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26 de abril de 2024

Pecados capitalesMayte Alcaraz

Más razón que un santo

Trevijano ha dicho que «solo hay una soberanía nacional». Tener que recordarlo ya es en sí una falla del sistema

Actualizada 01:25

Si en España hubiera una democracia sana, nadie debería darse por aludido al escuchar al presidente del Tribunal Constitucional español, Pedro González-Trevijano, decir la perogrullada de que un magistrado «no representa ni al órgano por el que fue elegido ni a la fuerza parlamentaria que impulsó su proposición. Está a solas con su conciencia y solo de ella depende». Dicen sus enemigos –el paniaguado coro sanchista– que él mismo fue propuesto por el PP y que tenía el mandato caducado. Claro, sí. Como antes María Emilia Casas, a la que Zapatero prorrogó automáticamente su magistratura para no perder el control sobre la sentencia del Estatuto catalán y ni mu dijeron los indignaditos de hoy.
Todos los magistrados accedieron a la cúpula del tribunal de garantías español colocados por una formación política o por consejeros de CGPJ, a los que mayoritariamente también situó allí un dirigente político. Mientras no se cambien las reglas, como exige la UE, así es y así será. Pero hay casos y casos. Ahora, Pedro Sánchez ha dado un salto cualitativo al sentar a un ministro de su cuerda, como no podía ser menos, y a una alta colaboradora del nacionalismo catalán y de Moncloa en un órgano que ya estaba intoxicado de política pero que en este momento está enfangado en la manipulación y la falta de credibilidad. Trevijano marcaba una salvaguardia: a diferencia de lo que hacen los tertulianos teledirigidos por Bolaños, hay valores que se llaman conciencia, moral, ética personal y técnica jurídica que están por encima de los dictados de cualquier mindundi revestido de presidente, ministro o portavoz.
Entiendo perfectamente que un catedrático de Derecho Constitucional como Trevijano sienta alipori al tener que atender a las directrices dictadas por mediocres políticos: parados de larga duración que se acogieron un día a la nómina pública y ahí siguen. A un brillantísimo jurista como él tiene que saberle a cuerno quemado que los Patxi López o los Rafael Simancas de turno pongan en cuestión su solvencia académica. Estos indocumentados, que lo más cerca que se han visto de la técnica jurídica es ante un plato de macarrones, han insultado a Trevijano y a los otros cinco magistrados que frenaron la deriva autoritaria del Gobierno defendiendo, ellos sí (Maritxell, no), la independencia de los diputados a los que no se les dejó debatir sobre dos reformas de leyes orgánicas coladas por la puerta de atrás.
Trevijano ha dicho que «solo hay una soberanía nacional». Tener que recordarlo ya es en sí una falla del sistema. Tanto si le sucede en el alto tribunal María Luisa Balaguer, una loba con piel de cordero que propone ir más allá de las leyes, como si lo hace el estratega jurídico de Sánchez, Cándido Conde-Pumpido, aquel que animaba a manchar las togas con el polvo del camino, echaremos de menos esas palabras. Y si no, al tiempo. El ya expresidente del TC escribió en 2010 un ensayo titulado Dragones de la política, donde describía a esa inquietante especie capaz de alterar la historia con grandes gestas, atrocidades o con cambios profundos desde su posición institucional. Muchos de ellos «elegidos por una ciudadanía poco crítica, acomodaticia y débil que ha permitido que personajes deleznables y fanáticos hayan conseguido hacerse con el refrendo explícito y mayoritario del pueblo soberano». Entonces faltaban todavía doce años para que esa fábula se hiciera realidad, para que un Gobierno de España decidiera que a la democracia había que tunearla de totalitarismo para perpetuarse en el poder. También en esto, el presidente saliente del TC, exonerado por ordeno y mando de pasar por las horcas caudinas, acertó.
Habría que conmemorar tan nefasto acontecimiento grabando en relieve el rígido estuco de la faz del representante del sanchismo en ambas caras del mazo de la justicia, con la sonrisa petulante o la mueca chulesca de su sanchidad, para que quede huella indeleble de su nefasto legado.
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