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27 de abril de 2024

Perro come perroAntonio R. Naranjo

Un país anormal

Algo pasa cuando respiramos con sonrojante alivio si un criminal sirio apuñala a cuatro niños y se corre a decir que, tal vez, sea cristiano.

Actualizada 01:30

En un país normal Pedro Sánchez nunca hubiera sido presidente como él lo fue la primera vez. Arnaldo Otegi no podría asomar el fociño más allá de su ventana. Oriol Junqueras seguiría en su celda cumpliendo condena por sedición. Irene Montero habría dimitido tras auxiliar a más de mil delincuentes sexuales con una ley cuyos efectos fueron advertidos con tiempo suficiente para poder evitarlos.
Podemos no existiría y Sumar no engañaría a nadie: todo el mundo olería el mismo perfume en un frasco distinto. Pablo Iglesias nunca hubiese sido vicepresidente y Pablo Echenique, condenado por pagar en B al profesional que hasta le limpiaba el trasero, no podría pontificar sobre la calidad del empleo sin acabar en el pilón del pueblo más cercano.
Una ministra no sería Fiscal General del Estado, a los cinco minutos de abandonar el Gobierno, ni acabaría nombrada a dedo con la misión de dar cumplida venganza a su Romeo prevaricador y de abrir todas las heridas de la Guerra Civil en lugar de ayudar a cicatrizar los últimos dolores.
Los okupas no tendrían más derechos que los inquilinos ni los terroristas que sus víctimas ni los violadores que las violadas. Tampoco se criminalizaría al hombre común contemporáneo, buen padre y trabajador por lo general, mientras se buscan coartadas multiculturales para indultar al que desprecia todos los valores de igualdad apelando a costumbres medievales.
En ese país normal alguien como María Jesús Montero no podría ser ministra de Hacienda ni se daría la cruel paradoja de que, cuanto más se empobrece la gente, más recauda el Estado, convertido en el sheriff de Nottingham por mucho disfraz de Robin Hood que se ponga.
Tampoco habría ERES, cierres y subidas de impuestos en las pequeñas empresas mientras en las Administraciones Públicas más superfluas se engordan los salarios y las plantillas, aumentan los moscosos, se aprueban las jornadas continuas y se convierte el teletrabajo en una especie de absentismo legalizado y remunerado sin ningún examen a su gestión, su coste y sus resultados. Que es la única manera decente de defender de verdad «lo público», esa bandera en la que se envuelven sus saqueadores para pasar por bomberos siendo pirómanos.
Si fuéramos normales nunca se dejaría un Gobierno en manos de un partido que sueña con Venezuela, la URSS o Irán y otros dos, Bildu y ERC, a los que solo puede irles bien si a España le va mal. Y menos en quien, sabiendo todo eso, acepta las compañías si con ello logra un objetivo, el poder, que debe ser un medio constructivo y nunca un fin onanista.
En una España deseable, que es masiva en las calles pero residual en los centros de poder, los pájaros no dispararían a las escopetas, los vagos, los okupas, los ñetas y los jetas no se reirían del personal y no sería más sencillo escuchar silbidos contra el Rey en la final de la Copa en su nombre que en un homenaje público a un etarra recibido en su pueblo como un héroe.
Una democracia se deteriora gravemente cuando ignora a las minorías, pero se pudre del todo cuando insulta a las mayorías y convierte el sentido común en una mercancía peligrosa para elevar a categoría canónica el desvarío, el abuso y el error.
No pasa solo aquí: media Europa parece respirar con alivio al filtrarse, sin confirmación, que el refugiado sirio que apuñaló a cuatro niños y dos adultos en Francia es, probablemente, cristiano. Si no, ya andaríamos buscando razones para justificar que su pobre esposa lleve burka y las palabras precisas para echarnos la culpa de que nos maten.
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