Una universidad sin competencia: España se aleja de la reforma global
Lejos de facilitar la aparición de centros privados de excelencia, se ha optado por uniformizar el sistema, exigiendo a todos los centros que se parezcan entre sí, incluso en lo irrelevante: número mínimo de facultades, oferta genérica, distribución geográfica…
Pedro Sánchez ha convertido la universidad en un nuevo campo de confrontación con las comunidades autónomas gobernadas por el Partido Popular. Lo ha hecho sin atender al contexto internacional ni a los retos estructurales que afligen al sistema universitario en su conjunto. La educación superior, históricamente escudo frente a la incertidumbre económica y motor de movilidad social, se encuentra hoy en una crisis profunda. El problema no es solo financiero: la universidad está atrapada en una trampa estructural, con costes en ascenso continuo, explicados por el efecto Baumol (crecimiento inercial del gasto en sectores intensivos en trabajo, como la educación) y el efecto Bowen (la confusión entre calidad y volumen de gasto), una presión política creciente y una legitimidad social cada vez más frágil.
La situación ha forzado a muchos países a tomar decisiones difíciles. En Estados Unidos, universidades como Columbia, Harvard o Johns Hopkins están siendo objeto de recortes presupuestarios, congelaciones de contratación e incluso cancelación de grandes proyectos de investigación. En Escocia, la Universidad de Dundee ha anunciado el despido del 20 % de su plantilla. En Australia, los centros públicos se enfrentan a investigaciones por antisemitismo, prácticas laborales dudosas y conflictos de intereses, mientras las matrículas en Humanidades se desploman. Y, sin embargo, en ese paisaje desolador, algunos países han entendido que la respuesta no puede limitarse a la defensa de lo existente.
Irlanda es quizás el mejor ejemplo de este impulso reformista. Tras casi una década sin una estrategia nacional de investigación de envergadura, el gobierno ha anunciado un nuevo programa de financiación plurianual para renovar infraestructuras, fomentar la colaboración interuniversitaria y, sobre todo, captar talento internacional. El objetivo declarado es recuperar el «espíritu transformador» del antiguo programa PRTLI, que cambió el perfil científico del país en los años 2000. Lejos de esconder la crisis, Irlanda la ha convertido en una oportunidad para relanzar su sistema de educación superior con visión estratégica.
También la Unión Europea ha tomado nota. La presidenta de la Comisión, Ursula von der Leyen, ha lanzado un paquete de 500 millones de euros para atraer a investigadores estadounidenses ante el clima hostil creado por las políticas del presidente Trump. La idea es clara: convertir la crisis estadounidense en una oportunidad europea.
Y, sin embargo, en España, la reacción ha sido la contraria. En lugar de abrir el sistema para su reforma, lo está blindando. En vez de fomentar la competencia, la elimina. En lugar de atraer nuevos actores, les expulsa. Y lo que es más preocupante: lo hacemos en nombre de una defensa malentendida de lo público.
La aprobación de la Ley Orgánica del Sistema Universitario (LOSU) y los nuevos criterios para la creación de nuevas universidades privadas han introducido barreras casi insalvables para quienes aspiren a abrir instituciones distintas, especializadas, con modelos alternativos al de la universidad pública tradicional. Lejos de facilitar la aparición de centros privados de excelencia, como los que sí han demostrado su eficacia en Europa, Estados Unidos o América Latina, se ha optado por uniformizar el sistema, exigiendo a todos los centros que se parezcan entre sí, incluso en lo irrelevante: número mínimo de facultades, oferta genérica, distribución geográfica…
A este bloqueo normativo se suma un escenario de incertidumbre financiera. El Gobierno Sánchez ha comprometido fondos para la financiación universitaria que no terminan de llegar, generando desajustes en las comunidades autónomas y dejando a muchas universidades al borde del colapso presupuestario. Las promesas de la ministra se han ido acumulando sin cumplimiento real, agravando una situación ya precaria y poniendo en cuestión los compromisos adquiridos por el Estado.
El mensaje es doblemente problemático. Por un lado, se traslada la idea de que toda universidad privada es por definición deficiente, un espacio de privilegio o incluso de fraude, cuando la evidencia internacional demuestra que muchas de las universidades mejor posicionadas en los rankings globales, desde Stanford a Bocconi, pasando por el IE, ESADE, CEU o la Universidad de Navarra, son privadas. Por otro lado, se alimenta la falsa ilusión de que la universidad pública puede mantenerse competitiva sin competencia real, protegida por su propio monopolio cultural y normativo.
Pero un sistema sin competencia es un sistema sin incentivos. Y sin incentivos, la calidad se erosiona. La universidad pública no necesita menos competencia, sino más: necesita tener con quién compararse, a quién imitar, contra quién medirse. Solo así podrá renovarse, atraer a los mejores y cumplir su promesa igualitaria. La universidad privada no es enemiga de lo público: puede ser su mejor aliada si se le permite innovar.
El modelo español, en cambio, está atrapado en una lógica proteccionista. Las universidades públicas no quieren ser incomodadas. Las agencias de calidad actúan más como guardianes que como evaluadores. Los incentivos para crear nuevas instituciones con proyectos diferentes han desaparecido. Las universidades privadas ya existentes apenas pueden diferenciarse entre sí, ni construir una identidad basada en la especialización. Se les obliga a ofrecer de todo, como si lo deseable fuera clonar el modelo público en vez de complementarlo.
No se trata de privatizar la educación superior. Se trata de entender que la universidad no puede ser una excepción permanente a las reglas de la competencia, la innovación y la rendición de cuentas. Necesitamos más pluralidad institucional, más diversidad de modelos, más riesgo. España no puede permitirse una universidad pública que no compita ni una universidad privada que no innove.
La universidad debe dejar de ser un territorio estanco, protegido por decretos que asfixian la iniciativa. Necesitamos menos miedo a la diferencia y más ambición. En este contexto, aunque personalmente no me gusta, convendría debatir propuestas como la que ha impulsado el Gobierno británico: un impuesto del 6 % sobre los ingresos por matrícula de estudiantes internacionales, con el fin de financiar la mejora del sistema educativo nacional. Esta medida, si se aplicara en España, podría generar recursos adicionales para reforzar la universidad pública, siempre que se diseñe de forma equilibrada y sin desalentar la llegada de estudiantes que enriquecen nuestro entorno académico y cultural.
España parece más preocupada por preservar un equilibrio ineficiente que por construir un sistema universitario del siglo XXI. Es hora de cambiar de rumbo. La excelencia no se protege: se gana. Y la única forma de ganarla es abriendo el juego.
Jorge Sainz es catedrático de Economía Aplicada de la Universidad Rey Juan Carlos