
Tres de las cuatro hijas de Isabel II en el exilio Paris
Dinastías y poder
Cuando una caja de pasteles salvó las joyas de las Borbón en la Segunda República
Al llegar al vagón en el que partiría rumbo al exilio, su camarista le entregó a través de la ventanilla una caja de pasteles de su confitería favorita. «Señora, aquí le dejó sus dulces favoritos», le gritó
Acababa de proclamarse la Segunda República. Era el 19 de abril de 1931 y la Chata se negaba a permanecer en una España que no fuese monárquica. La primogénita de Isabel II, pese a su avanzada edad y delicado estado de salud, decidió salir de Madrid. Durante más de cinco décadas la infanta Isabel de Borbón y Borbón había sido el personaje más querido de la familia real española.
El servicio preparó con rapidez un equipaje ligero y salió en una camilla móvil por la cancela del jardín de su palacete de Quintana con dirección a la estación de ferrocarril. Al llegar al vagón en el que partiría rumbo al exilio, su camarista le entregó a través de la ventanilla una caja de pasteles de su confitería favorita. «Señora, aquí le dejó sus dulces favoritos», le gritó. Parece que en ella viajaba parte de ese «joyero real» que había despertado la admiración de la corte española.
La infanta Isabel de Borbón fue durante años Princesa de Asturias e Infanta de España. Nacida en 1851 bajo la sombra de una paternidad discutida, se convirtió desde niña en la favorita de los españoles. Sonriente, cercana a los gustos nacionales y muy mandona. Quizá por su condición de hija mayor de la soberana empezó a conformar un guardarropa exquisito y una colección de joyas de sorprendente valor.
Los diamantistas mas afamados se vanagloriaban de lucir en sus escaparates el letrero de proveedores oficiales de S.A.R. la infanta Isabel. Cuando con apenas dieciocho años se acordó su matrimonio con el príncipe Cayetano de Borbón Dos Sicilias, conde de Girgenti, sus padres, Isabel II y Francisco de Asís de Borbón, le regalaron la tiara de las Conchas, elaborada especialmente para ella por la prestigiosa joyería Mellerio que acababa de abrir sucursal en Madrid.
Tenía además un estupendo collar de perlas de cuatro vueltas con el que fue retratada por Vicente Palmaroli en 1866. A estas piezas fue añadiendo otras como el broche de brillantes con colgante de pera, que lució en tantas ocasiones a lo largo de su dilatada vida al servicio de la corona.

La infanta Isabel de Borbón y Borbón, hija de Isabel II. Obra de Vicente Palmaroli
Pero la suya no fue sólo una vida de oropel. Viuda desde muy joven a causa de la muerte «voluntaria» de su marido, siguió una dedicación completa al cuidado de sus hermanas menores y sobre todo de atenciones a su sobrino y ahijado, el rey Alfonso XIII. Desde su palacete de la calle Quintana al que se trasladó al dejar el Palacio Real a comienzos del siglo XX, no dejó de cumplir los actos institucionales que le encargaban por el afecto que despertaba entre el pueblo.
Fue también una mujer culta, aficionada a las veladas musicales que organizaba en el palacio de La Granja y al deporte. También a los vestidos coloristas y la gabardina. Apoteósico resultó su viaje a Buenos Aires en 1910, con el que se pretendía ensalzar los lazos entre ambos países con motivo del centenario de la independencia de Argentina. Fue un soporte fundamental en la imagen pública de la corona aún en los días en los que la Restauración se resquebrajaba y el caciquismo y la guerra del Rif hacían tambalear el modelo político.

La Infanta Isabel visitó la Argentina con motivo del Centenario, en mayo de 1910
Con los años su extraordinaria vitalidad se fue apagando. Aquejada de artritis, se movía en silla de ruedas y perdió capacidad auditiva. Sus sobrinos Alfonso XIII, Fernando de Baviera —hijo de su hermana Paz— y Alfonso de Orleáns —hijo de Eulalia— la visitaban diariamente. Hasta que dejaron de hacerlo. Ella se extrañó: preguntó qué estaba pasando y no pudieron ocultarle lo ocurrido.
La Segunda República acababa de proclamarse en España. A su cuidado se había quedado la princesa Beatriz de Orleáns, Bee, esposa de Alfonso de Orleáns, que acompañaba al rey en la comitiva que partió del Campo del Moro con dirección a Cartagena el mismo 14 de abril de 1931. Bee trató de hacer recapacitar a la Chata. En su estado, no aguantaría el viaje. Pero la Chata no había perdido su carácter: ella no iba a quedarse en una España en la que no había rey. Aunque el nuevo gobierno había prometido garantizar la seguridad de la infanta, decidió marcharse.
Dio orden para que el servicio, dirigido por las hermanas Juana y Margot Beltrán de Lis, preparasen el equipaje y guardasen sus preciadas alhajas. María Cuevas, fiel doncella, separó las joyas históricas de la infanta, las suyas y las heredadas de su madre. Las otras, las que tenían menor valor histórico, quedaron depositadas en el Banco de España. La infanta Eulalia dirá años después que nunca se recuperaron.
Su mayordomo, Francisco Coello, activó un dispositivo urgente para organizar la marcha y conseguir una ambulancia que trasladase a la postrada infanta hasta la estación de El Escorial. No podría salir de la estación del Norte, ya que a la hora prevista de partida llegaba Pablo Rada, el mecánico y héroe republicano del Plus Ultra. Marchaba con lo indispensable y doscientas pesetas en metálico.
Llegó a la estación el domingo 19 de abril por la noche. Aguardaron unos minutos en la sala de espera y acomodaron a la infanta en el vagón dispuesto en el sudexpreso que partía hacia Hendaya. Alguien vio cómo se bajaba la ventanilla de la cabina y un miembro del servicio entregaba a Beatriz de Sajonia-Coburgo, desde el andén, una sombrerera, envuelta en papel de la exclusiva pastelería Prast. «Son las trufas que tanto le gustan a su alteza», se escuchó decir… El tren arrancó a las once de la noche. Por delante, doce horas de trayecto hasta Francia; al exilio.
Llegaron a la estación d’Orsay en la mañana del lunes 20 de abril. La infanta Isabel de Borbón fallecía en París el 23 de abril de 1931. Moría fuera de España, lejos del Madrid bullicioso que tanto le gustaba. No había tenido hijos. Sus joyas y parte de su patrimonio pasaron al rey Alfonso XIII y hoy, muchas de ellas, forman parte de las llamadas «joyas de pasar» que suele lucir la Reina Letizia.