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César Wonenburger
Crítica de músicaCésar Wonenburger

Gala sin Navidad en el Real, aunque con un estupendo tenor español

Xabier Anduaga triunfó en el acto musical que el teatro madrileño ofrece como evento navideño, con un programa de canciones, arias de ópera y romanzas de zarzuela

Anduaga y su pianista, al final de la velada

Anduaga y su pianista, al final de la velada

Quienes aguardaran escuchar, en el Teatro Real, un concierto como el que esta misma semana ha ofrecido el célebre tenor francés Roberto Alagna en la Catedral de Notre Dame de Reims, con música sacra, propia de estos días, y al final, sí, algunas canciones populares (la nostálgica Avec le temps, por ejemplo), seguramente se llevarían un chasco.

Solo al principio, al descubrir el programa. Porque si bien la Gala de Navidad del coliseo madrileño únicamente ha tenido de esta época el enorme árbol dorado del foyer, a modo decorativo, el público asistente gozó sin reservas con la presencia del tenor español al que Peter Gelb, el mánager del Met de Nueva York, ha bautizado ya como «un posible» sucesor del gran Luciano Pavarotti.

A decir verdad, esta celebración sí tuvo algo de dickensiana gracias a la presencia del cuestionado ministro de Transportes: pudo echarse en falta el espíritu navideño en el Real, pero al menos había acudido hasta allí, en persona, el Mr. Scrooge del gobierno socialista.

Al joven cantante donostiarra no le hacen ningún favor comparándolo con Pavarotti, ni con Carreras (al que recuerda un poco en sus mejores tiempos, cuando adopta esa pose sufriente, como de ídolo quebradizo), porque son modelos inalcanzables por ahora, y además posee su propia personalidad, sin necesidad de someterse a comparaciones odiosas.

Exhibe a raudales un timbre grato, un fraseo incisivo cuando la voz se libera de envaramientos, un caudal generoso y el agudo firme, el auténtico gol de los tenores, que él prodiga con la insultante facilidad con la que Mbappé suele alojar el balón en el fondo de la red de las porterías rivales.

El ídolo de la afición madrileña

En Madrid, falta de ídolos canteranos por la desidia de quienes toman estas decisiones, al artista vasco se le comienza a percibir como una figura casi local, aunque durante esta temporada no aparezca en ninguna de las óperas programadas pese a su presencia cada vez más relevante en varios de los primeros escenarios internacionales (tiene pendiente triunfar en el templo de a Scala o el debut estival en Salzburgo).

Por eso sus actuaciones se acogen ya con auténtico fervor de temprana estrella, ese que olfatea el triunfo casi desde antes que dé comienzo la faena.

Conozco al tenor de lejos, desde que un día el querido Alberto Zedda me ordenó acudir temprano a su curso, porque ese día iba a aparecer un chico español con el que deseaba preparar el papel del príncipe Ramiro en La Cenicienta de Rossini.

Ya entonces, en su temprana veintena, se percibía el éxito al alcance de su mano como solo ocurre con esa insolencia en días señalados. Luego, algo tuve que ver con su debut español en I Puritani, la ópera de Bellini cuyos destellos se encuentran en la canción con la que abrió el programa, La ricordanza, donde expuso sus credenciales de notable belcantista mediante el inteligente usos de cautivadoras medias voces.

En las primeras obras, con las ligeras piezas de orfebrería de Tosti, un elegante compositor para «señoritas bien» de su tiempo, dio muestras de finura, recogiendo el sonido aquí y allá, regulando en busca del matiz expresivo que seduce sin necesidad de exhibir músculo, acreditando las virtudes de apreciable estilista del canto: en ocasiones ,«el arte no pretende sabios, tan solo quiere artistas con sensibilidad y dulzura», como proclamaba el magnífico tenor español Emilio Vendrell en su prontuario sobre el canto.

Luego ya llegaría el Anduaga más expansivo, plenamente operístico, echando mano de esa voz que nunca ha sido la de un lírico-ligero canónico, sino casi de un lírico, al menos por amplitud, hechuras y pegada, desde el inicio.

A la gente le encanta reencontrarse siempre con La donna é mobile, que Verdi escondió hasta el final para que los gondoleros no se la fusilaran antes del estreno.

Pero sin desmerecer de su exhibición en la canzonetta, lo mejor de esta primera parte fue su Edgardo, todavía lejos de lo que Kraus lograba en esta página final de Lucia di Lamermoor, aunque muy adecuada para lucir sus privilegiados medios: si quiere entrar en la historia, aún debe pulir mucho más el fraseo con mayores dosis de fantasía y, ya puestos, terminar de mejorar la dicción en italiano, procurando penetrar en el significado más íntimo de cada palabra. A eso aspiran los verdaderamente grandes.

En la segunda parte, Anduaga volvió a ser acogido, desde el comienzo, con grandes muestras de aprobación, aunque el entusiasmo se desató mayormente con la parte española. Estaba visto que la gente quería fiesta, y por eso su delicada entrega en las canciones francesas pasó algo desapercibida para quienes solo se conmueven con los fuegos artificiales.

Antes de las sutilezas de Reynaldo Han, Anduaga se midió con los sonetos de Petrarca en las versiones de Listz para voz y piano (las de piano solo son siempre preferibles). Aún no las tiene dominadas del todo: le sobra voz, ímpetu, extrovertido enfoque operístico…

Y algún detalle feo, como el innecesario portamento al final casi de la primera canción: él domina el canto legato, no precisa de estos trucos.

En todo momento, el tenor contó con un colaborador de primera línea en el pianista escogido, Maciej Pikulski, sembrado en los acompañamientos: pulcro y sensible, también, en las piezas solitarias de Listz: en la paráfrasis de Rigoletto uno puede echar en falta a Jorge Bolet, o al gran cubano Prats, capaz de incendiar el instrumento, pero aquí no se trataba de eso, sino de ofrecer unas gotas de bien decantado virtuosismo.

El delirio se desató con la parte destinada a la zarzuela: la conexión con lo más íntimo y cercano, la proximidad del idioma, la historia, el calor que Anduaga derrochó a raudales, quizá hasta los recuerdos… quién sabe… todo colaboró en la explosión alborozada tras las páginas de Guerrero (Flor roja), su paisano Sorozábal (la inevitable «No puede ser») y el vibrante Adiós Granada de la última propina. «El artista inspirado se impone por el sentimiento», también aseguraba Vendrell.

Faltó una despedida navideña

Ahí sobró, quizá, Júrame, un regalo para ellas, con el tenor en plan seductor paseándose, gustándose. Debió haber sido reemplazada por un villancico, un pequeño, sí, aunque significativo guiño a la Navidad, que parecía prohibida en el Real como por decreto quizá por no incordiar a los jerarcas.

Cuando algunos pensaban que Anduaga regresaría una tercera vez para ofrecer como despedida, a lo mejor, Noche de paz, o alguna canción vasca de estas fechas, por el centro del escenario salieron dos señores mal iluminados para mover el piano sin contemplaciones. Una cosa muy zafia. Qué prisas… El teatro ofrecía una cena para algunos invitados y no era cuestión seguramente de hacerles esperar más.

¿Servirían, al menos a los postres, turrones de los de verdad, nada con chocolate de Dubai? Quizá Mr. Scrooge se animase entonces, al final, a cantar él mismo en la terraza que da al Palacio Real, donde suelen culminar estos festejos, una versión cañí de La virgen lava pañales, sin morder a nadie.

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