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César Wonenburger
César Wonenburger

«La del manojo de rosas» o la idea de una identidad común española

Las triunfales nuevas funciones de la clásica producción de la obra maestra de Pablo Sorozábal, acogidas con renovado entusiasmo, demuestran que el teatro lírico español sigue con vida

Actualizada 04:30

Ensayo de 'La del manojo de rosas'

Ensayo de 'La del manojo de rosas'Teatro de La Zarzuela

La zarzuela no ha muerto. Como tampoco ha desaparecido la sinfonía. Otras cosa es que las novedosas composiciones que de uno y otro género se ofrezcan hoy como tales quizá no prendan, entre sus ideales destinatarios, con la misma fuerza que antaño. Hay muchas razones para que suceda así: en demasiadas ocasiones el compositor de hoy se desentiende de una de las máximas de algunos de sus colegas pretéritos, hay que prestarle un oído a la obra y otro al público. ¿El revolucionario Wagner creaba solo para él? Su viuda, Cósima, solía aconsejarles a los jóvenes compositores que acudían a Bayreuth en busca de pistas: «Y nunca os olvidéis de la importancia de los finales de acto…» En algún momento había que volver a conectar con el oyente, abrumado quizá por los largos parlamentos de Wotan con sus féminas, recuperar la tensión, zarandearlo incluso.

El interés del público se mantiene intacto para las grandes obras

La prueba inequívoca de que tanto la zarzuela como la sinfonía se aprecian aún ahora se encuentra en el interés de la gente por continuar acudiendo, una y otra vez, siempre que se programan las grandes obras de Chapí, Barbieri o Moreno Torroba. De la misma manera ocurre cuando aparecen anunciadas las propuestas de los grandes ciclos musicales. Al observar que la orquesta tal volverá a interpretar la Segunda sinfonía de Mahler o la Tercera de Brahms sí, puede haber quien de inmediato esboce una mueca de fastidio (¡otra vez!), pero igualmente aparecen los que desean adentrarse en los territorios, no ya por hollados menos apetecibles, de sonoridades surgidas siempre de un misterio profundo, su capacidad intacta para volver a cautivar con detalles inesperados.

Esa es la auténtica riqueza de la interpretación musical, que jamás se agota en sí misma al renovar sus secretos poderes en cada nueva audición, hasta devolverle la vida. Y de este modo, algunos de quienes ya habíamos disfrutado de esta luminosa producción de «La del manojo de rosas» hemos vuelto ahora al Teatro de la Zarzuela, como otros que quizá la hayan descubierto felizmente estos días, para reverenciar el genio de un compositor vasco que, de haber nacido en otro país, seguramente sería tan famoso como Gershwin, al menos.

Una vida dedicada a la escena lírica y una obra maestra de 90 años

Pablo Sorozábal, tras una vida dedicada a aportarle lo mejor de su talento a la escena lírica española, terminó sus días solo, triste y amargado, como relatan sus memorias, porque le regatearon los medios requeridos para el estreno de su última obra, la ópera «Juan José», que él mismo, con su enfado, retiró durante los ensayos en el coliseo de la calle de Jovellanos. En ese justo lugar, a noventa años de su primera representación (entonces en otro teatro madrileño, el Fuencarral), ha regresado estos días su creación más popular, «La del manojo», para cosechar otra renovada tanda de éxitos, con todas las butacas vendidas, aplausos para cada número, alguna lágrima, muchas risas y ovaciones finales de las que suelen reservarse para las ocasiones especiales.

¿Está liquidada la zarzuela? Ni mucho menos, otra cosa es que las autoridades competentes no sepan encontrar entre las obras que les llegan, y las que aguardan entre la frustración de algunos de los buenos compositores que aún tenemos en este país, esas que pudieran contribuir a continuar la imprescindible siembra.

