El Día de la Hispanidad se viste de una de las señas de identidad de nuestro país: el flamenco. Hay quien en este día habrá salido a ver el desfile, hay quien habrá optado por acudir a algunas de las citas musicales que pueblan las ciudades, especialmente en Madrid, y hay quien habrá tenido la suerte de ver a dos grandes figuras de la danza y la música españolas.
Como tantos otros museos, este día una de las joyas de la Corona (nunca mejor dicho) de las instituciones museísticas españolas celebraba un día de puertas abiertas, con acceso gratuito. La Galería de las Colecciones Reales permitía el acceso libre a su ingente colección, que contiene más de 150.000 piezas.
Y así, en la primera planta, la dedicada a los Austrias, una tarima esperaba, entre retratos de los Reyes Católicos y la misteriosa carroza negra de Mariana de Austria (única en el mundo), la llegada de los artistas.
Como si de un rescate se tratara, este diálogo entre cante, cuerpo, forma y baile se construye en consecuencia a la observación y reflexión del entorno en el que nos encontramos. «Una propuesta que profundiza en la revelación de la belleza de algo olvidado», se susurra al dar comienzo el espectáculo.
Fran Blanco ejecuta, con sintetizador y voz, el cante, mientras Lucía Campillo, de rojo con cola, baila descalza hasta caer rendida, «muerta». Él la incorpora, la desviste para descubrir una sutil combinación de encaje y le calza unos tacones rojos. Campillo vuelve a la vida, taconea, con furia medida baila mientras Blanco canta: «Tu nombre escribí en mi mano / y al cielo se lo di / pa' que la luna supiera / el nombre de quien yo amo».
El baile se va volviendo duro, desesperado, mientras Fran Blanco acompaña con palmas en un juego de tiempos acompasados, hasta que Lucía Campillo se rinde, de nuevo: él le ata la cola roja a la cintura y acaba el espectáculo, entre aplausos.
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