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Un día con el duque de Alba en el palacio de Liria
Es extremadamente educado y curiosamente irónico, con ansias por disfrutar de un perfil bajo pero siempre sabiendo quién es y lo que representa
En los besamanos de los Reyes, en el Palacio Real, el duque de Alba es casi el único que hace el amago de besar la mano a las damas. También es el único que tiene abiertos al público sus tres palacios, que, al mismo tiempo, son sus viviendas. Y naturalmente cobra por esa apertura. «Así los ingresos ayudan», como él mismo me cuenta, «a mantener el patrimonio artístico» que compite al mismo nivel con el cercano palacio de Oriente, con el que comparte relojero.
Además de la visita general al palacio de Liria, de la tienda con productos con el sello de la Casa, que es una línea de negocio que explota uno de sus hijos y del alquiler de algunos espacios del palacio para eventos, desde hace un año el duque ha ampliado la explotación de Liria con exposiciones temporales en las que tiene el gusto de ejercer de anfitrión. En El Debate hemos sido invitados a acompañarle. Una deferencia que agradezco.
En nombre del duque Carlos, la eficaz e insustituible Lola Morali, convoca a las doce del mediodía a familiares y amigos a disfrutar de la exposición, para ello entramos por la puerta privada. Y encima del enorme escudo familiar en mármol, que da un poco de apuro pisar, nos entregan una tarjeta con un número. Uno, dos y tres, que serán los grupos que se organicen para ver con holgura la exposición. Porque, previamente a la visita, en la sala de baile del palacio los comisarios y especialistas explican a los invitados los entresijos de lo que han sacado a la luz.
Ver la muestra con los Alba te abre un mundo nuevo porque te hacen partícipe de sus anécdotas y soy testigo de la dulzura de Eugenia, la benjamina, con el primogénito, al que le cuenta un detalle que él no recordaba. Y por ejemplo, ante el traje de boda de Eugenia, la duquesa de Montoro nos comparte: «Yo quería un traje de inspiración medieval. Me gusta mucho el estilo medieval y así se lo dije a Ungaro. Él me presentó cuatro bocetos, escogí uno y no hubo más que hablar. Lo clavó, era el vestido que yo quería».
Y delante de una belleza en seda bordada, creada por Balenciaga, Carlos Fitz-James Stuart le comenta a la marquesa de Hoyos: «Isabel, si tú te pusiste de largo aquí en Liria» y sin querer se me escapa; «pero no es un traje largo» y ahí, Isabel de Hoyos, se gira y me puntualiza; «era corto por delante pero largo por detrás». Efectivamente, era el corte «pavo real» de Balenciaga de los años cincuenta. Pero el momento más entrañable es cuando, ante un Dior creado por Yves Saint Laurent, el duque de Alba regresa a su infancia «no me dejaron ver nada. Yo tenía once años y notaba que algo pasaba pero no me permitieron verlo, era un niño. Ahora es cuando soy consciente de lo que ocurrió en casa durante esos dos días que se abrió Liria para un desfile». Era la primera vez que la Alta Costura francesa salía de París para desfilar en el palacio de Liria y eso ocurría en 1957 por obra y gracia de su madre Cayetana de Alba.
Después de que el grupo uno haya recorrido las salas de la exposición temporal, el duque invita a tomar un refrigerio en los jardines posteriores, mientras el grupo dos y el tres hacen la visita. Él toma asiento entre damas, a su izquierda Sonsoles Díez de Rivera, hija de la elegante marquesa de Llanzol y musa de Balenciaga y a su derecha, la princesa Tessa de Baviera.
Carlos Fitz-James Stuart Martínez de Irujo es clásico, es afable y usa en las distancias cortas el humor inglés, no en vano cambió el orden de sus apellidos para no perder el Fitz-James Stuart de la corte inglesa. Es extremadamente educado y curiosamente irónico, con ansias por disfrutar de un perfil bajo pero siempre sabiendo quién es y lo que representa. Su pelo tupido e impecablemente blanco, el traje de corte clásico perfecto (y con tirantes), las manos suaves y arregladas y los modales de caballero.
Es un hombre que se levanta para saludarte y cuando decide que la conversación ha terminado, porque lo decide él, te da las gracias por haber acudido a su casa y, entonces, uno sabe que tiene que pedirle al camarero una copita de vino español, que es lo que se sirve en casa del duque, y seguir el camino por el jardín. Eso hago.
Y me entretengo hablando con Isabel, V marquesa de Hoyos y madre de Victoria Carvajal, que fue la primera ilusión de Felipe VI. Ella ha sido de las pocas mujeres que se han puesto de largo en el palacio de Liria, por la sencilla razón de ser familia «soy sobrina de Luis Martínez de Irujo el padre de Carlos». Isabel es una mujer bellísima, elegante y curiosa, con una belleza reposada y un pelo elegantemente ensortijado en un tono a juego con su piel y su estilo. «Yo era una joven de diecisiete años que no opinaba nada, me dejaba vestir y eran mi madre y Balenciaga los que disponían».
Isabel de Hoyos saca de su bolsito el teléfono y me enseña una foto en blanco y negro de ese momento. «Así me quedaba y mi madre y Balenciaga decidieron que llevase unos zapatos rojos y guantes largos que él trajo desde París. Yo no decía ni pío pero era comodísimo para bailar porque tenía un aro». Cuarenta años después, la marquesa se lo volvió a poner y también me enseña las fotos.
Y antes de abandonar Liria y volver al mundo real, Eugenia me comenta que su madre lo regalaba todo: «Yo recuerdo las montañas de ropa que salían de casa». Y si alguien sabe de montañas de ropa y de lo que contienen los palacios de Dueñas, Monterrey y Liria son las hermanas Morali. Lola y Ana María, que me recuerda «lo tremendamente ordenada que era la duquesa Cayetana. Ella sabía todo lo que tenía y dónde estaba colocado todo». Las Morali son dos mujeres fieles a los Alba e imprescindibles en ese otro mundo que habita tras los muros de esos palacios, ahora abiertos al público.