Becerrillo, el perro que fue soldado y héroe en la Conquista de América
Antes que el caballo, fue el perro. En la conquista de América, algunos canes hicieron historia… y uno, Becerrillo, se convirtió en leyenda
La Llegada, de Augusto Ferrer-Dalmau
Cuando los españoles llegamos a América, encontramos en las islas caribeñas, y más tarde en Tierra Firme, que los indígenas ya tenían perros. Con los primeros habitantes, venidos desde Asia a través del estrecho de Bering, había llegado también el perro, el primer animal que, decenas de miles de años antes que cualquier otro, había trabado vínculo con el hombre en el Paleolítico, mucho antes de que domesticara a ningún otro animal ya en el Neolítico.
A los primeros descubridores, los de las tres carabelas —en las que no hay noticia de que viajara ningún can—, les sorprendió que los perrillos indígenas, a los que llamaron gozques, fueran unos mansos y pequeños animalitos que tenían en sus cabañas más como mascotas y a los que se comían.
Según el relato de los primeros cronistas, no ladraban y eran casi por completo mudos, emitiendo tan solo gañidos y gemidos de dolor cuando se les hacía daño. Ellos también los comieron, y según Fernández de Oviedo, quienes se llevaron una ración a la boca «[…] loan este manjar y dicen que les parece no menos bien que cabritos».
Igualmente habla de ellos como apetitosa comida el hambriento Cabeza de Vaca, en su inaudita epopeya cruzando todo el continente desde la Florida hasta el Pacífico, a quien le son obsequiados por las tribus de las praderas como pago y homenaje a sus curaciones.
Los primeros perros hispanos en arribar al Nuevo Mundo lo hicieron ya en el segundo viaje colombino, compuesto por 17 naves, ya decididamente de conquista y asentamiento en el territorio, en el que iban también caballos acompañando a los soldados. Eran dogos y alanos, entrenados para la guerra, que alcanzaban hasta los 45 kilos de peso y estaban ataviados y protegidos para el combate con escaupiles de algodón, pectorales tachonados y gruesos collares de cuero con púas de acero.
Representación de Becerrillo, el perro que fue entrenado para matar por los conquistadores españoles
Habían sido ya utilizados con éxito en la guerra contra los moros que culminó en la Reconquista de Granada, donde se habían curtido varios de los capitanes que iban en aquella singladura, como Alonso de Ojeda o Juan Ponce de León. Precisamente uno de los hombres de confianza de este último, Sancho de Arango, era el amo de quien acabaría por ser el perro más famoso de la Conquista de América: Becerrillo.
Su nombre le venía de haberse criado en una dehesa entre vacas bravas y, según lo describe López de Gómara, era «bermejo, boquinegro y de mediana robustez». Era un alano bravo, fuerte, de poderosa mandíbula y ojos que parecían echar fuego cuando se abalanzaba con ferocidad tremenda contra sus presas o enemigos.
La primera vez en las Indias, en la batalla de la Vega Real, en La Española, donde, junto a los 20 caballos de Ojeda, los 20 perros que también formaron fueron determinantes para que los más de 10.000 indios que había enfrente acabaran huyendo aterrados.
Becerrillo destacó entre todos ellos, y Bartolomé de Colón, el hermano del Almirante, que dirigió aquel día a los españoles, alabó a los canes diciendo que prefería a cada uno de ellos por diez hombres y a Becerrillo por veinte. De hecho, y con el tiempo, el can cobraba como soldada —su amo por él, vamos—, la de un ballestero y parte y media en los repartos.
Boceto de Augusto Ferrer-Dalmau en el que aparece Leoncico
Becerrillo fue leyenda, y no solo por el pavor irrefrenable que creaba en los indios, sino por su olfato al descubrirlos en la foresta: «Sintiendo el olor de los indios que estaban en la emboscada, comenzó a ladrar y descubrió la celada»; y hasta por saber distinguir la belleza de las mujeres: «A las indias guapas se las quedaba mirando en silencio y a las feas les ladraba» (Fernández de Oviedo).
