De Albéniz o de Sorozábal, da igual, ‘Pepita Jiménez’ reivindica un lugar en los grandes teatros
El regreso de la ópera española basada en la novela de Juan Valera fue acogido, en el estreno, con división de opiniones para la puesta en escena y un gran triunfo de la obra y su director musical, Guillermo García-Calvo
El elenco de 'Pepita Jiménez' en el Teatro de la Zarzuela
En los respaldos de las butacas del Teatro de la Zarzuela van a tener que poner unas mesas reclinables, como las de los aviones. De ese modo, el público podrá asistir cargado desde casa con las diferentes partituras, y tratar de esclarecer qué es lo que verdaderamente le están ofreciendo en cada caso.
Pero dejémoslo ahí. Identificar cada parte del híbrido que al final compone el Frankenstein de las piezas que se ofrecen a los asistentes, estos días, resulta tarea propicia para los musicólogos, gente que disfruta morbosamente resolviendo este tipo de acertijos.
Los aficionados, no todos (como mostraron los tibios, pero bien audibles, abucheos de los saludos en el estreno de Pepita Jiménez), al final lo que desean es apreciar un buen espectáculo, si fuera posible, sin que pretendan tomarles el pelo (algo cada vez más habitual).
Desde luego resulta muy apropiado que dos teatros españoles, para la cita relevante de la inauguración de sus respectivas temporadas, se hayan decidido por abordar, ahora, nuevas producciones de sendas óperas vinculadas a la gloriosa tradición literaria del país: Pepita Jiménez de Juan Valera, en La Zarzuela, y Yerma, de García Lorca, en Tenerife.
Mucho más interesante eso que empezar con la reposición de un montaje ya fallido en época aún reciente, sin contar además con un gran protagonista que pudiera justificarlo, como ocurre estos días con el Otello del Real. Por más que la unión de Verdi con Shakespeare y Boito resulte, en esencia, casi imbatible.
La Pepita Jiménez que se presenta, ahora, en el recinto de la calle Jovellanos puede que no tenga padre: habría que recurrir a los detectives, como Casares, para determinar si lo que hoy nos proponen pertenece a Albéniz, Sorozábal, Money-Coutts, Lola Rodríguez de Aragón (auténtica impulsora de la idea del regreso de la obra, en 1964, para el primer festival de ópera madrileño)…
O si se trata, más bien, de una nueva creación (cuyo origen se pierde entre las primeras versiones de Albéniz, que se representaron en italiano, alemán y francés; las dos propuestas de Sorozábal, ya en español, las modificaciones de Soler, el intento de volver a los inicios de José de Eusebio, …) recientemente encargada a Giancarlo del Monaco, director de escena, y Guillermo García Calvo, director musical, últimos tenedores de las tijeras para recomponer un nuevo collage o pasticcio confeccionado con los retazos disponibles.
Recortada hasta dejarla en una duración similar a las películas de antes (cuando no iban más allá de la hora y media), esta nueva Pepita, huérfana pretendida por todos, hace reposar su indudable atractivo sobre dos ejes precisos.
Hay que destacar la fuerza, originalidad e interés de una música que permite atisbar cuál podría haber sido el papel de la ópera española en el mundo si se hubiera insistido en aquello que propusieron Albéniz (al menos en esta obra primeriza) y Falla: insertar un discurso propio, basado en el conocimiento de la rica tradición musical hispana, en el contexto de los estilos en boga durante su tiempo; una suerte de conjunción ideal entre pasado, presente y futuro sin renunciar ni a la claridad ni a la expresión de la personalidad individual de cada autor, su universo creativo particular.
A estas alturas ya casi no se distinguiría lo que le pertenece a Sorozábal (su sello indeleble se encuentra, por ejemplo, en los interludios, de su propia cosecha) y a Albéniz. Aunque pueda intuirse sin descender hasta el papel pautado: del catalán es el colorido, la brillante armonía que sobre todo en sus inicios tiñe a la pieza con el sutil barniz de un cierto, sugestivo impresionismo, la impronta de Debussy.
Y también se distingue la huella wagneriana («¡Quién es el guapo que se pone a escribir nunca después de oír esta maravilla!», anotó Albéniz tras asistir a su primera audición de Sigfrido). El rastro inequívoco del modelo se percibe en el deseo de que la orquesta aporte la requerida cohesión dramática, con destellos de un sinfonismo racial, aportando fluidez al desarrollo de la mínima historia, sin renunciar a que las voces obtengan su debido protagonismo con melodías de un lirismo a ratos incandescente.
Luego Sorozábal se encargaría de bajar definitivamente a la tierra a su colega, rellenando huecos con pasajes de su propia cosecha y proponiendo un final alternativo (más acorde con la idea de la ópera romántica, no tanto verista), mediante un tejido musical algo más espeso e integrador para encontrar el aún más preciso equilibrio entre música y drama.
