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20 de abril de 2024

En el estreno de 'Nabucco', de Giuseppe Verdi, en el Teatro Real, el Coro Titular del Teatro Real ha ofrecido un bis de ‘Va pensiero’

En el estreno de 'Nabucco', de Giuseppe Verdi, en el Teatro Real, el Coro Titular del Teatro Real ha ofrecido un bis de ‘Va pensiero’Teatro Real

El coro del Real se erige en el gran triunfador de 'Nabucco'

El público del estreno, en el teatro madrileño, obligó a bisar el célebre Va pensiero mediante todo tipo de estruendosas aclamaciones

La capacidad de Giuseppe Verdi de apelar directamente a los sentimientos y las emociones de la gente, de llegar al corazón mismo de las personas, volvió a ponerse de manifiesto anoche con el regreso de uno de sus mayores éxitos tempranos, ese Nabucco en el que ya están, perfectamente esbozadas, las que habrían de ser las líneas maestras de su arte, a la programación de un Real que prácticamente la había relegado al olvido desde su reapertura como si por algún motivo oculto se desdeñara su inapelable popularidad.
La representación había transcurrido hasta entonces dentro de los cauces de la corrección interpretativa, con algunas intervenciones destacadas de los entregados protagonistas, una orquesta galvanizada desde el foso con ímpetu por el siempre eficaz Luisotti en este repertorio que conoce y domina a fondo y un coro que quizá no tuvo su mejor momento en la entrada de ese que debe sonar ya en ese inicio como un grito desesperado marcando el tono de lo que queda por venir, pero al que le aguardaban muchas alegrías.
El público, al que habitualmente se tiene por frío y encorsetado, del estreno parecía estar disfrutando de lo lindo la función, más por lo que escuchaba que por lo que veía (como luego se pondría de manifiesto en la sonora bronca –un must en estos tiempos–, prácticamente unánime, al equipo escénico en su aparición durante los saludos finales) aplaudiendo casi cada una de las intervenciones más conocidas de los cantantes a escena abierta.
Pero nada comparable con lo que aconteció tras la interpretación de ese auténtico show-stopper que es el Va pensiero, himno oficioso del pueblo italiano, esa sencilla melodía que desde el mismo día del estreno se convirtió en uno de los grandes hits de la historia de la ópera, el coro transformado en acertada encarnación de todo un pueblo que expresa su dolor por la libertad arrebatada y la añoranza de la patria perdida (algo que en las manos equivocadas, los nacionalismos, puede llegar a adquirir un significado nefasto, contrario a su espíritu original).
La algarabía que se formó entonces en el patio de butacas, con todo tipo de expresiones: silbidos de aprobación, algún pataleo, aisladas peticiones de bis que se fueron haciendo más evidentes conforme el entusiasmo colectivo adquiría la expresión de un crescendo rossiniano, recordaba a aquel otro jaleo monumental que se montó en el patio de butacas del San Carlo napolitano en una representación de posguerra con la Callas como inolvidable Abigaille, en cuya grabación se puede escuchar nítidamente el desgarrador «¡Viva Italia!» de un espontáneo que enciende la mecha de una catarsis cívica como solo puede vivirse, con ese punto de emoción, en un teatro: "Es la música, ¡estúpidos!”. Nada hay comparable en su efecto directo sobre la frágil coraza de los sentimientos humanos, y eso Verdi lo dominaba como nadie.
Al delirio casi hooliganista se sumó el propio Luisotti, enardeciendo al público desde el foso con sus claros gestos de aprobación antes de conceder el inevitable bis del coro del Real, magníficamente preparado por Andrés Maspero, hasta repetir ese pianissimo conclusivo, sostenido hasta el límite, que ayer volvió a sobrecogernos. Se mezclaban tantas cosas… La principal: el poder evocador de esa música que, como hiciera antes Beethoven en su maravilloso Fidelio, apela urgentemente a la rebelión a través de los sentimientos más nobles mostrando su oposición a todo poder tiránico traía ecos de la barbarie de Ucrania (imposible no pensar en sus refugiados como trasunto del cautiverio de los hebreos, también expulsados de su patria, y que Verdi toma como tema central para denunciar lo que ocurría en su momento en su país, esa Italia desmembrada y sometida a potencias extranjeras).
Pero también podía pensarse en un homenaje al coro del la institución, un pilar fundamental de cualquier teatro, que ha hecho un trabajo soberbio durante toda la temporada, y que recibiendo la mayor de las ovaciones escuchadas en la presente, ponía de manifiesto el cariño y la admiración de los abonados hacia este colectivo, tantas veces maltratado. Y no solo en sus condiciones laborales. Los coros son hoy los principales destinatarios involuntarios de la estulticia de tanto director de escena que, bajo la premisa actual de que hay que hacerles moverse como sea, en todo momento y situación, se inventan a menudo ridículas coreografías que en nada vienen a cuento con el espíritu de las obras, convirtiéndolas en meros shows de Broadway o trasnochadas escenas de la peor televisión, esas galas de una terrible vulgaridad que Fellini denunciaba mordazmente en Ginger y Fred.
