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09 de mayo de 2024

En menos de cien años ya había músicos nativos en Nueva España

La llegada de los españoles al Nuevo Mundo supuso una explosión de creatividad cultural

La música como testimonio de intercambio cultural entre España y América

Entre la «leyenda negra» que habla de esclavitud y muerte y la «leyenda rosa», que niega toda maldad, hay siempre un espacio amplísimo de bellos matices

Para hacernos una idea, puede que no haya una escena más gráfica que el final de la película La misión, en la que, después de la violencia, sólo quedan desparramados y flotando sobre las aguas del río, los despojos del poblado y –curiosamente– los instrumentos que construían y tocaban los nativos, como una imagen desoladora de la nada a la que reducen los hombres sus mejores obras.
Después, con el olvido, la reinterpretación de los hechos se vuelve un asunto espinoso y difícil de acometer; ya que, en el trasiego y las prisas por acentuar interesadamente un aspecto sobre otro, se pierden la mayoría de los matices que enriquecen las historias.

No sólo hubo violencia

Nunca se debe negar esa brutalidad que tan a menudo acompaña toda acción humana. Tampoco la nuestra. Sin embargo, tampoco se puede negar la evidente huella artística y cultural que una civilización dejó en otra. Y no todo fue malo.
No somos ángeles, y no nos comportamos como tal. En nuestro camino dejamos heridas; a veces muy profundas. Pero, al mismo tiempo, también dejamos huellas de una belleza insuperable, que se queda prendida en la memoria de los pueblos, casi, sin darse cuenta.
Los españoles que llegaron al Nuevo Mundo no fueron, solamente, «bestias ávidas de sangre nativa y oro», o «esclavistas deseosos de arrasar una civilización próspera e inocente», sino que también, entre buscavidas y evangelizadores, llegaron músicos: músicos que, quizá, también fueran buscavidas y evangelizadores (quién sabe). Pero en el fragor de una epopeya incomparable y aún desconocida en muchos aspectos, se dedicaron, misteriosamente, a enseñar a otros lo que ellos mismos amaban: un modo de expresarse, una música y el modo de reproducirla. Después, el propio temperamento de los nuevos ciudadanos del Imperio, dieron color a su propio folklore.
El barroco impregnó la vida cotidiana de los Virreinatos, tal y como había impregnado la vida de aquellos que llegaron por mar. Y esa nueva mentalidad marcó sus sentimientos y el modo de expresarlos, dando vida a un amplio repertorio de obras musicales, en muchas ocasiones de mayor calidad que la de sus maestros.
Vaya por delante algún ejemplo de este profundo intercambio de una vida nueva: para ellos y para nosotros, que supuso un modo nuevo de comprender la realidad. Una realidad que los españoles no tuvieron remilgos en compartir y enseñar, y que los «alumnos» del Nuevo Mundo reconocieron como un bien que adoptaron para sí mismos. De este modo, una civilización perfeccionó a otra a través de su técnica, de su lengua, de su cultura, en definitiva; de un modo de comprender la misma existencia, que no puede reducirse a las categorías de lucha y de poder; aunque, evidentemente, en muchos momentos, -como decimos-, las acciones de los hombres se aparezcan a nosotros bajo el velo de la irracionalidad.
Los habitantes de dos mundos se dieron la mano acercando las orillas con una melodía «anudada en la garganta», tal y como se entona en el fandango que se escapó del sueño de un hombre y atravesó los mares.
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