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San Bonifacio y el árbol de Navidad

San Bonifacio y el árbol de Navidad

Ni pagano ni victoriano: el verdadero origen del árbol de Navidad

No es una costumbre pagana ni una moda victoriana. Su origen está en una batalla espiritual del siglo VIII entre San Bonifacio y los cultos germánicos. Así nació el símbolo cristiano que hoy decora millones de hogares

Llega diciembre y el mundo occidental, sumido en esa amnesia espiritual que confunde el progreso con el olvido, se lanza a un ritual curioso. En millones de hogares, desde Nueva York hasta Madrid, las familias erigen en sus salones un árbol. A menudo es de plástico, made in China, y se cubre con luces parpadeantes que provocan ataques epilépticos y bolas de colores chillones. Se nos dice que es «el espíritu de la Navidad», o peor aún, se nos vende la moto averiada de que es una «costumbre pagana» que el cristianismo robó para tapar el solsticio de invierno.

Nada más lejos de la realidad. Para el católico culto, que se niega a comulgar con ruedas de molino progresistas, el árbol de Navidad no es un adorno de centro comercial. Es un trofeo de guerra. Es el monumento vegetal a una de las batallas espirituales más decisivas de la historia de Europa: el momento en que la Cruz venció al martillo de Thor, y la luz del Evangelio penetró en las tinieblas de los bosques germánicos.

El terror en los bosques de Hesse

Para entender el árbol, hay que mancharse las botas de barro y viajar al siglo VIII. La Europa central no era el paisaje de relojes de cuco y orden que conocemos hoy. Era Germania, una tierra oscura, cubierta de bosques impenetrables donde el miedo reinaba sobre la razón. Las tribus locales adoraban a dioses caprichosos y violentos. Y en el centro de su cosmogonía estaba el Roble del Trueno, en Geismar.

Aquel roble no era un simple árbol; era el santuario de Thor. A sus pies, según las crónicas de la época, no se dejaban cartas con deseos, sino que se derramaba sangre. Los sacrificios, a veces humanos, eran el precio que los bárbaros pagaban para apaciguar la ira de las tormentas. La oscuridad espiritual era absoluta.

El dios Thor en la batalla contra los gigantes. Pintura de Mårten Eskil IBGE (1872)

El dios Thor en la batalla contra los gigantes. Pintura de Mårten Eskil IBGE (1872)

Y en medio de ese escenario de pesadilla apareció un hombre. Un monje. Se llamaba Winfrido, aunque la historia y los altares lo recuerdan como san Bonifacio. Era inglés, de Devon, un tipo duro, cortado con el patrón de esos santos antiguos que no necesitaban dialogar con el mal, sino vencerlo. El Papa Gregorio II lo había enviado con una misión suicida: evangelizar a los germanos.

El hacha que cambió Europa

Corría el año 723. Bonifacio, harto de ver cómo el pueblo seguía temiendo a un trozo de madera, decidió que había llegado la hora de la verdad. Acompañado de un puñado de seguidores, se dirigió a Geismar en plena celebración pagana.

Imaginemos la escena: el viento aullando, las antorchas iluminando rostros pintados de miedo y superstición, y, de repente, este monje benedictino que se abre paso entre la multitud, no con un libro en la mano, sino con un hacha de leñador.

Los paganos se quedaron paralizados. Esperaban que, en cuanto Bonifacio tocara el árbol sagrado, un rayo del cielo lo fulminara al instante. Thor no podía permitir tal sacrilegio.

Bonifacio se acercó al Roble del Trueno. Levantó el hacha y golpeó.

El sonido del acero mordiendo la madera sagrada debió resonar como un cañonazo en el silencio del bosque. Golpe tras golpe, el monje inglés fue desmembrando la mentira. Y no pasó nada. No hubo truenos, no hubo rayos, no hubo ira divina. Solo el sudor de un hombre santo trabajando. Finalmente, con un crujido estruendoso, el ídolo cayó a tierra, rompiéndose en cuatro pedazos.

San Bonifacio destruyendo el roble de Thor

San Bonifacio destruyendo el roble de Thor

El silencio que siguió fue el funeral del paganismo germánico. Los presentes comprendieron, con la evidencia empírica que da ver a tu dios convertido en leña, que Thor no existía, o que el Dios de Bonifacio era infinitamente más poderoso.

