¿Qué nos dieron los romanos?Luis J. Pérez-Bustamante

Estaba loco ese romano

Hubo un tiempo en el que las mercancías salían del puerto de Córdoba camino de la costa cargadas en barcos que bajaban hasta Sanlúcar de Barrameda plenos de minerales, aceite, vino y otras maravillas de esta tierra

Aunque ustedes no se lo crean Córdoba tiene un río. De verdad, no es cachondeo. Les juro que el Guadalquivir surca la ciudad e incluso tiene peces en su interior y aves que lo sobrevuelan y anidan en él. Es cierto, no es una leyenda urbana. Córdoba tiene un río en el que hay hasta una zona en la que existe una reserva natural en la que se pueden contemplar cientos de aves alzando el vuelo y posándose en los amaneceres y atardeceres cordobeses. Es un gozo para los sentidos escuchar los sonidos de patos, garzas y otras especies cuando deciden batir sus alas y darse un paseíto.

También tiene Córdoba en ese río unos molinos antiguos que culminan en una noria que molestaba, según cuenta la leyenda, a una señora de sueño ligero. Unas casitas que debieron ser blancas y bonitas hasta el punto de que los destacan con profusión los grabados antiguos -que son esas cosas que existían antes de que las cámaras de los móviles convirtieran el selfie en la razón de existir de media humanidad.

Hubo un tiempo en el que las mercancías salían del puerto de Córdoba camino de la costa cargadas en barcos que bajaban hasta Sanlúcar de Barrameda plenos de minerales, aceite, vino y otras maravillas de esta tierra. Eso fue hace bastante, cierto, pero fue tan importante que hizo de esta ciudad capital de la Bética y luz del Califato Omeya. Tiempos aquellos, que diría el clásico.

Hubo un tiempo en el que Córdoba sólo tenía tres puentes y la carretera pasaba junto al río dejando una huella de humo y atasco que partía la ciudad en dos. Luego alguien pensó en que había que hacer más puentes -unos oxidados, otros diseñados-, que buscaran acabar con la cicatriz que rompía la ciudad en dos para convertir a los vecinos en compañeros en lugar de parecer forasteros. Y se hicieron cosas buenas, se adecentaron las orillas y hasta se hicieron parques. Y se soñó con majestuosos con palacios del Sur y proyectos rimbombantes. Eran tiempos felices y dichosos. Los patos y las garzas volaban alegres y se posaban en bellos parajes rodeados de ruinas cargadas de historia. En aquella época cuentan que los vecinos de una orilla podían ver a los de la otra sin necesidad de subirse a la Torre de la Calahorra o a la terraza del Soho.

Pero luego vino la lluvia. Y con ella los desperdicios. Y lo que un día fue un molino bajo el que corría el agua se transformó en un agujero donde ya no para nadie. Y las bellas vistas desde las terrazas o los juegos de los parques dieron paso a frondosos bosques cargados de vegetación. Y los patos y las garzas perdieron de vista los molinos y tuvieron que poner luces de aeropuerto para encontrar sus nidos entre tan frondosa foresta. Y lo que soñóse que podía competir en belleza con imágenes de riberas como las de París, Budapest, Praga, Burdeos, Zaragoza o Sevilla, con sus orillas diáfanas y sus paseos fluviales, se convirtió en amazónico paisaje agreste por el que abrirse paso a machetazos.

Y en estas se acordó uno de aquel romano y su visionaria idea de crear una ciudad alrededor de un río. Y se preguntó, mientras paseaba, lo bonito que sería que esa idea siguiera hoy en día vigente. Y cayó en la cuenta de que en realidad estaba loco ese romano. ¿Quién quiere ver un río limpio y aseado pudiendo pasar las horas admirando el verdor de la maleza y la hermosura de los jaramagos?

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