Era cruel, carnicero y sanguinario en la lucha, pero alegre para salir cabrioleando por delante de su amo, sobre todo si este salía a caballo y se dirigía al monte. Asimismo, se contaba que era capaz de perdonar la vida a quien estaba indefenso.
Se narraba de él que, un día, para hacer risas —que las más crueles son las de los soldados—, el capitán Diego de Salazar dio una carta a una vieja india, de entre los prisioneros que tenía. Luego la soltó y le dijo que la llevara a su poblado y allí la entregara al español que estaba al mando.
A poco de partir la vieja, Salazar azuzó a Becerrillo tras sus pasos con la orden de que la capturara, que para el caso era decir que la destrozara a dentelladas. El alano no tardó en darle alcance y se abalanzó sobre la anciana, presto a matarla. Esta, indefensa y aterrada, comenzó a suplicar y a enseñar la carta que llevaba. Entonces el perro, tras girar en torno a ella y orinar, no prosiguió su ataque y le perdonó la vida.
Cuando el capitán Salazar, Arango y los demás llegaron, se quedaron mudos, y alguno hasta pudo pensar que el fiero perro les había dado una lección de compasión y humanidad de la que ellos habían carecido.
Becerrillo murió en combate, defendiendo a su amo herido por los feroces y caníbales indios caribes, allá por Puerto Rico, donde había sentado sus reales Ponce de León tras dejar La Española. Los caribes habían llegado en canoas y asaltado la casa donde vivía Arango. Salió este a defenderla y acabaron por prenderlo; se lo llevaban ya para comérselo, cuando apareció el alano y comenzó a destrozarlos a mordiscos. Logró contenerlos, que lo soltaran, y dio lugar a que llegaran refuerzos, si bien el animal pagó con su vida. Una flecha envenenada le había atravesado el costado y murió allí mismo, en la playa, a pesar de los esfuerzos de su amo por salvarlo.
Aquel día, a Sancho de Arango no le había dado tiempo a colocarle la coraza de algodón que solía ponerle para que los dardos no le penetraran en el cuerpo. Becerrillo murió como un gran soldado. Se le enterró bajo una alta ceiba, y se mantuvo en secreto su muerte para hacer creer a los indígenas que aún vivía y que era alguno de los otros perros que tenían.
No solo la leyenda de Becerrillo proseguiría tras su muerte, sino que tuvo continuidad con su hijo, llamado Leoncico, que fue nada menos que el primer perro en bañarse en el Pacífico. Sancho de Arango se lo había vendido de cachorrillo a Vasco Núñez de Balboa, el descubridor del gran océano, a quien acompañó en todas sus peripecias, desde ser polizón hasta gobernador de Veragua.
Su muerte en la actual Panamá, envenenado no se sabe si por mano blanca o mano india, prefiguró el triste fin del gran Balboa, hecho decapitar poco tiempo después en Acla por el duro y vesánico Pedrarias.
Hubo otros perros cuyos nombres han llegado también hasta nosotros. Entre ellos destaca el de Bruto, el inseparable compañero de Hernando de Soto, el gran jinete, conquistador del Perú junto a Pizarro y descubridor del Misisipi, desde que se lo regaló nada menos que Felipe II, cuando este aún era príncipe y Hernando, gobernador en Cuba.
Fue en la expedición a la Florida donde encontraría, al igual que su amo, la muerte. Bruto descubrió, al otro lado de la ribera de un río por donde se preparaban para cruzarlo los españoles, a un grupo de indios dispuestos a la emboscada. Se lanzó a las aguas y, tal como cuenta el Inca Garcilaso, aún con cincuenta flechas, algunas de ellas atravesándole la cabeza, logró llegar a tierra y ladrar dando el aviso antes de expirar.
Era de pelaje arlequinado y, de él, dijo Fernández de Oviedo que «parecía que tuviera entendimiento humano».