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20 de abril de 2024

Cosas que pasanAlfonso Ussía

Protocolo de San Jaime

Ayer mencionaba una anécdota de Pujol. Hoy, para sonreír un poco, voy a narrar dos, relacionadas con el protocolo gastronómico nacionalista

Actualizada 01:25

El Palacio de la Generalidad, sito en el corazón del distrito de Ciudad Vieja de Barcelona, en la plaza de San Jaime, es un bello edificio gótico, cuya construcción se inició en 1400 y fue inaugurado en 1619. Se ubica enfrentado al Ayuntamiento de Barcelona. Su interior es sinuoso y desconcertante, consecuencia de su construcción en tres siglos diferentes, por cuanto 1.400 no es el primer año del siglo XV, sino el último del XIV.
Ayer mencionaba una anécdota de Pujol. Hoy, para sonreír un poco, voy a narrar dos, relacionadas con el protocolo gastronómico nacionalista.
ABC proyectó afianzar su presencia en Cataluña. Era presidente de Prensa Española el viejo Patrón, Guillermo Luca de Tena, y su Director, Luis María Anson, sin acento en la «o», como a Luis María le gusta. Pujol, algo escamado, quiso saber del proyecto y organizó en el Palacio de San Jaime una comida al respecto. Los invitados: Guillermo y Catalina Luca de Tena, Luis María Anson, el Delegado de ABC en Cataluña, Tomás Cuesta, Antonio Mingote y el arriba firmante.
Antonio y el arriba firmante presentábamos en Madrid la víspera del encuentro un libro al alimón, y no pernoctamos en Barcelona. Volamos a primera hora en el Puente Aéreo. En aquel tiempo, el genial Antonio era bastante comilón, y su mujer, Isabel, le había impuesto una dieta muy rigurosa que administraba ella. En los restaurantes, Antonio preguntaba a su mujer «Isabel, ¿qué me apetece comer hoy?». Y ella elegía.
En el antiguo Ritz –hoy Palace–, de Juan Gaspart, nos esperaban los Luca de Tena, Anson y Cuesta. Y de ahí, partimos hacia la sede de la Generalidad. Antonio estaba famélico. Nos recibió Pujol con unas copas de cava, que aceptamos con cortesía y desagrado, sin apenas probarlo. Y el aperitivo constaba de piñones, avellanas, almendras y aceitunas con hueso. Inesperadamente, apareció un mayordomo con una bandeja de jamón. «¡Jamón, por fin!», me susurró Mingote. El mayordomo posó la bandeja de jamón en los dominios de Pujol, y Pujol se comió todo el jamón. «¡Qué tío! ¡El jamón era para él! ¡Y se lo ha zampado!», comentó Mingote en voz piana a punto del desfallecimiento. La Comida no estuvo mal, pero Pujol insinuó que no le parecía interesante que la presencia de ABC en Cataluña, especialmente en Barcelona, aumentara en tirada e influencia. De vuelta a Madrid, Antonio y el arriba firmante nos plantamos en «Hevia» y nos trajinamos una ración de jamón de Jabugo en taquitos, mientras Mingote, siempre medido y respetuoso en sus expresiones, recordaba la escena del jamón de Pujol sin prudencia ni medida. –¡Y el pájaro se comió el jamón en nuestras narices! ¡Qué forajido!–. –No le concedas importancia, Totón –así le llamaba-, será parte del protocolo de la Generalidad-.
Semanas antes de la inauguración de los Juegos Olímpicos de Barcelona, que resultaron maravillosos, que crearon una ciudad insuperable y por los que toda España contribuyó con generosidad y orgullo, el matrimonio Pujol invitó a almorzar a un selecto grupo de miembros del Comité Olímpico Español. A la derecha de doña Marta Ferrusola se sentó Ferrer Salat, presidente del COE, y a su izquierda, Alfredo Goyeneche, Conde de Guaqui y Marqués de Artasona, vicepresidente del COE y primo político del arriba firmante, por su matrimonio con mi prima más guapa, Cristina Marsans, hija de Enrique Marsans, pionero en España del esquí alpino y propietario de la mejor agencia de viajes española, «Viajes Marsans», además de barcelonés profundo. Doña Marta hablaba con Ferrer Salat en catalán, y al fin, se dirigió, también en catalán al Conde de Guaqui. –Señora Pujol, soy donostiarra y madrileño, me encantaría poder hablar con usted en catalán, pero no tengo la fortuna de saber hacerlo–. Entonces, doña Marta comprendió la situación. –En tal caso, hablaremos en francés.
Alfredo Goyeneche, un señor como la copa de un pino y perfectamente educado, no respondió, se levantó de la mesa, abandonó el comedor, abandonó el Palacio de San Jaime, pidió un taxi, y le pidió al taxista que le llevara hasta el restaurante «Via Veneto» en la calle Ganduxer. Y allí comió en soledad, maravillosamente bien, pidiendo al «Maitre» sus platos preferidos en español, y sin necesidad de hablar en francés con una señora española bastante ineducada. Cuando me lo contó, le dije lo mismo que a Antonio Mingote: –No le concedas importancia, Alfredo, será una norma de protocolo de la Generalidad, la de hablar en francés con los españoles–.
Cierto, verídico y modestamente, bien contado.
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