novela reproduce el efecto que el vendaval provoca en las gentes y los pueblos: «En las noches de tempestad, los isleños se imaginan que las almas de los ahogados lloran en la corriente del mar, que revolotean sobre las aguas, que suben a la ribera y golpean en las ventanas … Cuando uno se da cuenta de que aquí no trata con gentes de fango ni polvo, con almas de comerciantes, artesanos o soldados, es cuando se trata de impedir que los pescadores provoquen y exploten los naufragios».

La trama, por tanto, nos habla de una humanidad inhóspita en la que la semilla del evangelio cuesta en arraigar y en dar frutos. ¿Qué puede hacer aquí un sacerdote? «Si el párroco se asociara con sus ovejas para el pillaje de los navíos, sería el jefe de la isla», leemos en las primeras páginas.

El sacristán de la isla, en un momento dado, opta por ejercer de párroco. Se trata del intento de respuesta a unas condiciones que se empeñan en horadar lo humano y lo divino en una isla, en mitad de los latigazos de las borrascas —¿no es eso la Barca de Pedro?—, en la cual hay sacerdotes que fallecen de enfermedad al poco de desembarcar, y de la cual el obispo queda extremadamente lejos. Para ello, el narrador opta por dividir el relato en una treintena de capítulos breves —de dos o tres páginas a ocho o diez de extensión— con un estilo en el que los elementos de la trama y los personajes van aguijoneando la cara del lector como la arena en una tempestad.

comentarios
tracking