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20 de abril de 2024

Perro come perroAntonio R. Naranjo

La Constitución, herida de muerte

La España sanchista actual prefiere ver lejos a Juan Carlos I que a Henri Parot: uno trajo la Constitución; el otro quiso asesinarla

Actualizada 05:02

Desde al menos el siglo XIX, España no ha cambiado nunca de régimen político de manera pacífica y democrática: la historia, desde entonces, es una sucesión de asonadas, revoluciones, proclamaciones unilaterales, abdicaciones y golpes de distinto color pero similares consecuencias.
Las dos repúblicas se impusieron por las bravas, una sin llegar a redactar una Constitución y por decisión de las Cámaras tras la abdicación del pobre Rey Amadeo; y la otra por presión popular tras una victoria cuestionada de la izquierda que precipitó la huida de otro monarca, Alfonso XIII.
Entre medias, y antes y después, lo hemos ido apañando todo desde la insurgencia y la imposición, con regueros de sangre y bilis alfombrando un devenir cainita que parece grabado en el genoma español, al menos, desde que en 1868 empezáramos a culminar el incesante declive como potencia mundial.
Curiosamente, el tránsito de régimen menos traumático fue el que llevó de la dictadura más larga a la democracia más sólida, con una Transición modélica en lo sustantivo que cristalizó en una Constitución respaldada casi con unanimidad, que concedió a España la oportunidad, bien aprovechada, de cerrar heridas como simas e integrarse en la incipiente Europa del progreso.
Lo sustantivo de todo esto es que nada se hizo por las buenas. Y la moraleja es que tampoco se hará en adelante: una enseñanza de la que debemos aprender quienes nos aferramos a la idea de que, como la Constitución no se puede modificar con la mano exclusiva de Frankenstein y la parada de los monstruos encabezada por Sánchez, no hay peligro para ella.
Las inmensas tensiones contra la Carta Magna no son derivadas, pues, de la imposibilidad de ser, pensar y proponer nada democráticamente, incluso algo tan antidemocrático como la ruptura; sino de la inviabilidad de lograrlo si no es por la fuerza.
Y los paralelismos entre cada periodo revolucionario, previo a un cambio de sistema en la España de antes y la de ahora, son espeluznantes, hasta el punto de que el propio Manuel Azaña, último presidente de la Segunda República, tuvo que denunciarlo y llorarlo ya desde el exilio francés: su señalamiento a revolucionarios e independentistas tiene, 80 años después, una vigencia impactante.
El gran peligro de Sánchez ha sido y es ése: su alma de mercader sería suficiente para cambiar la Constitución si los procedimientos se lo permitieran y con ello se ganara un Falcon para la eternidad.
Pero su comprensión con ese viaje es suficiente para que la ley no sea garantía de nada: la legitimación del separatismo y su inclusión en el Gobierno, ora con el populismo coaligado, ora con el independentismo como gendarme; son mejores herramientas que cualquier reforma menor para quienes buscan repetir el pasado para destruir el futuro.
Ante las malas ideas, solo hay dos posturas: o se combaten o se estimulan. Y Sánchez, el peor presidente para los peores momentos, no ha hecho otra cosa que incentivarlas para medrar, abriendo de facto un periodo constituyente resumido en dos tétricas imágenes: todo aquel que quiere acabar con la Constitución recibe por respuesta un indulto o una silla en el Consejo de Ministros. Y el sistema vigente, olvidadizo y cruel, prefiere ver lejos a Juan Carlos I y cerca a Henri Parot que al contrario.
Que luego nadie diga que esto no se veía venir.
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