Algo de eso hubo también en este Nabucco a cargo del director Andreas Homoki, que echa mano de todos esos tópicos que ya van quedando incluso algo obsoletos: el recurso cinematográfico al flashback en la obertura ya lo puso de moda Piero Faggioni en los 70 con su celebrada Carmen, y lo ha perfeccionado como nadie Livermoore en nuestros días. A veces puede estar bien, si tiene sentido. Y esa manía, ya mencionada, de convertir a los miembros del coro en mimos, acróbatas y miembros del cuerpo de baile, en ocasiones todos a la vez, resulta agotadora. En una de esas muestras de habilidad motriz, el coro del Real y los protagonistas parecían competir en un alarde espasmódico que incluso hizo escapar unas risas en escena al propio protagonista, Luca Salsi (Nabucco), en un momento de la acción que se supone de extrema gravedad.
Súmese a todo ello el recurso de sustituir espadones por pistolas y la presencia de esas niñas que parecen incidir en la idea de que Fenena y Abigaille son hermanas, como si no estuviera ya suficientemente claro en el libreto desde el principio, sin necesidad de subrayarlo más tenga o no sentido: seguro que en su rivalidad presente hay deudas del pasado, quizá la competencia por el amor del padre viudo, aunque aquí no se invoque directamente a Freud y a Verdi todas estas implicaciones se la trajeran más bien al pairo: el desarrollo psicológico de sus personajes tendrá que esperar algo más, aunque aquí ya tenemos a un Macbeth y lady Macbeth esbozados (Nabucco y Abigaille), centrándose en el fresco político, cuyas derivaciones tanto le interesaban: el enfrentamiento Iglesia-Estado, la denuncia del poder absoluto, la delicada convivencia entre las esferas pública y privada de los grandes hombres….
Quien vaya hoy a la ópera esperando encontrarse con Bastianini y la Cerquetti tiene un problema, porque ni siquiera estamos ya en los tiempos de Nucci y Guleghina. «Tutto declina», como expresaba sir John. Lo cual no quiere decir que no se puedan encontrar ahora intérpretes honestos, capaces de hacerle justicia a los grandes autores. Claro que los hay… El citado Nucci, barriendo para casa, ha dicho que Salsi es el único barítono entre los actuales capaz de erigirse en el gran defensor de los roles verdianos de su tiempo. Hay al menos dos barítonos españoles (tenemos hasta un tercero, pero casi no quiere cantar) capaces de disputarle ese cetro. Pero es cierto que Salsi canta con gusto, dice con claridad y se entrega siempre. En su esmerado Dio di giuda dio buena muestra de su clase, aunque en la cabaletta posterior se echó en falta mayor vigor y desahogo (el entonces septuagenario Nucci no ha sido superado desde entonces en estas lides).
Anna Pirozzi, aclamada por el público hasta provocarle el llanto en los saludos, fue una Abigaille a la que su indudable musicalidad y belleza tímbrica le restó un ápice de esa fiereza que el personaje reclama, es preciso sacrificar algo de pulcritud en aras de algunos acentos más ásperos que casen con la villanía del personaje, como luego Verdi le exigiría a su lady Macbeth. Si tuviéramos que recurrir al pasado, la Pirozzi estaría en la línea inmaculada de una Antonietta Stella, siempre formidable, pero sin la tensión, el carisma, la personalidad arrolladora, el fuego de una Callas.
Muy querido en Madrid, el tenor Michael Fabiano, un lujo en cualquier caso para Ismaele, pareció aquí como si este personaje episódico, sin aria de exhibición, le pareciera poco, y decidiera añadirle por su cuenta unos cuantos decibelios de su cosecha en una interpretación de tintes por momentos veristas como si quisiera convertirlo en un temprano Cavaradossi.
Se dice, y es verdad, que escasean los grandes bajos; tampoco hubo tantos en otras épocas, pero también ahora, si se buscan, alguno aparece. Dmitry Belosselskiy carece de la nobleza que hay que insuflarle a Zaccaria, y la voz ha perdido cuerpo con un grave mate y un agudo que no aparece por ningún lado. Otro lujo es la Fenena de Silvia Tro, cantante siempre musical y expresiva, de acentos belcantistas que convienen a la más dulce de las hermanas. Maribel Ortega puede hacer muchas mejores cosas que verse reducida a cantar Anna y Fabián Lara tiene materia prima para aspirar a más.
Sobre Luisotti, lo dicho. Si uno no puede contar con Riccardo Muti, que es el Sumo Pontífice en este repertorio, este director resulta siempre eficaz, y el público madrileño lo adora. No es un director que se explaye en refinamientos, que los hay también en Nabucco, pero sabe transmitirle a la orquesta, una inspirada Sinfónica de Madrid, algo de ese ardor guerrero, la tensión que traslucen estas óperas tempranas del siempre genial Verdi. Y además sabe concertar y acompañar a los cantantes, algo que casi todos los directores jóvenes ignoran hoy, obviando el imprescindible trabajo previo en la sala, con el piano.
En definitiva, una feliz noche de ópera gracias sobre todo al espontáneo tributo que se le rindió al coro por parte de un público que se mostró más complacido que en otras noches de estreno. Solo tuvo reparos para el equipo escénico, al que protestó sin piedad al final. Ese instante es ya un clásico, mientras más sonoros suenan los abucheos más cara de felicidad se les pone a los responsables de la dramaturgia. Es como si dijeran, «pobres palurdos, no han entendido nada…». O también, «hemos vuelto a hacerlo, ¡así que volverán a contar con nosotros!». En cualquier caso, ahora y siempre, ¡viva Verdi!
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