El espíritu de la escalera
No hay mejor escenario para pensar que las grandes escalinatas coruñesas. Los cien peldaños del Observatorio o los doscientos de la Torre desbaratan cualquier misterio
Las mejores frases siempre se nos ocurren a toro pasado, mucho después del instante preciso en que debimos haberlas pronunciado. En el momento, no damos una. Pero una vez fuera de la conversación, cuando todo el mundo se ha ido y estamos a solas con nuestras meninges, somos imbatibles. A pensar a destiempo, no hay quien nos gane.
Los franceses llaman a eso l’esprit de l’escalier. Pero ¿qué es el espíritu de la escalera? Así lo explica Enrique Vila-Matas en su Canon de cámara oscura: «Formidable expresión francesa que significa encontrar demasiado tarde la réplica: pasar por ese momento en el que encuentras la respuesta, pero esta ya no te sirve, porque te encuentras bajando la escalera y la réplica ingeniosa deberías haberla dado antes, cuando estabas arriba».
Como profesionales milenarios de la escalera, lo primero que preguntaríamos los gallegos a la Academia Francesa es si esa lucecita que se le enciende a uno en medio de los peldaños solo se activa al bajar o también puede iluminarnos en pleno ascenso. ¿A eso también lo llamamos espíritu de la escalera? ¿O sería el espíritu del piolet de los alpinistas que gatean hacia la cima?
A la espera de que se pronuncien los académicos parisinos, en Coruña aplicamos el espíritu de la escalera a nuestro día a día, siempre lleno de interrogantes. Cuando te asalta una de esas dudas colosales que semejan un callejón sin salida —de los autores de l’esprit de l’escalier llega ahora el cul-de-sac—, lo mejor es buscar una buena escalinata y ponerse a desgastar peldaños hasta que la respuesta se presente ella sola en nuestro cerebro. Puede ocurrir que, después de un par de horas de ascensos y descensos, uno siga sin réplica y, además, se quede sin resuello. Pero, por lo menos, hace cardio (o como se diga).
Los escalones del Observatorio de La Coruña
Lo de pensar escalera arriba y escalera abajo se parece mucho a aquellas meditaciones larguísimas que hacían los personajes de los tebeos de nuestra infancia (esos Don Miki y Spirou que seguimos leyendo a hurtadillas). El Tío Gilito era muy aficionado a practicar esa modalidad de gimnasia mental. Daba vueltas y más vueltas alrededor de la habitación hasta que, al final, asomaba un surco en el suelo y, un poco después, llegaba la solución a sus problemas. De tanto pensar, incluso le salía humo de la chistera. Cuando toca meditar muy fuerte, en vez de agujerear el parqué, a mí me da por irme a las grandes escaleras coruñesas donde habita esta iluminación tardía que hemos birlado a los franceses (en una especie de venganza póstuma por lo de Elviña).
Si la incógnita no es demasiado sofisticada, bastan unos escalones ornamentales para liquidarla con un par de subidas y bajadas: Puerta de Aires o la calle del Pozo pueden servir. Pero si la cuestión es delicada, hay que buscarse unas gradas a la altura del reto. De niños, cuando todavía no sabíamos nada de todas estas incertidumbres, saltábamos la verja de Gregorio Hernández para contar los escalones de la escalinata del Observatorio, que allá en lo alto era para nosotros algo así como la mansión destartalada de Norman Bates en Psicosis. Unos días contábamos 122 peldaños; otros, 155. Quién lo recuerda ya. Lo único cierto es que llegábamos al último tramo sin aliento y encima teníamos que salir pitando cuando los conserjes del Meteorológico se disponían a echarnos el guante por colarnos en su mundo.
Esos cien escalones del Observatorio desbaratan los grandes interrogantes. Pero si uno tiene ante sí un dilema de los que hacen época —en plan quiénes somos, de dónde venimos y adónde vamos— entonces el único escenario donde se puede invocar el espíritu de la escalera y zanjar la cuestión es la subida a la terraza de la Torre de Hércules. Son 234 peldaños que nos dejan a dos mil años de altura sobre Coruña. A la escalera del faro romano se le puede consultar cualquier cosa. Y si el misterio todavía se resiste, con ocho escalones de propina llegamos a la linterna del faro. Esa luz, que de noche peina la ciudad dormida, pulveriza cualquier enigma.