La universidad arrogante
Hay que recuperar un equilibrio en el que la misión de investigar, enseñar y compartir conocimiento se ejerza sin triunfalismos, pero también sin ensimismamiento
Michael Spence, rector de University College London, ha recordado recientemente algo que a los académicos no siempre nos resulta cómodo reconocer: nuestra labor es esencial, sí, pero no necesariamente trascendental. «No estamos salvando el mundo –ha dicho–, estamos enseñando e investigando, que no es poco». Durante demasiado tiempo hemos sobredimensionado la relevancia de nuestra propia voz en el debate público, como si la sociedad tuviera que rendirnos pleitesía por existir. Conviene, como sugiere Spence, recuperar cierta humildad y centrarnos en aquello que verdaderamente sabemos hacer: generar conocimiento riguroso, transmitirlo con honestidad a los estudiantes y contribuir, desde ahí, a mejorar la vida de las personas. Ese debería ser el núcleo de nuestra legitimidad.
El problema es que la universidad contemporánea se ha alejado de ese ideal. Se ha convertido, en algunos casos, en un bien de lujo, accesible de manera preferente a élites globales que la utilizan como plataforma de prestigio más que como motor de movilidad social. En paralelo, la efervescencia intelectual que antaño fue sinónimo de pluralidad se ha convertido en ocasiones en un monólogo, donde la formación de mentes críticas se confunde con la transmisión de un discurso único. Allan Bloom ya advertía en The Closing of the American Mind (1987) de que la universidad corría el riesgo de empobrecerse si sacrificaba la búsqueda de la verdad en nombre de la corrección ideológica. Hoy, tanto desde la derecha como desde la izquierda, no faltan voces que coinciden en este diagnóstico: Martha Nussbaum, por ejemplo, ha subrayado que una democracia sin ciudadanos capaces de disentir críticamente se empobrece hasta volverse inviable.
A esta deriva intelectual se añade una paradoja económica y social: la universidad ha creado oportunidades para nuevos colectivos, pero lo ha hecho de manera desigual y fragmentaria. Pierre Bourdieu mostró con crudeza cómo las instituciones educativas tienden a reproducir las jerarquías sociales, más que a superarlas. Y, en la práctica, seguimos observando barreras que impiden que el acceso y la excelencia se distribuyan equitativamente. En España, donde presumimos de masificación y de universalidad, conviene recordar que el acceso no siempre garantiza la igualdad de oportunidades ni, mucho menos, la calidad de los resultados.
Además, la universidad se ha dejado arrastrar por un 'managerialismo' corporativo que distorsiona sus fines. La lógica de la eficiencia, los indicadores y los rankings ha colonizado los claustros, como denunció el propio Tony Judt al hablar de la «traición de los intelectuales» al aceptar sin crítica la lógica del mercado. El resultado es una institución que corre el riesgo de medirlo todo salvo lo que de verdad importa: la calidad del pensamiento y la transmisión de una cultura crítica. Frente a ello, pensadores como Roger Scruton han recordado que la universidad solo conserva su sentido si permanece fiel a la tradición de custodiar y renovar un legado intelectual, no si se convierte en una empresa de servicios sometida a las modas del consumo educativo.
Mientras tanto, muchos académicos han cultivado una distancia monacal, refugiándose en la lealtad al conocimiento pero descuidando el compromiso con la sociedad que los sostiene. La crítica de Ortega y Gasset en La misión de la universidad (1930) sigue plenamente vigente: si la universidad no es capaz de transmitir cultura, ciencia y formación profesional al mismo tiempo, corre el riesgo de traicionar su esencia. Y esa traición se hace más visible cuando el discurso universitario se limita a la autocomplacencia corporativa o a la queja constante por la falta de recursos, sin ofrecer a cambio resultados tangibles en investigación de calidad o en formación de ciudadanos responsables.
Este es, en definitiva, un reto pendiente y urgente: recuperar un equilibrio en el que la misión de investigar, enseñar y compartir conocimiento se ejerza sin triunfalismos, pero también sin ensimismamiento. La universidad es, como recordaba Karl Jaspers, «el lugar donde la sociedad toma conciencia de sí misma». Pero para cumplir esa misión debe asumir sus límites y su responsabilidad. No somos, como advertía Spence, los salvadores del mundo, pero tampoco simples técnicos encerrados en un laboratorio. Somos, o deberíamos ser, mediadores entre el conocimiento y la sociedad.
En España, donde el sistema universitario oscila entre la complacencia y la inercia, conviene recordar que la credibilidad futura dependerá de nuestra capacidad para mostrar con hechos, y no solo con palabras, que seguimos siendo la mejor máquina inventada para descubrir, contrastar y distribuir conocimiento a gran escala. Las universidades no deben renunciar a su universal misión de investigar, enseñar y compartir, pero sí tienen que abandonar la arrogancia y reconectar con la sociedad a la que sirven. Solo así podrán recuperar la confianza perdida y reivindicar, con humildad y firmeza, su verdadero papel en el siglo XXI.
Jorge Sainz es catedrático de Economía Aplicada de la Universidad Rey Juan Carlos