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Cosas que pasanAlfonso Ussía

En bici

La sensación que comparten millones de marroquíes es de orfandad. El Rey no ha aparecido cuando tenía que aparecer, y la máxima representación divina no ha querido explicar los motivos de su ausencia

Actualizada 08:03

Decía Chesterton que la mejor manera de llegar a tiempo a una estación y subir al tren es perdiendo el anterior. En una cena en Casa Sixto de la calle Cervantes ofrecida por Luis del Olmo a los Reyes Juan Carlos y Sofía, cercana la medianoche, y a petición del Rey, Tip tomó la palabra: «Majestad, Majestada: faltan diez minutos para las 12 de la noche. Tengo entendido que a las 12 cierran el Metro. Y yo me pregunto, Reales Criaturas: si les cierran el Metro ¿cómo van a desplazarse hasta el Palacio de La Zarzuela? ¡Luis, no abuses de nuestros Reyes! Doy por concluido este simpático ágape». Y lo cierto es que el simpático ágape concluyó entre grandes carcajadas.

La broma y la sonrisa no tienen lugar en las grandes tragedias humanas, y no humanitarias como dicen los políticos, los periodistas y los tertulianos de las cadenas de televisión. Humanitario es todo aquello que beneficia a la humanidad. La ayuda es humanitaria, la catástrofe humana. En Marruecos se ha producido una catástrofe humana terrible, pero no humanitaria. Humanitaria es, por poner un ejemplo, la presencia de nuestros soldados de la UME, intentando rescatar bajo los escombros a seres humanos enterrados como consecuencia del terremoto. Y de nuestros bomberos voluntarios, también presentes en el caos marroquí.

Tres días han transcurrido y no hay noticias del Rey Mohamed VI, que en 72 horas no ha dado señales de tristeza y de vida. Días atrás fue captada su imagen, previa al terremoto, en una calle de París. Y su aspecto era el de un cadáver con vida. Puede ser la causa de su ausencia. Su imposibilidad física para presentarse ante los suyos y consolar a los inconsolados, además de ordenar la urgencia de medidas humanitarias –ahora sí–, destinadas a aliviar los destrozos del terremoto y aprobar ayudas económicas para los supervivientes. Tres mil personas han fallecido, y la cuenta negativa no ha finalizado. Pero si su ausencia no se justifica por una auténtica imposibilidad física, el silencio y la distancia de Mohamed VI se pueden calificar de intolerables. Por otra parte, tampoco ha aparecido entre los escombros, las edificaciones derrumbadas y el repulsivo hedor de la muerte el Príncipe Heredero, que es un chico muy obediente y bastante estirado, por escribir algo de su paisaje humano.

De París a Marrakech se cubre la distancia en tres horas de vuelo.

En bici se tarda más, pero no presiento a Mohamed pedaleando por las carreteras de Francia y España para llegar a Algeciras y embarcarse en el «ferry» de Ceuta o de Tánger, y proseguir por tierras de Marruecos sus pedaleos. O no se ha presentado porque se está acabando su vida o ya es demasiado tarde para que lo haga. Está considerado como uno de los hombres más ricos del mundo. Se ignora, hasta el momento, si ha pellizcado algo su inconmensurable fortuna en beneficio de su pueblo.

A la oferta internacional de ayudas inmediatas, respondió afirmativamente con asombroso retraso. Su padre, el listísimo y temido Hassán II, se lo comentó a Don Juan: «La diferencia entre el Rey de España y el de Marruecos es muy grande. Tu hijo es sólo el Rey, en tanto que yo, además de Rey soy la máxima representación de la divinidad». Pero Hassán II se habría presentado inmediatamente en el lugar de la catástrofe, no movido por el dolor, y sí por la imagen. La sensación que comparten millones de marroquíes es de orfandad. El Rey no ha aparecido cuando tenía que aparecer, y la máxima representación divina no ha querido explicar los motivos de su ausencia.

Creo que el problema es suyo. Y de otros, porque los teléfonos no han desaparecido.

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