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La educación en la encrucijadaFrancisco López Rupérez

Por qué necesitamos una nueva reforma curricular

En el caso español, la última ley socialista –LOMLOE– en vigor desde 2020 ha adoptado un enfoque que, por sus bases ideológicas, resulta incapaz de dar respuesta a tales desafíos

Las relaciones entre el contexto socioeconómico de un país y su sistema educativo son complejas, pero cabe resumirlas en su naturaleza circular: el contexto influye en la educación y la educación influye a su vez sobre el contexto, de modo que, en el medio y largo plazo, aquélla termina por modificar las variables sociales y económicas fundamentales, que evolucionarán, a mejor o a peor, en función del grado de acierto de su sistema educativo. Junto a la reflexión pura, es cada vez más amplio el consenso entre los científicos sociales, basado en evidencias empíricas crecientes, sobre el papel decisivo de la calidad de la educación en el progreso social y económico de las naciones.

Los países desarrollados estamos viviendo una época de grandes transformaciones en los ámbitos sociopolítico y tecnológico, así como en sus interacciones. El auge de los populismos, exacerbado por una polarización social políticamente inducida, destruye la búsqueda de consensos básicos e imposibilita una conversación pública razonable. El desarrollo de las realidades alternativas y de la posverdad privilegia las emociones y las creencias personales, por encima de los hechos objetivos, y hace imposible una deliberación pública acorde con marcos de racionalidad cuyas bases sean ampliamente compartidas. La extensión del pensamiento posmoderno y de la ideología woke convergen en buena medida para minar, de uno u otro modo, la herencia ilustrada y las bases de la civilización occidental, cuyo desarrollo –del que los defensores de tales movimientos disfrutan– es precisamente el subproducto de aquello que combaten.

La crisis demográfica intensifica el problema migratorio, en lo que tiene de confrontación de visiones del mundo y de lo humano; confrontación que amenaza con hacer declinar nuestra propia civilización, tanto por razones de número, vinculadas al diferencial en las respectivas tasas de natalidad, como de enfoque, por el relativismo cultural del pensamiento woke y la minusvaloración progresista de nuestra herencia colectiva, cuyo producto sociopolítico más valioso –la democracia liberal– se avería y es cuestionado ampliamente de facto por las autocracias emergentes.

A estos rasgos del contexto, se suma la revolución tecnológica y, en particular, la transformación digital que está incidiendo de un modo sustantivo en el actual panorama sociopolítico, a través de las omnipresentes redes sociales, de la manipulación del ciberespacio y, en breve, de la inteligencia artificial (IA). Estamos ante un aspecto, tan sólo, de esa interacción entre tecnología y sociedad; interacción que aun cuando siempre ha existido, lo hace en esta época con una intensidad inusitada y con algunas consecuencias difíciles de predecir.

Estas circunstancias pueden sintetizarse, de acuerdo con su origen, por un lado, en el debilitamiento de una herencia cultural –de principios, de valores, de conceptos y de métodos– que está en la base misma del progreso humano; y, por otro, en las exigencias formativas derivadas de la revolución tecnológica. Sea por un camino de reflexión, sea por el otro, nos topamos en ambos casos con la educación, y con sus reformas, como el instrumento privilegiado –probablemente el principal del que disponen las sociedades contemporáneas– para abordar los desafíos del futuro y la crisis de civilización que nos alcanza.

En el caso español, la última ley socialista –LOMLOE– en vigor desde 2020 ha adoptado un enfoque que, por sus bases ideológicas, resulta incapaz de dar respuesta a tales desafíos. En el ámbito más próximo al aprendizaje de los alumnos, que es el curricular, se ha subvertido el orden de prioridad entre conocimientos y competencias, desde el prejuicio ideológico de que «los conocimientos son elitistas mientras que las competencias son populares». De este modo, la recomendación de los organismos internacionales, de prestar atención a lo que los alumnos saben hacer con el conocimiento de que disponen, se ha mistificado, quebrando así la expectativa ilustrada sobre el valor emancipador del conocimiento, y reduciendo ese papel previo e indiscutible del saber frente al de saber hacer algo con aquello que conocemos con anterioridad. El facilismo educativo ha desplazado a la exigencia de otros tiempos y ello se ha plasmado en el debilitamiento, cuando no la supresión, de los requisitos de evaluación y de promoción de un curso al siguiente.

