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05 de mayo de 2024

Juan Rodríguez Garat
Juan Rodríguez Garat

Corea del Norte, un vecino problemático. ¿Rusia también?

La República Popular Democrática de Corea (RPDC), como les gusta a ellos llamarse, es un raro cruce entre el comunismo y el absolutismo monárquico

Actualizada 04:30

Vladimir Putin y Kim Jong-un se saludan

Vladimir Putin y Kim Jong-un se saludanAFP

En todas las comunidades de propietarios hay algún vecino incómodo, que se opone por sistema a todas las iniciativas de los demás. Y bien está si todo se queda en eso, que cada uno ejerce su derecho al voto de la manera que le conviene. Pero en ocasiones, además de poner palos en las ruedas de la comunidad, el vecino incómodo incordia a los demás con actos que van más allá de la ley, adquiriendo así una categoría diferente que, por falta de una mejor traducción de la voz inglesa rogue, llamaré problemático. Y ese es el caso de Corea del Norte –o la República Popular Democrática de Corea (RPDC), como les gusta a ellos llamarse, haciendo realidad el dicho de «dime de qué presumes y te diré de qué careces»– en la comunidad internacional.
Verdadero anacronismo en unos tiempos en los que hasta los dictadores –como Putin, Xi Jinping o Maduro– prefieren aparentar un cierto grado de democracia, la RPDC es un raro cruce entre el comunismo y el absolutismo monárquico. Pero ese es un problema interno sobre el cual, de acuerdo con la Carta de las Naciones Unidas, solo los norcoreanos tienen algo que decir. Como en cualquier comunidad, en el patio de Monipodio donde conviven las naciones cada vecino puede hacer en su casa lo que quiera. Al menos en teoría.
La línea se cruza cuando la RPDC –que, como tantos vecinos incómodos, sufre delirios de grandeza– decide alcanzar el estatus de gran potencia aunque sus ciudadanos tengan que pasar hambre. Y ¿cómo puede conseguir ese estatus un país de solo 26 millones de habitantes que se encuentran entre los más pobres del mundo? ¿Un Estado que acaba de cerrar su embajada en España porque no puede permitírsela?
A los ojos del presidente Kim Yong-un, y antes a los de su padre y su abuelo –no hay nada mejor que la familia unida– solo hace falta un artículo para pasar de la denostada categoría de vecino incómodo a la honrosa de problemático. Ese artículo, caro pero asequible si se centran en él los esfuerzos de toda una nación, es el arma nuclear.

El programa nuclear de la RPDC

La RPDC se retiró del Tratado de No Proliferación Nuclear (NPT) en 2003, cuando se vio capaz de culminar un proceso de desarrollo armamentístico que había comenzado a principios de los 60. Tanto la Unión Soviética como China se habían negado a ayudar al régimen coreano en un objetivo tan desestabilizador, y tuvo que ser Pakistán quien confesó que la RPDC tuvo acceso a su propia tecnología en los años 90. A partir de ahí, Corea hizo el camino en solitario.
Nadie puede defender que el NPT sea un tratado justo. Tampoco lo es el derecho de veto en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, concedido por la Carta de la ONU a las mismas potencias que tienen reconocido el derecho al arma nuclear. Criticado por muchos por su falta de contrapartidas en el ámbito militar –el NPT exige al común de las naciones renunciar al arma nuclear a cambio de vagas promesas de reducción de los arsenales de las grandes potencias, sin siquiera garantizar que quienes carecen de armas nucleares no puedan ser atacados con ellas– a casi todos nos parece mejor que la alternativa: café para todos.
Es tranquilizador el hecho de que los países que, con permiso de la comunidad internacional o sin él –como es el caso de la India, Pakistán o Israel– disponen de armas nucleares se han venido mostrando responsables. Ni las han usado ni las han vendido. El miedo es un buen incentivo y ha contribuido a mantener el mundo a salvo de guerras mundiales desde que, en Hiroshima, la humanidad dio un salto cualitativo en su capacidad para autodestruirse. Pero el arma nuclear mantiene la paz a cambio de subir las apuestas, y eso es inherentemente peligroso. De nada serviría que haya menos guerras si una sola pudiera ser definitiva.
Para los pragmáticos, una buena razón para apoyar el NPT es el riesgo de que, desde algunos regímenes poco estables, ya sea de forma intencionada o por falta de control durante un posible proceso revolucionario, las armas de destrucción masiva puedan acabar en poder de grupos terroristas cuyos líderes, ocultos quién sabe dónde, podrían creerse capaces de usarlas impunemente.
Es obvio que cuantos más países dispongan de este tipo de armas, más fácil es que algunas caigan en malas manos. Y, para la mayoría de los vecinos de la comunidad internacional –de ahí las sanciones impuestas por el Consejo de Seguridad de la ONU, aprobadas por unanimidad– es igualmente obvio que el programa paralelo de misiles balísticos de la RPDC, que puso en servicio su primer ICBM en 2017, nos obliga a considerar entre esas malas manos las del propio Kim Jong-un.

