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Historias de la historiaAntonio Pérez Henares

Blas de Lezo, el héroe rescatado que derrotó al pirata y al inglés

Su nombre es cada vez más un referente y un ejemplo, a pesar del intento pertinaz de algunos, instalados en lo más alto del poder, carceleros y enemigos de nuestra historia

El vicealmirante Don Blas de Lezo

Cuando estas líneas estén publicadas, yo deberé andar por Cartagena de Indias (Colombia), con la Expedición «España Rumbo al Sur», que dirige Telmo Aldaz, y habré girado visita a la estatua dedicada a nuestro personaje de hoy: Blas de Lezo, el gran marino vasco, y por vasco tan español, por quien, al decir de mi maestro Miguel de la Quadra-Salcedo, y tío de Telmo, aquel continente habla nuestra lengua hoy. No le faltaba parte de razón. Si el almirante Vernon hubiera conseguido tomar aquella plaza tan decisiva, tal vez hoy hablaría inglés.

Blas de Lezo fue el responsable de que no sucediera, pero, aunque cada vez menos, por fortuna, hace tan solo unos años era un gran desconocido para la inmensa mayoría de españoles. Hoy debemos alegrarnos de que no sea ya así. Su nombre es cada vez más un referente y un ejemplo, a pesar del intento pertinaz de algunos, instalados en lo más alto del poder, carceleros y enemigos de nuestra historia, como el propio ministro del ramo.

El episodio por el que don Blas pasó a la historia fue su gran gesta final, cuando ya tenía el cuerpo destrozado por tantas batallas y parecía irremediablemente condenado a perder la última: rendir Cartagena de Indias al inglés y que este se apoderara con ello de la llave de la América Hispana y, por ahí, invadiera el continente entero.

Tan seguro estaba el almirante Vernon de lograrlo que, cuando creía tener ya en sus manos la presa (1741), envió noticia de la victoria a la corte inglesa, repicaron campanas y hasta se acuñó moneda proclamando la victoria. La ensoberbecida mentira se constató cuando Vernon hubo de salir de allí con el rabo entre las piernas e informar que lo de tomar Cartagena ya, si eso, sería para otro año.

Moneda que se acuñó en conmemoración de la victoria que nunca sucedió

Blas de Lezo y Olavarrieta había nacido en Pasajes (Guipúzcoa) el 3 de febrero de 1689 y, como tantos paisanos suyos, proclamó y llevó a gala haber servido con orgullo al Imperio y a su patria española. Hijo de avezados y notables marinos, pero no el mayor, a quien correspondía el mayorazgo, a los 12 años ya estaba embarcado, buscando en la mar su senda y, en la marina de guerra, su lugar.

Lo primero con que se topó fue con la guerra de Sucesión entre el Borbón, Felipe de Anjou, nombrado heredero por Carlos II —a la postre Felipe V—, y el pretendiente, el archiduque Carlos de Austria. Con tan solo 14 años participó en la batalla de Vélez-Málaga, primer intento de recuperar Gibraltar, tomado hacía nada por los ingleses, aliados de los austracistas.

La batalla acabó con una aparente victoria franco-española, pero sin cumplir su objetivo, y Blas de Lezo, con una pierna menos. Una bala de cañón, cuando se batía bravamente, le destrozó la izquierda, que hubo de serle amputada allí mismo, por debajo de la rodilla y sin anestesia, para salvarle la vida. Una pata de palo la sustituyó.

Por su valor fue ascendido a alférez y el rey Felipe V le ofreció ser asistente de cámara en la Corte, pero él rehusó y regresó al servicio a bordo. Destinado en el Mediterráneo occidental, participó en el ataque y toma del poderoso buque inglés Resolution. El mando de las presas solía entregarse al oficial que lo había logrado, y esa fue la primera nave que Blas de Lezo mandó.

Al año siguiente, 1706, le fue encomendada la misión de abastecer a los sitiadores de Barcelona, en manos del pretendiente don Carlos, pero no consiguieron tomar la ciudad. Lezo fue destinado a la fortaleza francesa de Tolón. Al ser esta atacada por una flota al mando de Eugenio de Saboya, el impacto de un cañonazo en la fortificación hizo que una esquirla le reventara el ojo izquierdo.

