El papel del Estado en la Educación de la España de las Autonomías
En su artículo 149.1.1 la Constitución Española (C.E.) garantiza el establecimiento, por parte del Estado, de las condiciones básicas para asegurar la igualdad de todos los españoles en el ejercicio de sus derechos fundamentales, entre los que se encuentra el derecho a la educación (art. 27, C.E.)
La organización política y administrativa del Estado en Comunidades autónomas constituye una componente sustantiva del pacto constitucional de 1978. Pero, con el inicio del siglo XXI, la extensión a todos los territorios que componen España –salvo las Ciudades Autónomas de Ceuta y Melilla– de las competencias en materia educativa permitidas por la Carta Magna, ha ido generando una cierta centrifugación del compromiso de la Nación con un derecho fundamental. Una pérdida paulatina, pero progresiva del ejercicio, por parte de todos los ciudadanos, del derecho a una educación de calidad en condiciones de igualdad –independientemente de cuál fuere el territorio en el que residan– ha sido promovida por nacionalismos y separatismos, a modo de trueques sucesivos a cambio de sus apoyos políticos. Esa dinámica acumulativa, y hasta el momento irreversible, nos ha ido alejando del marco establecido por la Constitución.
En su artículo 149.1.1 la Constitución Española (C.E.) garantiza el establecimiento, por parte del Estado, de las condiciones básicas para asegurar la igualdad de todos los españoles en el ejercicio de sus derechos fundamentales, entre los que se encuentra el derecho a la educación (art. 27, C.E.). Más adelante, en el artículo 149.1.30, el texto constitucional establece como competencias exclusivas del Estado en materia educativa las siguientes: «Regulación de las condiciones de obtención, expedición y homologación de títulos académicos y profesionales y normas básicas para el desarrollo del artículo 27 de la Constitución, a fin de garantizar el cumplimiento de las obligaciones de los poderes públicos en esta materia.» Todo ello ha de interpretarse a la luz de esa garantía de igualdad de todos los españoles en el ejercicio del derecho fundamental a la educación, tal y como sostiene la doctrina del Tribunal Constitucional. Sin embargo, y por efecto de los anteriores mecanismos políticos, el marco constitucional se nos ha ido desvencijando en una multiplicidad de aspectos críticos.
En el momento presente, disponemos de una evidencia empírica robusta a la hora de identificar aquellos factores que inciden, prioritariamente, en la calidad de los resultados escolares de los alumnos, una vez garantizada una financiación suficiente. Curiosamente, buena parte de esos factores críticos para la mejora conciernen a políticas que, de acuerdo con nuestra Constitución, son competencia del Estado. Cabe señalar, a modo de ejemplo, los dos primeros de la lista: la calidad del currículo y la calidad del profesorado. Sin embargo, al analizar las regulaciones sucesivas de la Educación española en el ámbito escolar, se advierte que, por la vía de los hechos, se han ido aflojando los tornillos que sujetan las competencias del Estado en Educación a nuestro texto constitucional.
Así, por ejemplo, en lo que concierne al currículo –que ha de establecer un marco común suficientemente amplio a fin de garantizar ese principio de igualdad y contribuir, además, a la identidad nacional– hemos llegado a un punto en el que la distribución de competencias entre el Estado y las Comunidades Autónomas, en lo relativo a los contenidos básicos de las llamadas enseñanzas mínimas, es del 45 por ciento de los horarios escolares para aquellas Comunidades Autónomas que tengan lengua cooficial, y el 55 por ciento restante para el Estado, en este último caso con un margen notable de flexibilidad interpretativa con respecto a sus contenidos.
En lo que respecta al profesorado, hay que tener en cuenta que el ejercicio de la docencia corresponde a lo que se denomina «profesión regulada». Son profesiones reguladas aquellas que afectan a derechos fundamentales o a bienes constitucionalmente relevantes. Por tal motivo, es el Estado el responsable de otorgar la autorización para su ejercicio, por vía legal. Pues bien, el Estado ha delegado en las Universidades la capacidad de habilitar a ciertos titulados universitarios para el acceso a la profesión docente: en la Educación Primaria, sin más que obtener el título de Maestro expedido por la correspondiente Facultad; y en la Educación Secundaria, mediante un Título de Máster habilitante, igualmente expedido por la Universidad en la que se cursa.
En esta situación, la diversidad de niveles de exigencia está servida; y, además, dado que las Universidades son instituciones constitucionalmente autónomas (art. 27.10 C.E.), la rendición de cuentas ante el Estado, por la manera en que administran esa competencia estatal delegada, se evapora en las universidades públicas. Ello no significa que la institución universitaria haya de ser marginada en el proceso de formación para el acceso a la profesión docente, sino que sería necesario introducir en el nuevo modelo el papel del Estado como garante de la igualdad en el acceso a la profesión, tal y como sucede, por ejemplo, en las profesiones sanitarias mediante el sistema MIR.
En otro de los aspectos relevantes, la más arriba citada regulación de las condiciones de obtención y expedición de títulos (art. 141.1.1 de la C.E.) permitiría al Estado controlar la emisión del título de Bachillerato con criterios de igualdad en todas las Comunidades Autónomas. Pero su delegación en institutos y colegios de Secundaria, sumada a la transferencia de la prueba externa a las Universidades, mediante la PAU, han fragmentado esa competencia estatal y generado desigualdad, con efectos prácticos nocivos sobre los presupuestos familiares y sobre las expectativas de elección profesional de los estudiantes.
Las protestas de aquellas Comunidades autónomas perjudicadas por el modelo actual –que combina una desigualdad en los niveles de exigencia de las pruebas, derivada de esa fragmentación de la competencia, con la positiva preservación del distrito único– han puesto reiteradamente en evidencia situaciones injustas que no se han conseguido corregir. Conviene en este punto recordar que en países como Francia, se viene empleando –hace décadas por no decir siglos– un modelo que aseguraría en España la aplicación estricta de esa competencia estatal respaldada por nuestra Constitución.
En este contexto, no es de extrañar que algunos ciudadanos y sectores políticos y de opinión reclamen una modificación del texto constitucional para que el Estado recupere las competencias en materia educativa. Desde mi punto de vista, y en una aproximación más realista propia de un gradualismo reformador, bastaría con que el Estado ejerciera con rigor aquellas que nuestra Ley de leyes le confiere, y se invirtiera ese deslizamiento que se ha producido en España hacia una suerte de «mutación constitucional» –en la acepción blanda de Jallinek– «producida por el no ejercicio de derechos y competencias conferidas por la Constitución».
A nadie se le oculta que ese movimiento no será fácil, pero es preciso recordar que el camino alternativo ya está marcado. Como ha reclamado recientemente la presidenta del Congreso de los Diputados, con ocasión del acto de celebración del cuadragésimo séptimo aniversario de nuestra Carta Magna, habría que reformarla para «adecuarla a la diversidad territorial de España». En román paladino, ello comportaría la renuncia a derechos fundamentales iguales para todos los españoles –entre ellos, el derecho a la educación–; y, por esa vía, la rápida disgregación, en una escala histórica de tiempos, de nuestra comunidad nacional estaría servida.
- Francisco López Rupérez es director de la Cátedra de Políticas Educativas de la UCJC y expresidente del Consejo Escolar del Estado