Las sanciones a la RPDC

La comunidad de naciones, cuya voz ejecutiva recae en el Consejo de Seguridad de la ONU, prohibió a la RPDC la exportación de armas pesadas en 2006, y extendió la prohibición a las armas portátiles una década después. Las razones aparecen meridianamente claras en el texto de la resolución 2270, aprobada también por unanimidad en 2016: «Expresando gran preocupación por el hecho de que las ventas de armamentos por la RPDC hayan producido ingresos que se desvían hacia el desarrollo de armas nucleares y misiles balísticos en tanto los ciudadanos de la RPDC padecen grandes necesidades insatisfechas».
La preocupación del Consejo de Seguridad está justificada. Por desgracia, para burlar el embargo, la RPDC ha sabido encontrar clientes poco escrupulosos en países como Irán, en grupos terroristas como Hamás –en cuyo poder se han encontrado granadas de fusil, misiles antitanque y versiones del ubicuo Kalashnikov fabricadas en Corea del Norte– y, más recientemente, en la propia Rusia. Presionado por las necesidades del frente ucraniano, dónde se han consumido cantidades ingentes de munición de artillería, Putin se ha visto obligado a violar la resolución que hace solo 7 años avaló con su voto. Por supuesto, lo niega.

La Operación Socotora

La lucha de la comunidad internacional contra el contrabando de armas norcoreanas continúa, aunque hoy se presenta mucho más difícil por la aparente decisión de Putin de pasarse al lado equivocado de la historia. Cuando él falte, Rusia ya volverá. Pero muchos lectores quizá no sepan que la Armada protagonizó uno de los capítulos más notables de esta saga, el de la llamada Operación Socotora.
El 9 de diciembre de 2002, en el Golfo de Adén, una agrupación de buques de la Armada formada por la fragata Navarra y el buque de aprovisionamiento Patiño interceptó a un mercante sin bandera del que los servicios de inteligencia de los EE.UU. sospechaban que transportaba armas. El So San, que este era el nombre del buque en cuestión, se negó a parar máquinas para permitir la inspección de su cargamento.
Después de que el capitán del buque sospechoso hiciera caso omiso de los disparos de aviso efectuados desde la Navarra, se ordenó el asalto por medio de helicópteros. Es esta una operación compleja cuando se realiza con oposición, pero fue llevada a cabo de forma impecable por un equipo de Operaciones Especiales de la Infantería de Marina.
Inspeccionado el buque, llevaba una carga no declarada de 15 misiles Scud de procedencia norcoreana y destino desconocido. Reclamados por el Gobierno del Yemen, los misiles le fueron entregados, pero un final así no frustró completamente la operación: 15 misiles que podían haber alimentado el mercado negro y terminado en manos de cualquier grupo terrorista fueron sacados a la luz, asumiendo las fuerzas armadas yemeníes la responsabilidad de su uso y custodia.

¿Qué pasa con la Rusia de Putin?

Una de las consecuencias más negativas de la invasión de Ucrania es la creciente posibilidad de que Rusia, de la mano de un Putin frustrado por una hipotética derrota en la guerra que él mismo ha provocado, pase de ser vecino incómodo a problemático. En esta categoría, la verdad, ya tenemos suficiente con Corea del Norte y con Irán. Por eso, es probable que sea mejor para el mundo –no para Ucrania, desde luego– que esa derrota llegue despacio y, como le ocurrió en Vietnam a los EE.UU., de la mano del propio pueblo ruso.
Quizá sea esta la razón que explique la relativa tibieza del apoyo militar de los EE.UU. al gobierno de Zelenski. ¿Tibieza digo? Vea el lector un ejemplo en el carro de combate M-1 Abrams, caballo de batalla del Ejército de los EE.UU. Además de los desplegados en sus unidades operativas, las fuerzas armadas norteamericanas mantienen en reserva en sus almacenes alrededor de 3.500 unidades de distintas versiones de este blindado. Son muchos los expertos de ese país que han reiterado que, para hacer la diferencia en el campo de batalla ucraniano, harían falta al menos 300 carros modernos, cifra que supone apenas uno de cada 10 de los que Estados Unidos tiene almacenados. Y, sin embargo, Washington solo se ha comprometido a entregar 31 al ejército de Zelenski, menos de uno de cada 100.
¿Por qué tal cicatería si España, a cuyas Fuerzas Armadas no les sobra nada, ha entregado uno de cada cinco de los Leopard II que teníamos almacenados? Tratándose de material que no está en uso y envejece sin gran provecho para nadie, no parece que se trate de un problema económico. Hay algo más que frena a la Casa Blanca. Puede que sea el temor a una escalada nuclear, por extremadamente improbable que esta sea. Pero también es posible que lo que contenga al presidente Biden sea un riesgo menos hipotético, que cada día vemos crecer ante nuestros ojos: la caída de Rusia, una gran potencia nuclear, al lado oscuro de la comunidad internacional.
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