He recordado un par de cosas al acudir a este «Manojo». Me vino a la cabeza aquel pasodoble que bailan la niña y su padre durante la primera comunión de la pequeña en la memorable El Sur, la película de Víctor Erice. Aquella música tendía un puente mágico entre dos generaciones. Hoy, seguramente en celebraciones semejantes se escuche reguetón o lo que se tercie, pero en algunas verbenas de pueblo aún se interpreta, a veces, Paquito el chocolatero, que evidentemente no tiene el garbo ni el encanto del que Sorozábal compuso para su zarzuela, pero sirve lo mismo para certificar que existe eso que Peña Goñi denominaba «el alma del pueblo».

Aún cuando, por edad, alguien pudiera no sentirse del todo concernido por esa «musiquilla» de «Hace tiempo que vengo al taller», al escucharla, aunque fuese por primera vez, podría llegar a sentir en parte la conmoción y el deleite, el reconocimiento de algo quizá remoto, pero intuido como común, cuyo eco resuena a la vez íntimo y familiar.

Representación de 'La del manojo de rosas' en el teatro de La Zarzuela

Representación de 'La del manojo de rosas' en el teatro de La ZarzuelaTeatro de La Zarzuela

Un género muy vivo, aún cuando la confusión reinaba en todas partes

La otra idea prendida en la memoria tiene que ver con la lectura del mencionado discurso de Peña Goñi, para su ingreso en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, en 1892. Afirmaba el crítico de «El Imparcial» que el público había salvado a la zarzuela de sus vicisitudes en las grandes crisis, y que el género se mantenía en pie «cuando la confusión reina en todas partes».

En medio del caos de nuestra azarosa existencia, cuando el sainete se halla más a sus anchas en el ámbito de esas instituciones concebidas para el buen gobierno de los ciudadanos que en las tablas donde acaba de representarse, esta música sin asomo de ampulosidad ni pretensiones, «con sus cantares, su júbilo, su expansión (…) que vive en la plaza pública y no en el ateneo, y ostenta como cualidades nativas la claridad, la sencillez, el gusto y la proporción», mantiene intacta toda su fascinación. Así lo certifica el éxito de estas últimas semanas.

A partir de una fórmula que había tenido tanto éxito como el sainete lírico (con el modelo de La Revoltosa en mente, del que toma prestado el título a partir de su célebre dúo), Sorozábal ensancha ligeramente los bordes, incorporando más números (dúos, romanzas, escenas de conjunto) y asimilando al mismo tiempo las corrientes en boga que provenían del otro lado del Atlántico: del musical norteamericano toma prestado el fox trot, con sus novedosos aires danzantes, para que conviva con la farruca, la habanera y el chotis. Como apreciaba Peña Goñi, en su época, los zarzuelistas supieron incorporar los «adelantos modernos» apropiándoselos «en discreta proporción»: «Cambia y no se altera, se ha transformado sin desnaturalizarse».

Representación de 'La del manojo de rosas' en el teatro de La Zarzuela

Representación de La del manojo de rosas en el teatro de La ZarzuelaTeatro de La Zarzuela

Sagi se sirve de un texto de absoluta modernidad, mostrándolo claro

Emilio Sagi, uno de nuestros grandes hombres de teatro, aplicó su sólido conocimiento del género (mamado casi desde la cuna a través de su familia de artistas) para realizar una producción modélica, que aún sigue impactando al público como aquellas puestas en escena de los títulos canónicos de la ópera que Franco Zeffirelli realizó para el Met: más de veinte años después del estreno de su versión de La Bohème, las nuevas audiencias aún aplaudían cuando se alzaba el telón viendo aquella réplica de un barrio parisino a la que poco tiene que envidiarle la milimétrica recreación escenográfica de un trozo de calle castiza, del Madrid burgués, con su tienda de flores, el café y el taller.

