Una infancia delictiva
«Eran unos niños cuya actividad más pacífica en los jardines era alimentar a las palomas que rodeaban el estanque de los patos»
Si la Ordenanza de Higiene Urbana hubiese estado vigente hace medio siglo, o más, todos los ‘babyboomer’ habríamos sido multados, o cuanto menos amonestados, por un amable policía municipal, porque en esa época eran policías municipales y no locales como ahora. Lo que hoy es una infracción ayer era el divertimento favorito de los niños que llevaban a los jardines y los entretenían jugando con las palomas. Ahora, alimentar estas aves es una práctica incívica además de asquerosa.
Los jardines de los Patos eran entonces un recinto encantador, con su punto decadente, por supuesto, con flores olorosas hoy desaparecidas, pasajes terrizos y terribles por el polvo y el barro, y restos de los fustes del Templo Romano esparcidos a modo de bancos. Lo que hoy no es más que un frío decorado para dar la bienvenida a los visitantes y para hacerse ‘selfies’ en aquella época era un paraíso para desfogar a los niños antes de volver a casa para merendar y ver en la tele una programación infantil compuesta por cine mudo, dibujos animados con doblaje latino o películas protagonizadas por animales que se volvían antipáticos por su manifiesta cursilería, como la perra Lassie, la mula Francis, el perro Rin Tin Tin, el delfín Flipper o el caballo Furia, entre otros.
Aquellos niños que quemaban sus energías en los jardines de Córdoba de hace al menos cinco décadas subían a los árboles, tiraban piedras a todo lo que se movía y se revolcaban por el suelo en peleas incruentas sin riesgo de caer sobre una deposición canina, como ahora. Los zapatos Gorila empolvados eran lo de menos. Lo que nunca fallaba al volver a casa eran esas rodillas desolladas que inmediatamente se curaban con la inefable mercromina y los polvos Sulfatiazol que generaban unas costras negruzcas que se convertían en heridas de guerra al volver al colegio y con las que tanto se disfrutaba dándole con la uña hasta que se caían.
Eran unos niños cuya actividad más pacífica en los jardines era alimentar a las palomas que rodeaban el estanque de los patos. Se ponían de puntillas para llegar al mostrador del puesto de arropías y comprar un cartucho de triguillo que venía en unas bolsas alargadas de de celofán, las mismas en que se venden las almendras garapiñadas.
Con el paso del tiempo, cuando todos aquellos niños que compraban triguillo ya eran padres, se supo que aquella señora agradable que lo vendía se llamaba Juana Victoria Domínguez y que con 87 años de edad, seguía yendo al quiosco para hacer felices a los más pequeños. Esta señora desconocía que allí precisamente iba a morir en 2007 cosida por una treintena de puñaladas asestadas por un malnacido ebrio de cerveza, whisky y aguardiente que remató siniestramente la faena prendiendo fuego al kiosco con el cadáver dentro.
El lugar donde estaba el kiosco está ahora ocupado por un monumento en memoria de Juana Victoria. Allí hubiera sido imposible mantener la labor que ella desarrolló durante décadas porque en la actualidad a esos jardines van más perros que niños y porque desde 2016 está prohibido dar de comer a las palomas.
Sadeco ha iniciado una campaña para concienciar a los cordobeses de los riesgos alimentar a estas aves. Los técnicos de esta empresa municipal han detectado que quienes lo llevan a cabo son mayoritariamente personas mayores que con toda seguridad guardan en una lata de carne de membrillo una foto en blanco y negro que se hicieron rodeados de palomas la primera vez que fueron a la plaza de América en Sevilla.