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El logotipo de TikTok

El logotipo de TikTokAFP

TikTok e Instagram se convierten en el gran centro comercial para los jóvenes

La forma de consumir de la Generación Z no solo se basa en adquirir productos, sino en construir identidades. Porque los Zeta no compran para acumular, sino para contarse

Algunos prenderían fuego a los estereotipos porque, lejos de ayudar a comprender a un colectivo, a menudo refuerzan la distancia entre distintos. Los clichés generacionales no escapan de ese papel, aunque también cumplen una función útil: explican, de forma imperfecta pero reveladora, el contexto económico y social de cada época.

Mientras los baby boomers son etiquetados de alérgicos a la tecnología, alrededor de la Generación Z —los nacidos entre mediados de los 90 y principios de los 2010— planea la imagen de unos jóvenes incapaces de comunicarse cara a cara. Los escenarios han cambiado tanto que los Zeta ya no bailan en otro entorno que no sea digital y, en consecuencia, la lógica de sus adquisiciones sigue otra melodía: ellos compran lo que refuerza su identidad –aunque no responda a una necesidad funcional– y eligen lo que antes llega, incluso cuando esto supone renunciar a la seguridad de la garantía.

Los nativos digitales consumen para «sentirse bien», pero no de forma impulsiva y sin criterio: son racionales con lógica emocional. Así lo constata el I Informe del Observatorio de la Generación Z, elaborado por la Universidad Europea de Madrid y la consultora de comunicación Prodigioso Volcán, que analiza los hábitos de consumo de este grupo –y derriba algún que otro estereotipo–.

Prescripción informal frente a estética aspiracional

El proceso de decisión se inicia sin intención de compra previa porque un algoritmo afinado y la exposición visual constante son, actualmente, los verdaderos motores del capitalismo. Los zetas no buscan productos, sino que estos les aparecen entre scrolls en TikTok e Instagram. Ambas redes sociales se posicionan como los escaparates estrella. En concreto, el informe señala que el 81,2 % de los zeta consulta estas plataformas antes de realizar una compra.

Hablamos de un nuevo paradigma en el que TikTok no es solo entretenimiento, sino un generador de deseo en estado puro. Su capacidad para activar impulsos de compra mediante vídeos breves, espontáneos y personales lo convierte en el principal detonante del consumo digital. Descubrir se impone a buscar: no se compra lo que se necesita, sino lo que sorprende y encaja con la identidad visual del usuario.

Instagram, por su parte, actúa como verificador de confianza. Una vez despertado el interés, los nativos digitales acuden a esta red para evaluar la reputación de la marca en función del cuidado de su contenido. La estética y la presencia online se convierten en proxy de calidad y fiabilidad. De esta manera, un feed descuidado o un bajo nivel de actividad pueden bastar para descartar una opción –y optar por la siguiente que la red asiática tenga preparada–.

Por supuesto, también se exige no ser intrusivos. En esta línea, Francisco José Pradana, investigador del Observatorio y director de postgrado en la universidad, apunta: «TikTok es muy efectivo por su capacidad para mostrar productos en situaciones cotidianas muy realistas. Los jóvenes se sienten identificados con estos contenidos, ven el producto en uso de una manera que les parece auténtica y menos publicitaria. Esta cercanía y la sensación de estar viendo algo real o la experiencia de un igual es lo que activa su interés».

Comprar, la respuesta a una emoción

También conocidos como centennials o zoomers, los miembros de la Generación Z no solo han roto con los hábitos de sus mayores, sino que han redefinido el significado mismo de consumir. Comprar es hoy una forma de gestionar el estado de ánimo. El 61,8 % de los encuestados declara que adquiere productos por satisfacción personal, ya sea para darse un capricho, celebrar algo o simplemente sentirse mejor: una forma de autocuidado o validación emocional que les proporciona placer inmediato.

Sin embargo, esta motivación emocional no implica ausencia de criterio. La decisión final pasa por filtros estrictamente racionales: el dúo calidad-precio (59,2 %) y la experiencia de uso previa (51,8 %) se imponen como elementos clave. Incluso los impulsos están sujetos a una lógica de coste-beneficio.

Este equilibrio entre emoción y razón configura una suerte de «Excel mental»: promociones y devoluciones se transforman en argumentos que permiten seguir comprando sin culpa. En este sentido, resulta paradigmático el fenómeno consumista que recoge el Observatorio: el conocido como girl maths, por el que un producto rebajado no solo cuesta menos, sino que genera una sensación de ganancia emocional. Incluso, el propio dinero ahorrado justifica la compra.

