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20 de mayo de 2024

Cosas que pasanAlfonso Ussía

La pomada

No he podido asistir al acto mundial ni saludar y besar con unción la bufanda roja del padre Ángel, porque no me han invitado

Actualizada 07:43

Vivir en un pequeño pueblo montañés tiene muchas ventajas y muy pocos inconvenientes. Entre los últimos, que la pomada te olvida. La pomada es Madrid, naturalmente, y yo he disfrutado o padecido inmerso en ella durante toda mi vida anterior. La conclusión, en el presente caso, es desconsoladora. No me han invitado a la boda. Me han privado de entregar el móvil a un servicio de seguridad. He sido condenado a no compartir Misa y posterior mesa con el padre Ángel, que ofició el Sacramento del Matrimonio a la simpática pareja. Me han desplazado del grupo que aplaudió el solemne momento en el que, los enamorados novios, ya marido y mujer, partieron con el sable confitero la descomunal tarta. Vuelvo la vista atrás.
Mi suegro, Javier Hornedo Correa, ingeniero del ICAI, y un tipo formidable, era el director general de todas las empresas de César de Zulueta, empresario hispano-filipino, y principal promotor del Golf de La Moraleja. Gracias a él, Jack Nicklaus diseñó los primeros 18 hoyos del golf de La Moraleja, y consiguió su presencia en el día de la inauguración, en el que jugó los 18 hoyos acompañado del actor y cantante Bing Crosby. Terminado el recorrido, Bing Crosby, cuando se dirigía silbando una de sus canciones camino del chalé del club, cayó desplomado. El eterno compañero de Bob Hope falleció en La Moraleja, municipio de Alcobendas. Y César de Zulueta se mostró consternado.
Zulueta apadrinó en España a la que sería la novia de Julio Iglesias. Era filipina, como él. La petición de mano se celebró en la casa de mis suegros en el Parque Conde de Orgaz. Y algunos domingos, –yo era el novio de Pili Hornedo Muguiro, mi mujer–, nos soltaban a los dos niños mayores del matrimonio Iglesias-Preysler. Al anochecer, llegaba su padre, Julio Iglesias, a recoger a Chabeli y Enrique, que estaban muy mal educados, y antes de llevárselos nos cantaba acompañado de una guitarra sus nuevas canciones.
Cuando se iban, la casa de mis suegros recuperaba toda su tranquilidad y alegría. Isabel acudió algunos días a recoger a sus pequeñuelos, pero con menor asiduidad que Julio. Años más tarde, se enfadó mucho conmigo cuando acuñé y bauticé su casa de Puerta de Hierro con 16 cuartos de baño como «Villa Meona», que inauguró con su tercer marido, Miguel Boyer. Cosas que pasan.
Ayer cuando escribía, se celebra en El Rincón la boda del siglo.
Los invitados no pudieron llevar teléfonos para no poner en peligro el millón de euros que percibirán los novios por la exclusiva. Y yo estaba allí, rodeado de hortensias en flor, la buganvilla estallada, y unas begonias amarillas que me ha regalado mi amigo y hermano Ricardo Escalante que son la monda. Pero no pude asistir al acto mundial ni saludar y besar con unción la bufanda roja del padre Ángel, porque no me han invitado. No estoy en la pomada. Y soy fuerte ante los golpes. Me contengo, y no permito que la emoción quiebre mi voz y abra el camino del llanto.
Ella se casó con ese chico tan raro sin contar con mi presencia. En principio, nada que objetar. Finalmente, lo mismo. Nada que objetar. Pero me he perdido un espectáculo grandioso, con ese Madrid que nos encontramos en los funerales de fallecidos «bien», en modo boda imperial.
Como conozco a muchos de los invitados, puedo asegurar y aseguro, que más de la mitad de ellos acudieron con el único objetivo de criticar negativamente en los próximos días a los novios, a la madre de la novia, a los padres del novio, a la cena de «nouvelle cuisine», a la tarta, al baile, al calor, a los vestidos y pamelas de ellas –o de elles–, y a la cola que se va a formar a la entrada y salida de El Rincón para depositar y posteriormente recuperar sus teléfonos móviles. Madrid, como apuntó Foxá en su mejor novela, es Corte y es Checa, y los invitados a este tipo de espectáculos matrimoniales no van con la intención de ser testigos de un Sacramento, sino de reír y cuchichear con los excesos, las horteradas, las cursilerías y las meteduras de pata. – La cena, una porquería-; -el vestido de novia, atroz-; - El calor, insufrible. ¿A quién se le ocurre casarse en el campo en julio?
De ahí que mi desconsuelo se haya plenamente consolado. Eso sí, me he perdido la amena conversación con el padre Ángel, que adora a la nobleza, que se entusiasma con la gente conocida, y que, decepcionado por la fragilidad de Podemos, a punto se halla de sumarse a Sumar.
Una tristeza muy gorda.
He sido expulsado de la pomada.
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