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Antonio Pérez Henares
Historias de la historiaAntonio Pérez Henares

¿Traidor o héroe?: la historia de Gonzalo Guerrero, el arcabucero español que se convirtió en líder maya

Convertido ya en un guerrero de élite, Guerrero se hizo tatuar el rostro y el cuerpo con los signos de su rango y encabezó expediciones tan exitosas que fue nombrado jefe de todos los guerreros de Na Chan Can

Actualizada 04:30

Metamorfosis del español Gonzalo Guerrero

Metamorfosis del español Gonzalo GuerreroMuseo Nacional de Antropología, México

Nació en el puerto de Palos de la Frontera alrededor de 1470 y bien podía haber partido con los hermanos Pinzón en las primeras carabelas, pero a Gonzalo de Acosta o Guerrero –hay dudas sobre su apellido natal– no le dio por el mar, sino por la infantería. Soldado desde joven, era ya un experimentado arcabucero, de los que cargaban con presteza, se mantenían firmes y serenos, y sacudían el escopetazo cuando la caballería ya la tenían casi encima.

Cumplió los 20 años en Granada, cuya toma presenció al servicio de un tal Gonzalo Fernández de Córdoba, a quien luego siguió a Italia, donde lo vio convertirse en el genio militar que le valdría el apodo de Gran Capitán y con quien entró triunfante en Nápoles.

Retornó después a España y se enroló en una de las primeras singladuras no colombinas, tras haber decaído, por orden real, la exclusiva inicial concedida a los Colón. Partió en la expedición de Diego de Nicuesa y Alonso de Ojeda (1510), a quienes el ya viudo rey Fernando había otorgado sendas y vecinas gobernaciones en tierras que ahora son Panamá, Colombia y Venezuela, siendo el golfo de Urabá el límite entre ambos.

El arcabucero Gonzalo Guerrero fue de la partida de Nicuesa, y este y Ojeda no tardaron en entrar en disputas por las lindes. Al cabo, ambos desaparecieron del mapa, y sería Vasco Núñez de Balboa –quien había llegado como polizón– quien se haría con los mandos. Para reafirmarse en el puesto y conseguir la gracia de la Corona, quiso enviar cartas y también regalos a las autoridades de La Española y a la Corte. Para ello despachó una nao al mando de uno de sus leales, Juan de Valdivia, donde viajaba Guerrero con una relación de sus descubrimientos y conquistas, 300 marcos de oro (15.000 castellanos) como quinto real que le correspondía y la petición de tropas y oficiales —hasta mil—para repoblar y organizar aquellas tierras.

No llegarían nunca a Santo Domingo. Al amanecer del 18 de agosto de 1511, tres días después de haber salido con buen mar de Darién, se desató sobre ellos una terrible tormenta que lanzó el barco contra las escolleras llamadas de las Víboras, frente a la costa del Yucatán, donde encallaron y acabaron por irse a pique, llevándose al fondo del mar a la mayoría de los tripulantes, así como el oro, los relatos y las esperanzas de todos. Solo lograron salvarse, en un pequeño batel, una veintena de personas, entre ellas dos mujeres.

Sin provisiones ni agua, la situación en la pequeña embarcación se volvió desesperada y llegaron a beber sus propios orines. Finalmente, tan solo ocho consiguieron llegar a la costa, pero fue para caer en manos de los indios, quienes, nada más poner pie en tierra, mataron a cuatro e hicieron prisioneros a los demás. Uno de ellos, al que un guerrero maya había hundido el cráneo con una macana, salió despavorido hacia la espesura, apretándose la cabeza con ambas manos, y fue amparado por una india que lo curó. Perdida la razón, se quedó a vivir en el bosque y solo salía para pedir comida a las casas de los indígenas. Estos, que lo reconocían por el gran hoyo en su cabeza y su risueño delirio –pues reía de continuo–, no le hacían daño, creyendo que solo podía haber sanado de tal herida por voluntad de los dioses. Vivió así tres años más, hasta que murió.

Hemos sabido de ello porque uno de los tres —y luego dos—que quedaban era Jerónimo de Aguilar, un clérigo, que junto con Gonzalo Guerrero fueron ya los únicos supervivientes. Eran esclavos del cacique Taxmar, de la ciudad-estado de Mani, quien se los entregó a su sacerdote Teohom. Este era un hombre cruel que los maltrataba de continuo y no habría tardado en matarlos, de no ser porque el cacique descubrió en ellos una singular valía que les salvó la vida.