Al precio bajo y las ofertas atractivas se le suma el aburrimiento como detonante de compras impulsivas. Los tiempos muertos por las redes configuran un estado propio a cortocircuitar el proceso racional. No obstante, el informe refleja que este tipo de consumo no suele generar arrepentimiento. Más del 75 % de los jóvenes declara sentirse satisfecho con su última compra, lo que sugiere que, aun cuando la emoción gana terreno, la percepción de acierto se mantiene alta.

La fidelidad Z existe

La Generación Z ha sido etiquetada como un segmento «infiel» a las marcas, proclive a saltar de una a otra en busca de la última tendencia o del precio más bajo. El estudio desmonta esta percepción: si algo funciona, se repite. Y no por apego emocional o compromiso simbólico, sino por pura eficiencia en un mercado saturado de opciones, ofertas cruzadas y mensajes publicitarios.

El 51,8 % de los jóvenes consultados sitúa la experiencia de uso previa como uno de los factores más influyentes en su decisión de compra y un 36,7 % reconoció haber comprado su último producto precisamente porque ya lo conocía y le había funcionado. Esta recurrencia no es fidelidad en el sentido clásico, sino lo que el Observatorio denomina «fidelidad pragmática»: una estrategia racional de minimización del riesgo, ahorro de tiempo y garantía de satisfacción. No hay, por tanto, una conexión emocional con los valores abstractos de marca ni un culto al logotipo, sino una búsqueda de fiabilidad.

Así, el comportamiento Z obliga a las marcas a equilibrar el destino de sus esfuerzos. Por un lado, deben construir vínculos emocionales –pero no a través de campañas cargadas de propósito superficial–. Por otro, invertir en tangibles: en calidad, usabilidad y experiencia de cliente, que son los pilares que sostienen esta lealtad sin promesas, pero con recompensas.

Sostenibilidad económica antes que medioambiental

Puede deberse al contexto económico actual o a una priorización práctica, pero lo cierto es que la sostenibilidad no figura entre los criterios determinantes de compra para los zoomers. Tal y como explica la investigadora principal del Observatorio, María Luisa Fanjul: «El estudio expone una disonancia entre la conciencia declarada sobre la sostenibilidad y la acción de compra real. Sí existe una preocupación por temas éticos, pero esta no se traduce en un factor decisivo si implica un sobrecoste». Más que cinismo, Fanjul habla de pragmatismo generacional: «los valores son importantes, pero la viabilidad económica personal prima en la decisión final».

No obstante, el informe revela una excepción; los productos cruelty-free (libres de crueldad animal). Estos sí generan mayor sensibilidad, «sugiriendo que conectan con valores más específicos o tangibles para ellos, siempre que no supongan un gran desembolso extra».

El director de Investigación de la Facultad de Ciencias Económicas, Empresariales y de la Comunicación de la misma universidad, José Jesús Vargas, añade: «a nivel social, vemos una mayor vinculación entre identidad personal y consumo, lo que puede generar presiones añadidas. La constante exposición a tendencias y la facilidad de compra impulsiva pueden fomentar patrones de consumo menos sostenibles o reflexivos, a pesar de la conciencia ética declarada».

Dime qué consume y te diré quién es

La forma de consumir de la Generación Z no solo se basa en adquirir productos, sino en construir identidades. Porque los Zeta no compran para acumular, sino para contarse: sus elecciones —cómo se visten, cómo se divierten, cómo se cuidan y, en definitiva, cómo se proyectan al mundo— actúan como códigos culturales y convierten el consumo en un lenguaje generacional.

No es casualidad que la categoría de productos más elegida sea la moda y el textil, preferida por el 60,2 % de los jóvenes encuestados en sus hábitos generales y por el 58,6 % en su última compra, según datos del Observatorio. Le siguen el ocio y la belleza, dos esferas íntimamente ligadas también a la autoimagen, al placer y a la proyección social.

En una generación que creció expuesta, el consumo se ha convertido en el lenguaje más efectivo para narrarse: cada producto que añaden a su carrito es una herramienta de construcción identitaria. El consumo es el espejo donde se miran y desde el que buscan conectar. Entender estas nuevas dinámicas —más visuales que verbales, más simbólicas que racionales— es imprescindible para cualquier marca que quiera hablarles de verdad.

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