De alcaldes y alcaldesas
Mucho más lanzadas que los hombres. Por lo general -sobre todo las que merodean en la ribera derecha del río Pecos- son valientes y aguerridas
Muchos -pero muchos- años de columnista político, con especial incidencia en la vida municipal, han propiciado que conociera a un montón de alcaldes y alcaldesas. Con unos me he entendido -floreciendo incluso la amistad, peligro, peligro- y con otros no tanto. Pero para ninguno he sido indiferente. Tengo medio clasificados a los alcaldes, no en función de su ideología, sino por su capacidad en ser cercanos, amables y, sobre todo, eficaces en su gestión, dos cualidades a veces antitéticas. Dicen que la presidencia del ayuntamiento de tu pueblo o ciudad es el mejor honor que puede conocer un político y no lo dudo, aunque no son pocos los que aspiran a dar el salto hacia posiciones mejor remuneradas. Hay alcaldes que no dan un palo al agua y, sin embargo, son inmensamente populares entre sus vecinos. Son los que están todo el santo día por ahí, charlando con todo el mundo. Los sufridos contribuyentes les avizoran a distancia y acuden raudos ante su presencia:
-Señor alcalde, que en mi calle el alumbrado municipal falla más que una escopeta de feria. Y a mi me da mucho miedo salir de noche, con tantos nouvinguts, como tenemos en el pueblo...
Entonces el primer munícipe saca una libretita o, caso de ser más guay y tecnológico, su teléfono inteligente y anota: «Avisar a la brigada que en la calle Antoni Maura no queda una farola sana». Entonces el ciudadano, macho o hembra, se siente importante, aunque sea por un breve momento: el alcalde, tan simpático, le ha atendido. Dicho sea que las farolas -o lo que sea- tardarán en ser reparadas -o no lo serán nunca- pero esa parte es ya la menos importante de la historia. Lo que vale en ese juego es la gestión a pie de calle, directa, sin intermediarios.
A ese tipo de alcaldes en mi pueblo les llamamos Sisí -ya hemos tenido varios- porque nunca tienen un 'no'
A ese tipo de alcaldes en mi pueblo les llamamos Sisí -ya hemos tenido varios- porque nunca tienen un «no» para nadie. A cada persona se le dice lo que quiere oír, se le sonríe de oreja a oreja y, como colofón al encuentro -cientos al día- se le suelta una frase medio ingeniosa. Y todos tan felices.
Está también el alcalde serio, adusto y, por ende, muy trabajador. A ese no se le ve mucho por la calle: pasa la mayor parte del tiempo en su despacho o en Palma, a la búsqueda de la subvención del Govern o el Consell que le permita arreglar aquel colegio desvencijado, llevar a cabo las obras viarias en su día prometidas, o ayudar a las asociaciones vecinales, que no paran de llorar. Esos alcaldes, por lo general, pierden las siguientes elecciones. Y ello por una razón muy sencilla: no dan besos ni casi se dejan ver en las residencias de la Tercera Edad. Se les tacha de altivos o engreídos y no se les vota, aunque las calles remozadas hayan quedado como los chorros del oro.
Y luego están las alcaldesas, mucho más lanzadas que los hombres, a dónde va usted a parar. Por lo general -sobre todo las que merodean en la ribera derecha del río Pecos- son valientes y aguerridas. Pasear con ellas por las calles de su población es un privilegio: son queridas y respetadas al mismo tiempo. Los hombres les hablan bajito, con extrema amabilidad y las féminas se deshacen en elogios hacia ellas. Donde esté una primera edil que se quiten todos los demás. A mí me lo van a decir que llevo más de cuarenta años metido en el ajo.
He hecho mis cálculos y debe rectificar: son cincuenta años. Por lo menos.