La izquierda desorientada
La nueva izquierda, impregnada de pensamiento woke y obsesionada con la defensa de los derechos de las minorías, ha hecho de la atención a la diversidad del alumnado su seña de identidad más característica
No hace mucho denunciaba Félix Ovejero una «deriva reaccionaria» de la izquierda, que la está conduciendo a sostener posturas claramente contradictorias con su propia esencia. No se trata de ninguna exageración. Lo que llamamos izquierda nace de un sistema de valores que se articuló como opción política coherente durante la Revolución Francesa. Su propio nombre se acuñó entonces, cuando, el 28 de agosto de 1789, en el transcurso de los debates constitucionales, los diputados que votaron a favor del derecho de veto del monarca se situaron a la derecha del presidente de la cámara constituyente, mientras los que lo hicieron en contra se colocaron a la izquierda. Esta ubicación se mantuvo después en la Asamblea Nacional. A la derecha se sentaban los diputados del club des feuillants y los girondinos, que defendían los intereses de la gran burguesía; a la izquierda, los del club de los jacobinos, que representaba a la pequeña burguesía, y de los cordeliers, portavoz del pueblo llano de París. Así, el término izquierda pasó a designar a los partidos que hablaban en nombre de los grupos menos favorecidos, mientras derecha quedó asociado a los representantes de los grupos sociales acomodados.
Aunque la izquierda ha adoptado a lo largo de los dos últimos siglos nombres diversos y las divergencias ideológicas en su seno han sido muy notables, los valores nacidos de la Revolución le han seguido proporcionando unas inconfundibles señas de identidad. La libertad, la igualdad, la fraternidad y la unidad e indivisibilidad del Estado, hijas del racionalismo ilustrado del que también, a pesar de su reacción antiliberal, nacen el marxismo y el anarquismo, no han dejado nunca de conferirle su razón última de ser. Pero en nuestros días estos valores parecen diluirse como un azucarillo en las turbulentas aguas de las políticas identitarias. Al abrazar la retórica identitaria de las minorías oprimidas, las identidades fragmentadas y las naciones sin Estado, la izquierda olvida la lucha en favor de una sociedad en la que todos los individuos comiencen la carrera en las mismas condiciones y se obsesiona con crear una carrera a medida de cada cual.
Aunque el origen social sigue siendo el factor que mejor explica, por delante del género, la raza, la religión o la identidad nacional, el diferente nivel de bienestar de las personas, los trabajadores ya no parecen ser en nuestros días los destinatarios preferentes del relato de la izquierda, que ha desdibujado su tradicional mensaje emancipador y se ha olvidado de reivindicar los mismos derechos y, por ende, las mismas oportunidades para todos los seres humanos sin distinción alguna. Al amparar y defender, sin límites ni matices, las exigencias de los movimientos identitarios, la izquierda confunde el derecho a la diferencia, legítimo, con la diferencia de derechos, que no lo es ni pude serlo en una democracia liberal, y niega su propia esencia, pues olvida que la libertad, si es verdadera, debe ser igual para todos y si deja de ser así, los derechos mutan en privilegios y la igualdad cae herida de muerte.
Pero es en la educación donde la nueva izquierda parece haber perdido por completo el norte. La tradición progresista ha defendido siempre la educación pública y laica para todos como la mejor herramienta para asegurar la igualdad de oportunidades y, por ende, la emancipación de las clases populares. Desde este punto de vista, la identidad de resultados no puede asegurarse, pues depende de la capacidad y la constancia de cada individuo, pero al menos sí pueden laminarse las diferencias de partida para evitar que actúen como predictoras insoslayables del éxito o el fracaso social. Sin una educación universal, obligatoria, gratuita y de calidad, la riqueza y la pobreza se heredarían como la inteligencia y el color de ojos, y las diferencias de origen harían de la libertad y la igualdad ante la ley meras entelequias tras las que seguiría ocultándose el privilegio de unos pocos. Pero la nueva izquierda, impregnada de pensamiento woke, parece haberlo olvidado. Obsesionada con la defensa de los derechos de las minorías, ha hecho de la atención a la diversidad del alumnado su seña de identidad más característica.
Aunque este principio resulta insoslayable, pues la verdadera igualdad no es otra cosa que dar cosas diferentes a quienes tienen necesidades distintas, puede llegar a ser francamente contraproducente para los más desfavorecidos cuando empieza a entenderse como una cuestión de empatía hacia los sentimientos y las emociones de cada grupo, dando las desigualdades entre ellos por inamovibles y haciendo de la escuela un lugar para integrarlas, no para superarlas en beneficio de la instrucción común. Se termina así por renegar de la educación clásica, tan exigente con los humildes como con los acomodados, pero preñada de promesas ciertas de ascenso social para los capaces de coger con decisión el guante del esfuerzo, la constancia y la responsabilidad individual sobre el propio destino. Con todo ello, se universaliza la ignorancia, no el conocimiento, y solo los hijos de las clases pudientes, gracias a su acceso a los centros privados y los estudios en países extranjeros, cuentan con opciones de aspirar a los empleos mejor pagados y los puestos dirigentes de la sociedad. Y esta reproducirá así, ad infinitum, su estratificación ante la mirada impávida de una izquierda entretenida en la recitación de inconsistentes mantras pedagógicos de eficacia nunca probada que se presentan ante la opinión como axiomas incontestables. Poco importa que el más elemental sentido común nos avise de que prometer el aprendizaje sin esfuerzo es como asegurar la existencia de la tierra de Jauja, donde los perros, tal como dicta la tradición, se ataban con longanizas. Por desgracia, el del paraíso terrenal es uno de los más universales de los mitos y, al igual que millones de personas sin recursos siguen jugándose a la lotería el dinero que no tienen, no faltará gente dispuesta a creer en su existencia. Los seres humanos, después de todo, somos así.
Luis E. Íñigo es historiador e inspector de educación