Reproducción de los murales de Bonampak (derecha) 1, Guerreros mayas

Reproducción de los murales de Bonampak (derecha) 1, Guerreros mayas

Resultó que los dos españoles enseñaron a los indígenas tretas militares que les dieron la victoria cuando tuvieron que combatir con otros enemigos de su misma raza, como esta que transcribió Francisco Cervantes de Salazar de boca de Aguilar: «Será de esta manera que al tiempo que las haces se junten, yo me tenderé en el suelo entre las hierbas con algunos de los más valientes de vosotros, y luego nuestro ejército hará que huye, y nuestros enemigos con la alegría de la victoria y alcance, se derramarán e irán descuidados; e ya que los tengáis apartados de mí con gran ánimo, volveréis sobre ellos, que entonces yo los acometeré por las espaldas; y así, cuando se vean de la una parte y de la otra cercados, por muchos que sean desmayarán, porque los enemigos cuando están turbados, mientras más son, más se estorban».

Taxmar los reclamó entonces para sí y les dio mejor trato y empleo. Jerónimo de Aguilar, hombre de gran fervor, se mantuvo firme en sus creencias y costumbres. El cacique, para atraerlo a ellos, lo tentó con mujeres, llegando a enviarlo a pescar a la costa «dándole por compañera a una india muy hermosa, de catorce años, a la que había instruido para seducirlo». Sin embargo, Aguilar resistió la tentación y cumplió su promesa de no llegar a mujer infiel, confiando en que Dios lo librara del cautiverio en que se hallaba.

Por su parte, Gonzalo Guerrero fue entregado al gran jefe maya Na Chan Can, líder de Ichpaatún, en el norte de la bahía de Chetumal. Este lo cedió al jefe de sus tropas, Balam, quien quiso tenerlo cerca de él. Un día, al atravesar un río, Balam fue atacado por un caimán. Ante la parálisis de los demás, Guerrero se lanzó contra el reptil, matándolo y salvando a su amo. En recompensa, Balam le concedió la libertad.

Convertido ya en un guerrero de élite, Guerrero se hizo tatuar el rostro y el cuerpo con los signos de su rango y encabezó expediciones tan exitosas que fue nombrado jefe de todos los guerreros de Na Chan Can. Se casó con una de las hijas de este, la princesa Zazil Há, y adoptó plenamente la cultura maya, permitiendo incluso los rituales de mutilación y a sus hijos les aplanaron la frente como correspondía a su estirpe. Se dice que consintió el sacrificio de su hija mayor, Ixmo, en la pirámide de Chichén Itzá como ofrenda para acabar con una plaga de langostas.

También puede que combatiera y contribuyera a la derrota de las expediciones de Grijalba (1517) y sobre todo a la de Francisco Hernández de Córdoba en la batalla señalada por las crónicas hispánicas como «La mala pelea».

Miguel Ángel Muñoz interpretando a Gonzalo Guerrero en El Ministerio del Tiempo

Miguel Ángel Muñoz interpretando a Gonzalo Guerrero en El Ministerio del TiempoRTVE

Gonzalo Guerrero, aunque tuvo la oportunidad de hacerlo, no quiso volver con los españoles y prefirió ser, ya para siempre, un maya. Esto ocurrió cuando Hernán Cortés, antes de lanzarse a la conquista del Imperio mexica, llegó a la isla y santuario de Cozumel (1519).

Cortés, siempre hábil en su trato con los indios, a quienes no hizo allí ninguna ofensa, fue informado de que tierra adentro vivían dos barbudos como ellos. Deseoso de rescatarlos y de que luego le fueran útiles como intérpretes, decidió recuperarlos. Para ello, envió a algunos indios con cartas para los españoles, pero también con regalos, cuentas y abalorios para persuadir a sus amos de que los dejaran partir. Asimismo, ordenó que una tropa de veinte ballesteros y escopeteros, al mando de Diego de Ordaz, los esperara en la costa.

Escribe Cortés: «Señores y hermanos, aquí en Cozumel he sabido que estáis detenidos en poder de un cacique. Yo os pido, por merced, que luego os vengáis aquí a Cozumel, para lo cual envío un navío con soldados, si los hubiéredes menester, y rescate para dar a esos indios con quienes estáis. El navío os aguardará ocho días. Veníos con toda brevedad: de mí seréis bien mirados y aprovechados. Yo quedo aquí en esta isla con quinientos soldados y once navíos».

