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el patio de mi casaJosé Antonio Méndez

Mi hermana no era un niño

Ocultar a un hijo su identidad biológica, como han hecho dos señoras perturbadas que se están haciendo famosas con su cuenta en Instagram y sus cameos por los medios del régimen, no es educarlo en libertad: es un secuestro ideológico. Y maltrato infantil

Actualizada 04:30

Soy el menor de cuatro hermanos y el único varón. Con esas credenciales y nacido en los primeros 80, tenía todas las papeletas para haber sido el niño mimado, el consentido, el retoño de una madre amante y el juguete de tres madres postizas que velasen por mis caprichos. Oh, qué bello porvenir se me podría aventurar, qué almibarada existencia de caballerete, digna de una novela, qué sé yo, de Martín Vigil –o de Wodehouse– se me podría haber supuesto. Pero qué va, qué va.

Aunque no me habría importado serlo, la diferencia de edad con mis hermanas –7, 8 y 9 años mayores que yo, respectivamente– hicieron que aquello de ser el consentido fuese una quimera. Tan pronto como pude valerme por mí mismo, mis hermanas, en plena adolescencia reivindicativa, me espabilaron para que me hiciese la cama, pusiera o recogiese la mesa, fregase los cacharros, fuese a hacer recados al súper, barriese y fregase, y arrimase el hombro tanto o más que ellas en las labores domésticas.

Además, en mi colegio de monjas me enseñaron a coser, y aprendí con tal destreza y gusto que pronto le hacía trajes a mi marioneta de Macario, túnicas a las figuritas del belén (alguna aún lo conserva) y hasta jaimas de camuflaje para que mis G.I. Joe y mis Playmobil acampasen en el pasillo.

Antes de lanzar a mis Action Man a combatir los monstruos y dinosaurios que se agazapaban entre el tocadiscos y las macetas del salón, los aprovisionaba con la minúscula comida de mis cocinitas. Fruslerías apetecibles de vivos colores que me embelesaba mirar durante horas. Incluso yo mismo me enfundaba el mandil de mi madre para prepararle postres a mi familia, las más de las veces imposibles de digerir sin sufrir un coma hiperglucémico.

Como al fútbol no me aficioné hasta los diez años (otro día tal vez les cuente qué aconteció para tan feliz catarsis), en los recreos jugaba siempre con un par de niñas y otro crío torpe para el balón. Lucía, Eva, Óscar y yo éramos detectives, adivinos, magos, cocineros o exploradores... pero evitábamos los golpes, el contacto rudo y la abundancia de testosterona que chorreaban algunos de mis compañeros de patio.

Y nadie, se lo garantizo, nadie, me sugirió a mí, ni a mis padres, ni a mis profesores, que aunque varón por cromosomas, tal vez podría ser una niña.

De la infancia de mis tres hermanas, por ser mayores que yo, sólo me han llegado anécdotas que no pude presenciar, pero que atesoro como recuerdos en color sepia de los que hubiese sido testigo.

Una de las más celebradas en las reuniones familiares es aquella que narra cómo la mediana de las tres, de genio vivo y malencarado, se plantaba ante niñas varios años mayores que ella, con los brazos en jarra y su ensortijado pelo rizado, para impedirles el paso a la piscina de nuestra casa de veraneo. Algo así como una insolente portera de discoteca, chillona, canija y amenazante como una mantis, que daba pellizcos bajo el agua a las que lograban colarse. Semejante actitud barriobajera y nada femenina llevaba a la señora Remedios, vecina meticona y asaz desagradable, a reprobarla diciéndole que ella era un niño y no una niña.

A lo que mi hermana, que sabía lo que tenía entre las piernas y, sobre todo, conocía por boca de mis padres lo que eso significaba, es decir, lo que ella era de verdad, respondía secamente: «Señora, yo no soy un niño, soy una niña».

Más de treinta años después de estas cosas que les cuento, yo estoy casado y tengo cuatro hijos, más otro que me precede en el cielo, y mi hermana, aunque conserva sus resabios de mal genio, es una mujer femenina y educada, feliz esposa y madre de otros dos varones y una niña.

De haber nacido en nuestros días de desnorte existencial y ceguera ideológica, no me cabe duda de que mis padres o nosotros mismos nos habríamos topado con algún esbirro del mal, con algún orco woke, con alguna pérfida sirena progre, tan coprófaga como caníbal, que habría intentado seducirnos con su veneno diciéndonos que no éramos lo que somos, que estábamos atrapados en un cuerpo equivocado, que la verdad biológica no existe o no cuenta. O peor, que no somos nada en realidad, porque podríamos elegirlo a nuestro arbitrio tantas veces como quisiéramos.

Y con ello, ese orco, ese nigromante, esa sirena malévola como las que hoy pululan subvencionadas por los colegios, por los platós, por los ministerios y por las redes sociales, habría arruinado nuestras vidas e impedido, por extensión, que nuestros cónyuges hubiesen formado dos familias felices y fecundas de las que han nacido siete chavales maravillosos.

Ocultar a un hijo su identidad biológica, como han hecho dos señoras perturbadas que se están haciendo famosas con su cuenta en Instagram y sus cameos por los medios del régimen, no es educarlo en libertad: es un secuestro ideológico. Y maltrato infantil.

Mentir a un niño, en un aula, sobre el sexo al que pertenece, u ofuscar su entendimiento sólo porque vive su feminidad de un modo más brusco o su masculinidad de un modo más delicado, no es respeto a la diversidad: es coacción. Y maltrato infantil.

Decirle a un niño que es una niña, o a una niña que es un niño, o que pueden serlo hoy pero mañana no y pasado sí y al otro de nuevo, no, es manipulación. Y es maltrato infantil.

Porque lo que hacen estos monstruos, peores que aquellos que combatían mis Action Man entre el tocadiscos y las macetas del salón, no es un juego de niños y tiene un nombre que debemos desenmascarar cuanto antes: violencia. Pura violencia. Maltrato infantil.

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