La vida burguesa de Pablo Iglesias e Irene Montero

Pablo Iglesias e Irene Montero han desarrollado la capacidad de criticar con contundencia lo que terminan practicando con entusiasmo. Lo suyo ya no es discurso político, es un catálogo de contradicciones con la hemeroteca como su delatora más evidente. El último capítulo ha llegado este septiembre tras conocerse que han matriculado a sus hijos en un colegio privado y progre, que presume de ecoescuela, hace compost, celebra el Día de la Mujer y hasta enseña lenguaje Python en aulas con ratio de 24 alumnos.

«Papá y mamá que quieren llevar al niño al colegio privado súper especial es porque no quieren que se mezclen con hijos de inmigrantes o de clase obrera», defendía el cofundador de Podemos. La cuota del nuevo colegio de Las Rozas de sus hijos no es precisamente proletaria: 500 euros al mes por niño, más los inevitables extras. Una mezcla curiosa entre activismo y élite que convierte lo que Iglesias llamaba «mecanismo segregador» en la opción elegida para sus propias criaturas.

En 2018 ya protagonizaron el primer giro argumental con la compra del famoso chalé en Galapagar: 615.000 euros, hipoteca incluida y parcela con piscina. El mismo exvicepresidente que desde un piso de 60 metros en Vallecas denunciaba lo «peligroso» que era aislarse en chalés de Somosaguas, acababa mudándose a una vivienda con jardín y privacidad absoluta. Lo que antes era «vivir como casta» se convirtió en «buscar un hogar familiar». Y la explicación, por supuesto, fue que todo era compatible con seguir defendiendo a los de abajo.

Mientras tanto, la exministra de Igualdad disfruta de un sueldo como eurodiputada que asciende a 131.129 euros anuales en 12 pagas. Una cifra que, para la mayoría de españoles, se sitúa en otro universo económico. Su pareja combina sus labores como director de Canal Red con su faceta hostelera: ha levantado 140.000 euros en un crowdfunding para ampliar su taberna Garibaldi en Lavapiés. Un local, por cierto, situado a diez minutos del anterior, que vuelve a demostrar que el «bar del pueblo» también se puede financiar con aportaciones populares.

El exprofesor de Ciencias Políticas en la Complutense construyó durante años una imagen de austeridad militante: camisetas básicas compradas en Alcampo, prendas de la marca alternativa 198 Revolt Clothing, sudaderas y camisetas con lemas reivindicativos, e incluso mascarillas con mensajes como «Yo no hablo con fascistas» durante la pandemia. Todo ello acompañado de sus inseparables camisas remangadas, convertidas en símbolo de cercanía con la clase obrera. Sin embargo, esa estética combativa dio paso a una versión mucho más pulida: ahora se le ha visto con una camisa de Silbon de 65 euros, marca asociada al estilo preppy, el mismo que identifica a los llamados «Cayetanos» contra los que tantas veces cargó en sus discursos.

Y cuando llega el verano, la tan proclamada austeridad también se toma vacaciones. La exministra de Igualdad se pasea por las playas más paradisiacas de Menorca, después de criticar el turismo masivo. «Muchísima gente de Mallorca, de Menorca, de Ibiza y de Formentera, habéis salido a la calle y habéis tenido muchas conversaciones para decir algo que es obvio: que las casas son para vivir. Que el turismo masivo no le puede costar la vida a la gente que vive, que trabaja y que ama en esos lugares», comenzaba a decir durante la campaña de la selecciones europeas del pasado 2024. También se ha dejado ver en Burdeos.