Los indios dieron, en efecto, con Jerónimo de Aguilar dos días después. Tras entregarle la carta y los rescates, lleno el clérigo de alegría, fueron a ver a su amo, a quien los indios le dijeron lo poderoso que era el señor que los enviaba, las muchas armas y guerreros que traía y lo cerca que ya estaba. Con ello, el cacique, de muy buen grado, aceptó los regalos y dio licencia a Aguilar para que se marchara y le dijera al poderoso señor que llegaba que deseaba estar en concordia con él.

El clérigo, antes de hacerlo, se dirigió a donde estaba Gonzalo Guerrero. Tras abrazarse ambos y entregarle la carta de Cortés, se produjo uno de esos momentos que, contado por el propio Aguilar —quien lo describe con toda su sencillez, hondura y emoción—, le parece, a quien esto escribe ahora, uno de los parlamentos más hermosos y profundamente humanos que ha leído. La respuesta de Guerrero y sus razones para no querer volver fueron estas:

«Hermano Aguilar, yo soy casado y tengo tres hijos. Me tienen por cacique y capitán cuando hay guerras. La cara tengo labrada y horadadas las orejas. ¿Qué dirán de mí esos españoles si me ven ir de este modo? Idos vos con Dios, que ya veis que estos mis hijitos son bonitos, y dadme, por vida vuestra, de esas cuentas verdes que traéis para darles, y diré que mis hermanos me las envían de mi tierra». Por estas palabras, sería profundamente injusto no intentar, al menos, comprender a Gonzalo Guerrero.

Aguilar partió hacia donde estaba Cortés, tras enlazar con Ordaz, y en Cozumel fue reconocido por un antiguo compañero de su tiempo con Nicuesa, Andrés de Tapia, con quien se fundió en un abrazo. Hernán lo recibió con gran afecto y, de inmediato, lo quiso a su lado como intérprete. Sería su «lengua» durante la conquista hasta la aparición de Malinche, quien, además de maya, hablaba también la lengua de los aztecas.

Guerrero quedó atrás, sabiendo que habría de combatir a quienes partían como enemigos y con la certeza, como español, de que volverían. Lo hizo con gran destreza y éxito. Siguió adiestrando a los mayas e hizo fracasar varios intentos de los españoles por adentrarse en su territorio, el cual ahora ocupa el Parque Natural de Champotón, en el estado de Campeche (México).

En 1527, se enfrentó a los Montejo, padre e hijo, que, con cuatro navíos y cuatro mil soldados, se lanzaron a la conquista de Yucatán. Aunque les fue muy difícil, lograron adentrarse y ocupar parte del territorio, aunque no del todo. Se le dio entonces por muerto, pero reapareció en 1537 cuando, al frente de cincuenta canoas, se enfrentó a las tropas de Pedro de Alvarado en Puerto Caballos, en un poblado llamado Timancaya, a orillas del río Ulúa.

Una flecha de ballesta lo alcanzó en el ombligo y le salió por un costado, y un tiro de arcabuz —de aquellos que él, en su tiempo, tan bien manejaba— también lo alcanzó de lleno. Sus hombres lo sacaron de la batalla y lo llevaron bajo unas palmeras donde, tras pedirles que cuidaran de sus hijos, murió.

Estatua alusiva a Guerrero y al Mestizaje, hecha por Raúl Ayala Arellano en 1974

Estatua alusiva a Guerrero y al Mestizaje, hecha por Raúl Ayala Arellano en 1974

Los indios se replegaron y su cadáver quedó en campo enemigo. Algunos españoles afirmaron luego haberlo visto: tatuado y vestido como un indio, pero barbado. Sin embargo, al caer la noche, los mayas aprovecharon la oscuridad, llegaron hasta donde estaba su cuerpo y se lo llevaron. Luego, lo arrojaron a las aguas del Ulúa para que este lo llevara hasta el mar, por el cual había venido.

Para los españoles de su época, fue un traidor y un renegado; para los indigenistas actuales, el padre del mestizaje. Sus hijos, aparte de la primogénita, fueron dos varones y otra niña, considerados los primeros mestizos, sin querer reconocer como tal al hijo de Cortés y Malinche.

Un gran monumento, ubicado curiosamente cerca del Paseo de los Montejo, en la ciudad de Mérida, obra del escultor Raúl Ayala, honra su memoria, que es glorificada también en este himno.

«Esta tierra que mira al oriente / cuna fue del primer mestizaje / que nació del amor sin ultraje / de Gonzalo Guerrero y Za'asil».

Me he limitado a contar su historia. Una de tantas que apenas conocemos de aquel tiempo en que los españoles cambiaron los mundos.

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