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29 de marzo de 2024

Cosas que pasanAlfonso Ussía

Mi Portugal

Quería desahogarme mostrando mi admiración y cariño por ese gran país, en el que los socialistas y los comunistas, los centristas y los derechistas, aman por igual

Actualizada 01:30

Amo a Portugal desde muy niño. Mis padres nos llevaban todos los años a visitar a Don Juan y Doña María a Villa Giralda, en Estoril. Al cabo de los años aprendí de ellos, de los portugueses, la cortesía, la buena educación, la serenidad y el aplomo. Son muchísimos los portugueses que tienen el detalle de entender y hablar en español, y muy pocos los españoles que hablan y entienden el portugués. Por otra parte, su Historia es deslumbrante, y durante un tiempo plenamente compartida. Han sido los portugueses tan buenos navegantes como los españoles, y establecieron en el mundo un gran imperio. Abrieron la ruta de la seda superando el cabo de Buena Esperanza, Índico arriba. Y tan pequeño país en extensión y habitantes mantuvo sus territorios en África y Asia hasta el tramo final del siglo XX. Descubrieron Brasil, Río de Enero, Rio de Janeiro. Y se establecieron en Angola, Mozambique, la Guinea Portuguesa, Cabo Verde, Tristán da Cunha, Timor y Macao. Fueron los primeros en ocupar la franja sur de África, donde convivieron con los pigmeos que habitaban los bosques costeros de Buena Esperanza. Después llegaron los holandeses y los ingleses, los primeros, durísimos y encarnizados colonizadores, y los segundos, derrotados por los zulúes. Portugal es una síntesis del buen gusto y la armonía, una nación culta y civilizada, muy abrazada a la melancolía. En su famosa Universidad de Coímbra nacieron los fados, los bellísimos lamentos de los amores estudiantiles. Eso sí, son bastante tristes. Pero muy orgullosos. No se humillan.
Su Santidad el Papa Pío XII designó como Gran Maestre de la Orden de Malta al portugués António Carneiro Pacheco. Y el flamante Gran Maestre, con su vistoso uniforme, acudió al Vaticano a agradecer al Papa Pacelli su confianza. Carneiro Pacheco era presidente de la Fosforera de Portugal, de la que era propietaria la española familia Fierro. Cuando el Papa apareció en el salón de audiencias, don António apenas se inmutó. Y era un Papa que impresionaba, alto como un junco, un dibujo del Renacimiento. Y después de besar su anillo, el Gran Maestre habló: «A los pies de Vuestra Santidad. Vos sois Cordeiro, y yo soy Carneiro. Vos sois Pacelli, y yo soy Pacheco; y Vos sois la Antorcha que ilumina el mundo, y yo soy el presidente de la Fosforera Portuguesa». Quizá leyenda urbana, pero muy adecuada al carácter portugués.
Después de la Revolución de los Claveles, iniciada con el Grândola, Vila Morena de José Afonso, y superados los intentos comunistas de Cunhal de apoderarse de la libertad de Portugal, el primer presidente democrático fue el general Antonio Ramalho Eanes, un notable militar respetuoso con los derechos de los portugueses. Sabida es la unión sentimental e histórica de Portugal con Inglaterra. Y su primera visita oficial fue a Londres. La Reina Isabel II recibió al presidente Ramalho Eanes con especial pompa y ceremonial. Llegó, acompañado de su mujer, al aeropuerto de Gatwick y de allí en tren hasta la estación Victoria de Londres, donde la Reina y el Duque de Edimburgo les aguardaban. Pasaron revista a los Dragones de la Reina y la Guardia Real, y partieron en carrozas escoltadas por la Guardia Real a caballo hacia el Palacio de Buckingham. El presidente era un hombre seco y triste, más triste que un pinar cuando anochece, pero como buen militar, siempre sincero. Ocupaba con la Reina la primera carroza, en tanto que la segunda la ocupaban el Duque de Edimburgo y la señora de Ramalho. Llegados a la Plaza de Trafalgar, al rodear el monumento al Almirante Nelson, a uno de los caballos de la carroza Real se le escapó un cuesco monumental, invadiendo el interior de la carroza del lógico y desagradable mal olor. La Reina, como anfitriona, se disculpó. Y el presidente de Portugal aceptó su disculpa tranquilizándola: «No se disculpe, Majestad, yo creía que había sido un caballo». Esto no es leyenda urbana. Por fuentes muy directas supe de lo acontecido, lo escribí y lo publiqué. Más de cincuenta diarios portugueses me lo reprodujeron traducido al portugués. Me gustó mucho mi portugués. El embajador de Portugal en España me invitó a comer. Era un tipo simpatiquísimo, un gran señor, que falleció en accidente de carretera en Trujillo. Quería saber quién me había contado el sucedido. Le respondí con tres opciones. «Embajador, me lo ha podido contar la Reina de Inglaterra, pero últimamente está muy tontita conmigo y no me llama. Me lo ha podido contar tu presidente, pero mucho me temo que tu presidente lo que quiere averiguar es quién me lo ha narrado. Y me lo ha podido contar el caballo. Y ha sido el caballo». Y el embajador, después de celebrar la respuesta, zanjó el desatino internacional y diplomático: «Acepto la conclusión. Fue el caballo». Y la historia es plenamente verídica.
Portugal administra la fortuna de tener unos partidos socialistas y comunistas que no odian a Portugal. Los portugueses, de derechas o de izquierdas, son unos enamorados de su país, de su historia y de su grandeza. Y se sienten felices por la cantidad de españoles que van a depositar allí su dinero y sus ahorros para librarse del comunismo y socialismo español, que al contrario que los de Portugal, odian a España y a los españoles. Y odian su libertad. Pocos años atrás volando en Iberia de Lisboa a Madrid, coincidí en el avión con Mario Soares, socialista, presidente en aquellos tiempos de la República Portuguesa. No me sorprendió. Quizá le sorprenda a Sánchez. Portugal es austera, y decente en sus políticos. Cuando Narcís Serra usaba del avión oficial «Mystére» para volar de Palma a Madrid, la Reina Sofía lo hacía en un vuelo comercial de Iberia. En fin, que quería desahogarme mostrando mi admiración y cariño por ese gran país, en el que los socialistas y los comunistas, los centristas y los derechistas, aman por igual.
Ya están llegando los depósitos de los españoles amenazados por los nuevos impuestos. Lamento no estar entre ellos. Nada tengo para depositar.
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