Sitio de Tolón

Tres años más tarde, ya capitán de fragata, protagonizó la captura del famoso buque británico Stanhope y, ya como capitán de navío, al mando del Campanella, participó en el definitivo asedio de Barcelona, con el que impidió el abastecimiento de la ciudad y la bombardeó. En el curso de aquellos combates, un balazo en el antebrazo derecho le dejó ese miembro sin movilidad para el resto de su vida. Tenía 26 años y estaba ya tuerto, cojo y manco.

Su última misión en aquella guerra fue su participación en la reconquista de Mallorca, que se rindió sin oponer resistencia en 1715. Su siguiente destino ya le haría cruzar el Atlántico. Los años siguientes los empleó en limpiar de corsarios los accesos marítimos de La Habana, que hostigaban a los mercantes, para luego volver a España y afincarse en Cádiz, pero no tardó en regresar a ultramar. Entre los años 1723 y 1729 mandó la flota virreinal del Perú y acabó con la piratería que asolaba aquellas costas.

Fue allí cuando se casó, en 1725, con una limeña de la alta sociedad criolla y veinte años más joven que él: Josefa Pacheco de Bustos y Solís. Sus hazañas por aquellos mares se sucedieron. Primero apresó a la nao capitana de una flota neerlandesa de cinco barcos, que le superaban en potencia de fuego, y no mucho después se apoderó de la totalidad de una flota inglesa de seis, de los cuales se quedó con tres para la escuadra virreinal.

Sus éxitos no le trajeron reconocimientos, sino celos del nuevo virrey, y en el año 1730 regresó a España trayendo con él a su mujer y a sus dos hijos mayores, Fernando y Josefa. Los otros cinco restantes nacieron ya en España.

Ataque español a Orán

Nombrado jefe de la escuadra del Mediterráneo, consiguió una de sus mayores hazañas: nada menos que los banqueros genoveses devolvieran el dinero de la Hacienda española que guardaban en sus bancos. Bastó con amenazarlos con bombardear la ciudad. Nada menos que dos millones de pesos, que se emplearon al año siguiente en la recuperación de la plaza de Orán, que se había perdido en la guerra de Sucesión.

La conquista fue casi más fácil que conservarla después, pues Bey Hassan, el derrocado señor, se alió con el Bey de Argel y, tras sitiarla y derrotar a las tropas que intentaron una salida, estuvieron a punto de tomarla. Pero volvió a aparecer Blas de Lezo y, tras desbaratar a nueve naves argelinas que intentaron impedirle abastecer la plaza, se lanzó contra la flota enemiga, la desperdigó y acosó a sus buques mejor armados incluso en sus propios puertos, hasta apoderarse de su capitana.

Nombrado teniente general, se le encomendó el mando de la última flota de galeones que partió del Puerto de Santa María, donde se había establecido con su familia. Realizó la singladura en 1737 y llegó sin contratiempos a Cartagena de Indias.

Allí regresaría aquel mismo año ya como comandante general, y allí, cuatro años después, protagonizaría su gran gesta, tras haber iniciado Inglaterra una nueva guerra contra España, en la suposición de que no les sería difícil obtener beneficios dada su ventaja ya en el mar. La famosa guerra de la Oreja de Jenkins: un contrabandista apresado por un capitán español, Juan de León Fandiño, quien le cortó una oreja al tiempo que le advertía: «Aquí está tu oreja: tómala y llévasela al rey de Inglaterra, para que sepa que aquí no se contrabandea».

Plano de Cartagena de Indias realizado en 1735 y publicado en la obra Relación histórica del viaje a la América meridional, de Jorge Juan y Antonio de Ulloa

Aquello sirvió como excusa y el almirante Vernon se lanzó al asalto de las plazas españolas, pensando que era pan comido. Aunque fue rechazado en La Guaira, tras apoderarse de Portobelo creyó que todo le sería igual de fácil.

Desde allí envió un petulante mensaje a Blas de Lezo, diciéndole que se dirigía hacia él y que mejor hiciera lo del comandante de Portobelo y se fuera rindiendo. Lezo le respondió: «Si hubiera estado yo en Portobelo, no hubiera su merced insultado impunemente las plazas del Rey mi señor, porque el ánimo que faltó a los de Portobelo me hubiera sobrado para contener su cobardía».

Vernon llegó ante Cartagena de Indias con 186 barcos y 2.000 cañones, entre navíos de guerra, fragatas, barcos cargados de explosivos incendiarios y buques de transporte; 23.600 combatientes entre marineros, soldados y esclavos macheteros de Jamaica, más 4.000 que llegaron desde Virginia bajo las órdenes de Lawrence Washington, hermanastro del futuro primer presidente de EE. UU.