Por eso, quizá, el mayor acierto de este reestreno surge del foso, con la Orquesta de la Comunidad especialmente inspirada bajo la batuta esclarecedora de Guillermo García Calvo, en una de sus lecturas más brillantes. Cierto que, en algunos instantes, llevado de la pasión que comunica una música bellísima, pudo haberse excedido con los volúmenes, pero es que la misma partitura reclama esos fulgores que precisan, en justa correspondencia, de voces capaces de proyectarse por encima del tupido ramaje orquestal sin agobios (que los hubo, más que evidentes). El público, comedido durante todo el desarrollo, decretó al final que orquesta, coro y director resultarán los grandes triunfadores.
El otro punto de más relativo interés surge de la puesta en escena. En eso hay que darle la razón a Giancarlo del Monaco: más allá de cualquier reparo filológico, expuesta así, con esta duración (recortados muchos de sus recitativos), en apretada síntesis de un asunto dramático de escaso contenido, gracias a la exquisita factura musical y con un montaje no del todo logrado, pero que permite ofrecerle un ropaje más que digno, esta Pepita podría recorrer con éxito los principales teatros internacionales. No cabe duda de eso: Albéniz, y Sorozábal, lo merecen. Atención programadores.
Tampoco el asunto de Tristán e Isolda da para mucho, y sin embargo el sentido del drama que Wagner le aporta con su arte lo convierte en una experiencia transformadora, sujeto a la imaginación, en ocasiones algo desbordada, de los directores de escena y su aprecio por simbolismos tantas veces hueros, extravagantes o pueriles.
La idea de Del Monaco, director de sólida experiencia que nos ha regalado montajes inolvidables, no parece nueva, pero resulta un hilo del que se puede tirar sin temor al ridículo: encierra a sus personajes en una suerte de prisión, a eso se parecen las escaleras metálicas diseñadas por Daniel Bianco como único escenario (lo mismo pueden servir para la ópera de Albéniz que para Il trovatore), reflejo de sus propias, íntimas represiones, prejuicios y sentimientos, al consabido modo freudiano.
A través del empleo efectivo de la luz, del preciso cromatismo del sobrio, efectivo vestuario del siempre habilidoso Jesús Ruiz, de la concentración en la expresión angustiosa, sobre todo de la protagonista, a la que mueve de un lado al otro a ratos como una desesperada Elektra en pleno trance desde el primer minuto, Del Monaco desea replicar los modos del cine de los años 30.
Pero la Pepita de Ángeles Blancas, algo madura para el personaje, parece más el reflejo de aquella viuda empeñada en casarse con su joven jardinero, a la que daba vida Jane Wyman en el conocido melodrama de Douglas Sirk, «Solo el cielo lo sabe», que la joven desbordante de amor, atrapada en el juego de las convenciones de todo tipo que refleja Valera en su novela.
Tampoco resulta adecuado del todo para el retrato del personaje principal la prestación vocal de la Blancas, una artista de raza, pero a la que en esta ocasión no le ha acompañado el instrumento: árido, «calante», destemplado, al borde mismo de la afinación por momentos.
A ratos, pese al generosa entrega, se la notaba no ya el límite, sino incluso no del todo identificada con su cometido, algo evidente cuando, ya al final de la obra, se añadió un innecesario anticlímax al no hacer caer el telón a tiempo: abandonando su papel, la soprano tuvo que indicar con un gesto de su propia mano, al responsable, que lo bajara. Cosas de los estrenos, pero que nunca deberían ocurrir en un teatro de esta categoría.
Como tampoco resulta de recibo que se cambie al tenor anunciado para el estreno sin ofrecer ni la más mínima justificación. Por megafonía se anunció, escuetamente, que el crucial papel de Luis de Vargas, seminarista aquí ya ordenado seguramente para magnificar el efecto de la vulneración de sus votos, lo cantaría Antoni Lliteres.
No hay que negarle arrojo al tenor mallorquín, algo envarado en escena, sobre todo en el ascenso, a plena voz, a la región aguda, para hacerse oír, además, cuando arreciaba el vendaval del foso. Salió más que airoso del complicado envite de asumir el reemplazo del titular. Exhibió pundonor, empeño y seguridad a falta de mayores recursos expresivos: enriquecer su canto con más matices no le hubiera venido mal, seguro que los encontrará porque es intérprete sensible.
Contar con Rubén Amoretti, aquí como vicario lujurioso para provocación de señoras aún no curadas de espanto, siempre representa una garantía de solvencia. Fue lo más destacado entre el resto de un reparto que no encontró el definitivo remate: hay que poner mimo hasta en la elección de los comprimarios, lo que a veces da la auténtica medida de un teatro. Ana Ibarra ofreció un molesto vibrato en casi todas sus intervenciones y Rodrigo Esteve supo aportar prestancia y solidez, exenta de una mayor variedad de colores, al insolente conde.
El coro se mostró como siempre, magnífico en todas sus intervenciones, aunque esta vez la puesta en escena no echara mano de sus espléndidas dotes actorales: quizá porque la funcional escenografía de Bianco ocupase demasiado espacio, o porque Del Monaco no apreciara gran interés en su cometido para su idea de concentrar la acción en las cuitas internas de los protagonistas, casi no se movieron.
Esperemos, por otra parte, que sus reivindicaciones laborales hayan encontrado, tras el parón veraniego, interlocutores dispuestos a lograr el necesario entendimiento que permita poder disfrutar de una temporada (esta vez más escorada hacia la ópera) sin contratiempos.