A partir de ahí, sirviéndose además de un impecable trabajo de iluminación y de un vestuario suntuoso, el director asturiano anima aún más ese pedazo de vida nutriéndolo con acciones paralelas de un modo magistral (que debieran imitar tantos colegas absurdamente empeñados en que ocurran un sinfín de cosas todo el tiempo), sin llegar a perjudicar nunca la exposición y el desarrollo de las tramas fundamentales, sirviéndose de la música para explorar y hacer creíble un texto de una extraordinaria modernidad.

El libreto de Francisco Ramos de Castro y Anselmo Cuadrado, con ligeras modificaciones del director (que suaviza el casticismo del original en una decisión objetable, pero sin dañar al conjunto, ni proponer disparates de su propia cosecha), apunta, sobre todo a través de las protagonistas, Ascensión y Clarita, hacia un feminismo que en modo alguno propone, como tantas veces el más radical de ahora mismo, una lucha sin tregua entre mujeres y hombres. La pretendida igualdad no se presenta en esta pieza como una cuestión de vencedores y vencidos, sino como la lógica consecuencia de la libertad conquistada con razones, que se abre paso mediante el diálogo y la inteligencia para compartir sus logros.

Algunos intérpretes han tenido tiempo de cambiar de personaje

Desde que esta bien viajada, y mejor valorada, producción se estrenó en las tablas de La Zarzuela, se ha repuesto en varias ocasiones, siempre con éxito parecido. Ha dado tiempo incluso a que algunos de sus primeros protagonistas pasen a ocupar otros roles menores, como le sucede a la impagable Milagros Martín, otrora lujosa Ascensión hoy reconvertida en la suegra, doña Mariana, para enriquecer el papel mediante su oficio y experiencia.

El elenco escogido ahora puede que no alcance, en su conjunto, las excelencias que le aportaban en otros momentos la posibilidad de contar con un Carlos Álvarez todavía en plenitud, que se adueñó desde el primer momento de Joaquín para ofrecer una auténtica recreación (solo Plácido Domingo ha cantado mejor que el barítono malagueño la célebre, «Madrileña bonita»). Y nos hubiera encantado volver a tener ahora en el foso al recientemente desaparecido maestro Miguel Ángel Gómez Martínez, al que el teatro (algo cicatero en el homenaje) le ha dedicado estas funciones.

A cambio se ha contratado estos días a la directora mexicana Alondra de la Parra, menos refinada, pero bien dispuesta: se le ve que aprecia esta música (en «México se piensa mucho en tí», que decía Lara en otros tiempos menos crispados), aunque a veces el entusiasmo se le desborde un poco, y momentos como el del Pasadoble, antes del segundo acto, resulten algo desprovistos de auténtico garbo. La orquesta, que tampoco es un modelo de clase y elegancia, se mostró más sólida y compacta que en otras ocasiones.

La soprano Vanessa Goikoetxea, gran triunfadora de estas funciones

Todo el reparto se compenetra y, muy bien dirigido en lo escénico, ofreció una labor de conjunto más que notable. Con sus limitados medios de barítono lírico, Manel Esteve compone un Joaquín arrojado en los momentos que demandan mayor pasión, aunque a la voz le falte algo de cuerpo y acentos más rotundos. Gran triunfadora de estas funciones resultó la soprano Vanessa Goikoetxea, en un momento de espléndida madurez, para redondear una Ascensión pletórica, magníficamente dibujada a partir de una expresividad de hondo calado, que brilla tanto en esos instantes que exigen plegarse a un mayor lirismo como en aquellos otros en que hace falta echar el resto.

Fantásticos la citada Martín y el veterano Enrique Baquerizo y a muy buen nivel el resto, con un espléndido Ángel Ruiz como Espasa, un aseado Gerardo López y una pizpireta, ideal como actriz y más que digna en su desempeño vocal, Nuria García Arrés. Con noches como esta, la zarzuela tiene más que garantizada su existencia por los siglos; al menos, mientras aún persista la identificación con unos rasgos comunes del ser español, más evidentes a través la música que en otras manifestaciones.

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