Lezo solo contaba con tres mil hombres: 1.700 de tropa regular, 500 milicianos y 600 indios flecheros traídos del interior, así como la marinería y tropa de los tan solo seis navíos de guerra de los que disponía la ciudad: el Galicia, la capitana; el San Felipe, el San Carlos, el África, el Dragón y el Conquistador.

Vernon desembarcó, tras forzar la entrada en la bahía, el 1 de abril, emplazó su artillería y comenzó a tomar los fuertes. Uno tras otro fueron cayendo hasta que solo quedó San Felipe. El inglés se creyó ya vencedor y envió a Londres su fragata más veloz, la Spencer, con dos oficiales españoles capturados y la insignia de la capitana de Lezo, que este había hundido para entorpecer su desembarco.

Estatua de Blas de Lezo frente al castillo San Felipe de Barajas, Cartagena de Indias, Colombia

Cuando la noticia llegó a la capital británica se desató la euforia: «Se dispararon salvas desde la Torre de Londres, las campanas de las iglesias se echaron a volar y la victoria fue celebrada con iluminación general y fuegos artificiales». El Parlamento hizo acuñar monedas con Lezo arrodillado, con ambos ojos, brazos y piernas sanos —le hicieron ese «favor»—, entregando su espada al almirante inglés. En el anverso, junto a las imágenes del supuesto vencedor, figura esta inscripción: «El orgullo de España humillado por el almirante Vernon», y en el reverso se remacha con esta otra: «Auténtico héroe británico, tomó Cartagena en abril de 1741».

Pero nada había sucedido así. Cierto que la caída parecía inminente y que solo resistía el fuerte de San Felipe, pero los ingleses perdían cada vez más hombres. Cuando, tras machacar la fortaleza con todos sus cañones desde tierra y mar, se lanzaron al asalto definitivo, el 20 de abril, este fracasó y se convirtió en una matanza.

Lezo había ordenado excavar los fosos, y las escalas preparadas no alcanzaban la altura necesaria. La infantería española contratacó, los ingleses huyeron despavoridos y la carnicería fue tremenda.

El desánimo se apoderó de los ingleses. Los sucesivos intentos carecieron ya de vigor. Llegaron las lluvias, y al campamento, la enfermedad. Vernon desistió. Reembarcó, incendiando incluso algunos barcos, y perdió cerca de veinte, pues sus cuantiosas bajas le impedían dotarlos de tripulación, dejando atrás más de 4.000 muertos.

Pero remitió a Lezo otra petulante carta: «Hemos decidido retirarnos, pero para volver pronto a esta plaza, tras reforzarnos en Jamaica». El almirante español respondió con ironía: «Para venir a Cartagena, es necesario que el rey de Inglaterra construya otra escuadra mayor, porque esta solo ha quedado para conducir carbón de Irlanda a Londres».

Cartagena de Indias se había salvado y se mantendría en la Corona de España hasta la declaración de independencia. El continente sigue hablando —y se dice que mejor que en ningún lugar del mundo— el español.

Blas de Lezo ya estaba enfermo; unos dicen que por heridas sufridas, y otros, de unas fiebres. Murió el 7 de septiembre de 1741 y fue enterrado sin boato y con penuria en el convento de San Francisco. Al poco de fallecer llegaría desde España, a instancias del virrey, el envidioso Sebastián de Eslava, su destitución y la orden de regresar para ser «reprendido». Su familia habría de esperar casi veinte años para que se restablecieran la verdad y su honor. El rey Carlos III, ya en el año 1760, compensó a su hijo mayor, Fernando, por las acciones de su padre, nombrándolo marqués.

Al mentiroso y derrotado Vernon, aunque el rey Jorge ordenó que se borrara toda referencia a la batalla, lo enterraron con honores en la abadía de Westminster.

Sin embargo, es justo reconocer que hoy Blas de Lezo goza de un reconocimiento cada vez mayor. Sus estatuas destacan en lugares emblemáticos, tanto en Madrid —plaza de Colón— como junto al fuerte de San Felipe, en Cartagena de Indias, y su figura es motivo tanto de estudio para historiadores como de inspiración para novelistas a un lado y otro del Atlántico. Y hasta, a lo mejor, a un cineasta le da por hacer un día una película donde un marino español con su nombre vence una y otra vez al pirata y al inglés.