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29 de abril de 2024

Cosas que pasanAlfonso Ussía

Dureza

Irene Montero no ha abierto la boca para lamentar la muerte de una niña de siete años a manos de su madre, la presumible asesina

Actualizada 01:30

El ejercicio del poder político endurece las sensibilidades, como si el ánimo fuera un músculo. Recuerdo mis primeros días de instrucción en el servicio militar, que cumplí –y mucho me honro de haberlo hecho–, durante quince meses en Camposoto, San Fernando, Real Isla de León, con el dibujo de Cádiz detenido en el horizonte. Mi brazo izquierdo no podía con el peso del Cetme, el fusil reglamentado para el aprendizaje. Después, ya de soldado, las guardias se hacían con el mosquetón Máuser, el chopo. Mi Cetme me dominaba y humillaba, y el brazo izquierdo padecía permanentes conflictos de resistencia. Pero se fortaleció y endureció, y a los diez días de instrucción militar, lo sostenía y manejaba como si fuera un palo de abedul de madera liviana. Lo mismo sucede con el poder político a quien no está acostumbrado a ejercerlo. Pasar de cajera de «Saturn» a ministra del Gobierno de España previo paso por piltras influyentes, tiene que resultar descorazonador. Deambular por las calles con la libertad que concede el anonimato, a vivir en un chalé de lujo colindante con el Parque Nacional del Guadarrama con treinta agentes de la Guardia Civil custodiando su seguridad y descanso, no es asimilable en una persona incapaz de asumir los bruscos cambios que la vida procura. Vivir con la honesta humildad de un sueldo a disponer de un presupuesto de miles de millones de euros a gastar en caprichos, obsesiones, viajes a Nueva York, talleres de pajitas y demás bagatelas, no está al sereno alcance de todos, afortunadamente.
En sus primeros meses en el Gobierno, Irene Montero, todavía inexperta y poseedora de las mejores intenciones, se emocionaba y escandalizaba con hechos y personas –todas ellas del sexo femenino–, aparente o realmente sufrientes. En su ánimo no cabía la duda. El hombre era malo y siempre culpable, y la mujer buena, y sin discusión, víctima inocente. Esa postura ante la vida, esa seguridad absoluta, provenía de su inmadurez, amable distorsión de la realidad y bondadoso feminismo. Y como es mujer de carácter y arrebatos, lo mismo defendía a una madre que había secuestrado a sus hijos para impedir la tutela de su padre, que se desencuadernaba de indignación y tristeza con las lágrimas de Rociíto.
En su Ministerio, se lamentaban los malos tratos y la brutalidad asesina de los hombres contra las mujeres, pero si el maltratado y asesinado era el hombre a manos de la mujer, se elegía la prudencia del silencio en espera de que las pruebas fueran concluyentes. Cuando se demostraba que las pruebas eran concluyentes, habían transcurrido semanas y no merecía la pena navegar hacia pasadas aguas. No obstante, contaba con el apoyo de una sociedad –mi apoyo incluido–, harta de la violencia de muchos hombres contra la mujer, con excepción de los casos de violencia interracial. Si la mujer violada había sido vejada por un grupo de españoles, la «manada» de violadores era merecidamente vituperada por su bestialismo y cobardía. Si los violadores eran inmigrantes, los medios de comunicación al servicio del poder no se mostraban tan contundentes con la salvajada. Y fue poco a poco fortaleciendo su sensibilidad.
Tres días atrás, una niña de siete años ha sido asesinada por su madre. Su padre, después de cinco años de lucha judicial, fue considerado por la Justicia apto y recomendable para ejercer la tutela de su hija. La madre introdujo en el Cola-Cao de su hija toda suerte de pastillas, y la niña falleció. Falleció asesinada por su madre. Sepulcral silencio de la ministra de Igualdad. Aquellos arrebatos iniciales se han amansado hasta un punto que la mayoría de la sociedad no entiende. Porque Irene Montero no ha abierto la boca para lamentar la muerte de una niña de siete años a manos de su madre, la presumible asesina. Y no se trata de maldad ni de feminismo mal administrado. Se trata del lógico endurecimiento de la sensibilidad de una estadista. Pero está claro que la muerte de una niña asesinada por su madre le ha conmovido menos que las lágrimas de Rociíto. Algo tendrá que decir, pero ya es demasiado tarde para enfadarse un poco por un hecho terrible que, al menos lo parece, nada le ha afectado.
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