Además, la pérdida de carga lectiva de unas humanidades que aporten al sujeto en formación una visión compleja del mundo; un conocimiento suficiente de nuestra herencia civilizatoria; una identificación con ese proyecto común llamado España, con sus consecuencias en la cohesión social; una competencia para el razonamiento ético, y el desarrollo de la capacidad crítica, a través del análisis de la historia del pensamiento con sus luces y sus sombras, ha debilitado la educación liberal –o en los fundamentos–, privando así a las nuevas generaciones de unas bases adecuadas para abordar, con garantías, la preparación del futuro, y preservar los soportes de una democracia liberal. Y es que sin una educación liberal estará amenazada la supervivencia de una democracia liberal.

Por otra parte, la adaptación a la revolución tecnológica requiere una formación integral que dote de estabilidad a las personas y evite el impacto enajenador de las redes sociales y de sus algoritmos tramposos. Se necesita además el ejercicio en los alumnos del pensamiento abstracto, de los hábitos de la contrastación empírica y de las habilidades cognitivas avanzadas, que se apoyen en ese entrenamiento que facilita una adecuada formación científica. El desarrollo, particularmente en la educación secundaria, del pensamiento crítico, la capacidad analítica y la competencia para la resolución de problemas complejos –acordes con cada nivel de edad– se hace perentorio ante la posibilidad cierta de que un uso acomodaticio de la IA pueda debilitarlos. Se precisa igualmente de la asunción de valores morales que prevengan a los alumnos ante esa «pereza cognitiva» producida espontáneamente por el uso frecuente de la IA; así como de la capacidad para el análisis ético de situaciones creadas por la Inteligencia Artificial. Sólo así las nuevas generaciones podrán explotar las posibilidades que ofrece la IA y evitar, a un tiempo, sus efectos no deseados.

La evolución acelerada del contexto y sus cambios disruptivos han situado a la educación en nuestro país ante nuevos desafíos que los marcos normativos en vigor son incapaces de afrontar. Pero las reformas en educación, para que sean efectivas, han de beneficiarse de un enfoque sistémico que considere un racimo de políticas interdependientes –poco numeroso, pero empíricamente relevante– que refuercen sus efectos individuales y las hagan más eficaces. En este sentido, las reformas centradas en el currículo han de ser complementadas con reformas centradas en el profesorado, y con reformas centradas en la dirección escolar; reformas estas dos últimas que, a pesar de su carácter prioritario –de acuerdo con las evidencias–, han dormido en nuestro país el sueño de los justos a lo largo de décadas.

El conocido Informe Delors –La educación encierra un tesoro– establecía, a finales del pasado siglo, cuatro principios básicos, orientadores de la educación del futuro, que siguen teniendo vigencia, aun a pesar de los cambios del contexto, o precisamente por ellos:

–Aprender a saber, con lo que comporta de refuerzo del valor del conocimiento en el mundo actual.

–Aprender a saber hacer, con la extensión del conocimiento a su dimensión aplicada en aquellas materias que, por su naturaleza, lo aconsejan.

–Aprender a ser, con la asunción de un conjunto de principios y de valores que dotan de consistencia al individuo y le procuran una estabilidad personal y moral.

–Aprender a vivir juntos, con el desarrollo de los principios de pluralismo y tolerancia, pero sin comprometer ni el Estado de derecho propio de países avanzados, ni la preservación de su herencia cultural.

Por todas estas razones necesitamos una nueva reforma curricular que responda a los desafíos que el actual contexto ha puesto sobre la mesa. Si no tomamos conciencia de los riesgos, ni aprovechamos el poder de la educación para atajarlos, terminaremos pagando un precio muy alto.

Francisco López Rupérez es director de la Cátedra de Políticas Educativas de la UCJC y expresidente del Consejo Escolar del Estado

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