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01 de mayo de 2024

Cosas que pasanAlfonso Ussía

Zollipo de chacha

Eso de quitar medallas y honores a los muertos, además de una cobardía, es una estupidez. Y si se hace llorando, una estupidez de chacha, como decía Edgar Neville

Actualizada 01:30

La gente muy ordinaria llora por cualquier motivo. A trasmano queda la sentencia de Edgar Neville, que hoy nadie osaría pronunciar: «Llorar en público es de chachas». Se puede llorar en público por una tragedia, una tristeza personal profunda o un drama insuperable para el sentimiento. Pero la buena educación recomienda mantener la serenidad, aguantar los achuchones del dolor anímico, y desahogar la tristeza en privado. Yolanda Díaz zollipeó cuando anunciaba que le había retirado la Medalla de Oro al Mérito del Trabajo a Franco. Muy de chacha a la antigua. Aludió a sangres derramadas. Quizá no recuerda su presencia en los homenajes al Che Guevara, reconocido asesino y psicópata que presumió de sus crímenes en una Asamblea General de la ONU: «Hemos fusilado, seguimos fusilando y no vamos a parar de fusilar». Claro, que para los comunistas, fusilar a inocentes no es otra cosa que una estrategia revolucionaria. Prueben su imaginación. Figúrense que un día cualquiera, el alcalde de Madrid, apoyado por la mayoría de los concejales, decide retirar del paseo de La Castellana el monumento al gran criminal del PSOE Francisco Largo Caballero. Y que al hacer público el resultado de la votación, le asalte un principio de sollozo, lo que se dice un zollipo, y derrame algunas lagrimillas ante las cámaras y los micrófonos de la prensa acreditada. No lo haría jamás por dos motivos. Porque no es un chacho, y por respeto al personal presente. No se entiende el zollipo de Yolanda Díaz cuando anunciaba que le retiraba la Medalla del Trabajo a Franco, a no ser que esa decisión personal y no votada, le hubiera causado una profunda tristeza. Cuando falleció mi madre, estuve junto a mi padre y mis hermanos más de dos horas recibiendo el pésame de amigos y conocidos en el funeral que se celebró por su alma. Destrozados por dentro y enteros en apariencia. Acudió –y se lo agradecí mucho– una actriz muy famosa al funeral, y al darme el pésame, se puso a llorar con pleno desconsuelo. No conoció a mi madre, y tuve que aguantarme la risa. A punto estuve de decirle: «Criatura mía, el que tendría que llorar soy yo», pero no venía a cuento. Nadie lloró a mi madre como aquella actriz, por la que mi madre, además, sentía bastante ojeriza.
Una cosa es no poder dominar las lágrimas, y otra muy diferente proceder al zollipeo sin motivo. Una mirada ahogada en lágrimas es un canto a la dignidad y la elegancia. Pero si hay llanto, jipido, zollipo, sollozo sonoro o berrido en el do de pecho, la ordinariez, la vulgaridad y la chabacanería imperan.
Ni a Franco, ni a los más de setenta personajes a los que han retirado y retirarán la Medalla de Oro del Trabajo, les importa un bledo que se las hayan revocado. No se trata de ninguna heroicidad, sino de un logro obsesivo del resentimiento social-comunista. Pero lo del llanto de la chachona sobra. Asistí al acto de la concesión de la Medalla del Trabajo a Luis Sánchez Polack, Tip. «¿ Y por qué no me la han dado a mí, que soy socialista?» , se preguntaba Coll en pleno ataquito de envidia. El ministro de Trabajo que se la concedió era José Antonio Griñán, miembro de un Gobierno de Felipe González. Tip llegó al Ministerio de Trabajo vestido de dulce con un regalo primorosamente envuelto para el ministro en prueba de gratitud por la concesión de la Medalla. Griñán, excesivamente curioso, nada más recibir el paquete de manos de Tip, procedió a su apertura. Se trataba de una lata de berberechos al natural de la conservera «Cuca». Y Griñán, que se esperaba, por el volumen del envoltorio, una pluma o un reloj, no lloró al recibir el regalo. Soltó una carcajada cuando Tip lo justificó: «Para que convide a berberechos a todo el Gobierno en el próximo Consejo de Ministros».
Eso de quitar medallas y honores a los muertos, además de una cobardía, es una estupidez. Y si se hace llorando, una estupidez de chacha, como decía Edgar Neville.
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