Accountability: lo que las autonomías podrían aprender del federalismo gringo
La 10ª Enmienda lo deja claro: los poderes no delegados al Gobierno federal quedan reservados a los estados o al pueblo. Esta breve cláusula, combinada con más de 240 años de precedentes hacen que cada cual tenga clara cual es su pechera
El Capitolio en Washington
El palabro inglés accountability suele traducirse como «responsabilidad». Pero en realidad significa mucho más: es la obligación de asumir la propiedad de las acciones y sus resultados, sean buenos o malos, sin excusas ni justificaciones. Y precisamente en esa ausencia de accountability es donde el sistema autonómico español podría aprender –y mucho– del modelo federal norteamericano.
Diferencias de origen: pacto federal vs. descentralización administrativa
Las raíces importan. El sistema federal estadounidense nació de las cenizas del dominio colonial y de los fallidos artículos de la Confederación. En 1787, trece estados soberanos decidieron unirse voluntariamente, delegando competencias limitadas a un Gobierno central y reservándose el resto gracias a la 10ª Enmienda. Fue un pacto de abajo arriba: Virginia o Pensilvania no recibieron autonomía como concesión graciosa; cedieron parte de su soberanía (defensa, comercio interestatal) para evitar la anarquía, pero conservaron el resto. Como escribió James Madison en los Papeles Federalistas, el objetivo era equilibrar libertad y poder para frenar la tiranía.
Con el tiempo, la voracidad de todo aparato público y la complejidad de la sociedad han desplazado el equilibrio hacia Washington. Pero incluso hoy –como está comprobando Trump– la autoridad del Gobierno federal encuentra límites constitucionales muy claros.
En España, en cambio, las comunidades autónomas nacieron de la Constitución de 1978. Lo que empezó como un intento de integrar a las periferias más díscolas acabó en un «café para todos», con el resultado de empoderar a élites locales sin exigirles una contrapartida real de gestión. La financiación siguió centralizada (salvo los fueros), lo que convirtió a las autonomías en clientelas sin responsabilidad fiscal directa.
Consecuencias de la falta de transparencia
En EE.UU. la transparencia fiscal es estructural: cada nivel de Gobierno cobra sus impuestos directamente. Nueva York grava con un impuesto estatal sobre la renta, mientras que Florida o Texas no lo hacen. El ciudadano sabe quién le cobra y a dónde va su dinero. Esa claridad fomenta la famosa accountability: si California dilapida miles de millones en un tren fallido y encima exprime al contribuyente con tipos del 50 %, los votantes pueden castigar a los políticos en las urnas. No existe el comodín de «Washington nos roba».
En España, en cambio, reina el laberinto. Las CCAA dependen de transferencias, impuestos cedidos y deuda negociada en oscuras comisiones intergubernamentales. Eso es música celestial para los políticos: la falta de transparencia les permite culpar siempre a otro. Que las listas de espera sanitarias son interminables: «infrafinanciación». Que no hay fondos para educación: «Madrid nos roba». El resultado es despilfarro, victimismo y deslealtad institucional. Las regiones se comportan como mendigos en la mesa del Gobierno central, y los desleales partidos regionalistas se cobran en los votos de investidura su chantaje permanente. Nunca he comprendido porqué sus principales victimas, PP y PSOE, no han puesto coto a este chantaje permanente.
Capas de burocracia y la carga al ciudadano
A este desbarajuste fiscal y administrativo se suman capas y capas de burocracia. El contribuyente español financia simultáneamente a Bruselas, Madrid, su autonomía, la comarca, el municipio… y hasta la «veguería» inventada de turno. Cataluña es un ejemplo de manual: mis amigos de Bañolas mantienen con sus impuestos a la UE, al Estado central, a la Generalitat (y su famoso 3 %), a la veguería, al ayuntamiento… y a toda una fauna de burócratas y paniaguados.
Mientras tanto, Tejas –con 30 millones de habitantes– funciona sin impuesto estatal sobre la renta. California o Nueva York, con gobiernos socialistas de manual, aplican un 13,3 %. Podrán equivocarse o acertar, pero los políticos estatales responden directamente ante sus contribuyentes. Si el votante se harta, cambia de gobernantes o se muda de Estado. Nadie en Washington puede imponer unificación fiscal, porque sería inconstitucional.
Arenas movedizas constitucionales
Otro desastre añadido: la confusión competencial. En EE.UU., si el colegio falla, es responsabilidad del distrito escolar, y lo sabe todo el mundo. Si FEMA gestiona mal un huracán, la culpa recae sobre el presidente. La 10ª Enmienda lo deja claro: los poderes no delegados al Gobierno federal quedan reservados a los estados o al pueblo. Esta breve cláusula, combinada con más de 240 años de precedentes hacen que cada cual tenga clara cual es su pechera.
En España, en cambio, la Constitución enumera competencias exclusivas que las CCAA invaden alegremente (incluida la política exterior). Hay competencias compartidas que terminan usurpadas por los estatutos autonómicos con la complicidad de gobiernos nacionales que prefieren comprar apoyos. El resultado es una maraña de solapamientos y pleitos, un escenario perfecto para que todos practiquen el deporte nacional de la política española: escurrir el bulto.
La invención de la «cogobernanza» de Pedro Sánchez ha elevado el escapismo natural de los políticos a arte: en cada crisis, resulta imposible discernir quién se equivocó. Receta perfecta para un Estado fallido.
Conclusión: desafección creciente
Bien planteado, el Estado autonómico podría haber sido útil: acercar el gasto al nivel óptimo de decisión (UE, Estado, autonomía, municipio) sin rigideces previas. Pero la falta de transparencia, la deslealtad institucional y el cortoplacismo de la clase política lo han convertido en una máquina de despilfarro y clientelismo.
La UE, alejada de cualquier accountability democrática, funciona como una distopía kafkiana. El Estado y las autonomías se dedican a tirarse el muerto mutuamente, alimentando la sensación de que en España no manda nadie. Y la administración más cercana al ciudadano, el municipio, apenas tiene competencias ni recursos, a pesar de que, casi todos los estudios en la materia indican que es el nivel más eficiente para resolver los problemas reales de los ciudadanos.
El experimento autonómico español es una masterclass de cómo una descentralización mal diseñada degenera en despilfarro y despotismo. Otros países descentralizados han demostrado que se puede optimizar el gasto y prestar buenos servicios sin caer en las taifas y derroches patrios. EE.UU. no es perfecto, ni mucho menos. Pero su claridad en el cobro y en el gasto genera esa accountability que aquí brilla por su ausencia.
Puede sonar técnico o aburrido, pero no lo es: los contribuyentes financiamos esta farsa. Y para que no quede en teoría: a finales de 2024, en España el sector público representaba el 19 % del empleo total, frente al 12,5 % en Alemania, el 12 % en EE.UU. (con sus enormes fuerzas armadas) o el 5 % en Singapur. Un dato que habla por sí solo.