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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

El eclipse de nuestro mundo

Un mundo de ceguera voluntaria ante cualquier belleza compleja, ante cualquier aún más compleja verdad, un mundo sordo al milagro matemático que cristaliza en una suite de Bach, o en un réquiem de Morales. Un mundo, cuya corrupta vulgaridad sabemos ya antesala de la esclavitud

Actualizada 01:30

Hay libros que nos ponen ante un espejo. Despiadado. Y ante ese espejo ponen nuestro mundo. En ese cruce de reflejos se cifra el desasosiego de quien se empecina en el deber moral de no cerrar los ojos. Ni aun ante lo más oscuro. De no cerrar tampoco nuestro recuerdo al brillo del tiempo excepcional que nos fue dado atravesar; y de saberlo un inmerecido privilegio del cual no renegamos.

Es lo que a mí me ha pasado con el último libro de Ignacio Gómez de Liaño. Decir que El eclipse de la civilización es un libro importante, muy importante, deja en mí el pudor que siempre da formular lo obvio: Liaño es uno de los pensadores mayores de mi generación. Y repasar su obra es acotar campos, por igual fascinantes, que pasan por la poesía, la meditación estética, la metafísica más primordial, pero también la reflexión inmediatísima sobre el terrible mundo de engaños superpuestos a engaños, que se solapan en nuestro presente. Sin defensa.

Pero es que en este Eclipse, que la editorial La Esfera acaba de poner en librería, toca su autor el nódulo más primordial, y por ello el más doloroso, de este tiempo nuestro. Venimos del esplendor mayor que haya conocido la especie humana: un largo brillo, que se inicia en el culto de la inteligencia que hizo de Atenas, hace unos dos mil seiscientos años, el milagro que, aun apagado, resuena todavía en nosotros: el postulado platónico de que una y la misma cosa son lo inteligente, lo bello y lo bueno. Que se entramó, luego, en una visión ética del destino humano, tejida en el breve lapso que transita de Cicerón a Séneca y a San Pablo. Y cuyas resonancias van a cubrir veinte siglos de paradojas, sí, a veces trágicas, a veces atroces; mas, por debajo siempre, como una honda corriente que sobrevive a lo más duro, portadora de un hálito de grandeza en el cual resonaba la capacidad humana para, a pesar de los obstáculos, a pesar de los desatinos, lanzar siempre al destino un envite de grandeza que estremece. Incluso en sus derrotas. Más que nunca, en sus derrotas.

Y, después de ese brillo, de ese esfuerzo titánico por superar los límites del animal que, sabiéndose mortal, agota su tarea en una heroica lucha contra la tiniebla, Gómez de Liaño alza también constancia de cuan duro se ha vuelto mantener la dignidad en un mundo quintaesenciadamente indigno: este nuestro, del cual todo aquello a lo que juzgamos precioso ha sido trocado en objeto de burla. Un mundo de bibliotecas vacías, absorto en el autismo del puñado de caracteres con el que premia al lobotomizado la pantalla de su móvil, un mundo de ceguera voluntaria ante cualquier belleza compleja, ante cualquier aún más compleja verdad, un mundo sordo al milagro matemático que cristaliza en una suite de Bach, o en un réquiem de Morales. Un mundo, cuya corrupta vulgaridad sabemos ya antesala de la esclavitud. A eso llama Ignacio Gómez de Liaño «el eclipse». El de nuestra civilización. O sea, de nuestras vidas.

Y se resiste el autor a que a eso esté abocado todo aquel esplendor perdido. Y cierra el libro con una exigencia ética, que conmueve aun a los que somos demasiado escépticos para creerla realizable: la urgencia de regenerar, de hacer que vuelva a nacer lo que fue, aquel «itinerario intelectual y moral que alumbraron hace dos mil años Cicerón, Séneca y San Pablo». Es una apuesta perdida. Vale, pues, la pena.

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