Es aquí donde nace la leyenda y la historia del árbol de Navidad. Cuenta la tradición que, detrás del inmenso roble caído, había un pequeño abeto, un árbol perenne, joven y verde. Bonifacio, aprovechando el momento catequético, señaló el abeto y les dijo:

«Este pequeño árbol, este joven hijo del bosque, será vuestro árbol santo esta noche. Es la madera de la paz, pues vuestras casas se construyen con él. Es el signo de una vida sin fin, pues sus hojas siempre son verdes. Mirad cómo señala hacia el cielo. Que este sea llamado el árbol del Niño Jesús; reuníos en torno a él, no en el bosque salvaje, sino en vuestros hogares; allí no habrá ritos de sangre, sino regalos de amor y ritos de bondad».

Bonifacio no destruyó la cultura germánica; la bautizó. Cambió el roble (madera dura, caduca, asociada a la fuerza bruta) por el abeto (perenne, triangular como la Trinidad, que apunta al cielo). Llevó la fe del bosque oscuro al calor del hogar. Fue una genialidad pastoral que fundó la Navidad europea tal y como la conocemos.

De las manzanas a las bolas de cristal

Pero la historia no acaba con Bonifacio. La Edad Media, esa época luminosa que la propaganda ilustrada nos ha vendido como oscura, enriqueció el símbolo. En los atrios de las catedrales se representaban los Misterios o Autos del Paraíso el 24 de diciembre, día de Adán y Eva en el antiguo calendario. Para representar el Jardín del Edén se usaba un abeto (el único árbol verde en invierno) y se le colgaban manzanas rojas. Esas manzanas simbolizaban el pecado original, la fruta prohibida. Pero también se colgaban obleas o galletas blancas, representando la Eucaristía, el fruto de la Redención.

Ahí lo tienen: el árbol es un compendio de teología visual. Es el Árbol del Paraíso que se convierte en el Árbol de la Cruz.

Con el tiempo, las manzanas se pudrían y fueron sustituidas por bolas de cristal (originarias de Bohemia en el siglo XIX), y las obleas se convirtieron en las figuritas y galletas decorativas. Pero el sentido es el mismo: el árbol carga con nuestros pecados (las bolas rojas) y nos ofrece la Gracia (las luces).

Lutero y la luz de las estrellas

Hay que reconocer, aunque sea a regañadientes desde una perspectiva católica, que la iluminación del árbol le debe mucho al mundo protestante y, específicamente, a Martín Lutero.

Cuenta la leyenda que el reformador, paseando una noche de invierno por el bosque, quedó maravillado por cómo las estrellas brillaban a través de las ramas de los abetos.

¿Quién decoró el primer árbol de navidad?

¿Quién decoró el primer árbol de navidad?

Quiso reproducir esa belleza para su familia y fue el primero en poner velas encendidas sobre las ramas del árbol dentro de casa. Era peligroso, sí —cuántos incendios habrá provocado esta piedad doméstica—, pero teológicamente hermoso: simbolizaba que Cristo es la Luz del mundo que brilla en la oscuridad del invierno y del pecado.

El triunfo victoriano y la decadencia actual

La costumbre se mantuvo en el ámbito germánico hasta que el siglo XIX, el siglo de la burguesía y el romanticismo, la exportó al mundo.

Fue el príncipe Alberto de Sajonia-Coburgo, marido de la Reina Victoria, quien instaló un árbol de Navidad en el castillo de Windsor en 1841. Una ilustración de la familia real junto al abeto se publicó en los periódicos y, de repente, todo el Imperio británico —y luego Estados Unidos— quisieron tener uno.

Y así llegamos a hoy. El árbol ha conquistado el mundo, pero ha perdido su alma en el camino. Lo hemos convertido en un fetiche del consumo. Nos preocupamos de si combina con las cortinas, de si es lo suficientemente alto o de si tiene luces LED con wifi. Hemos olvidado el hacha.

Recuperar la historia de san Bonifacio es urgente. Cuando pongamos el árbol este año, no estemos simplemente decorando la casa. Estamos realizando un acto de memoria histórica y de afirmación de fe. Estamos recordando que hubo un tiempo en que Europa vivía atemorizada por mitos crueles y que fue liberada por la valentía de los santos.

Un Misterio frente a un árbol de Navidad

Un Misterio frente a un árbol de NavidadCathopic

El árbol de Navidad es la estaca de madera verde clavada en el corazón del paganismo.

Es el recordatorio de que la naturaleza no es una diosa a la que adorar (como pretenden los nuevos ecologistas panteístas), sino un regalo de Dios que nos señala el cielo.

Así que, estimado lector, cuando encienda las luces de su abeto, recuerde al monje inglés que tuvo las agallas de derribar un roble sagrado. Y explique a sus hijos que esas bolas de colores no son simples adornos, sino los frutos de la Redención que cuelgan del madero.

Que su árbol no sea un mueble más, sino un pequeño altar doméstico que grite, en medio del ruido del mundo moderno, que la Luz ha vencido a las tinieblas.

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