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02 de mayo de 2024

Perro come perroAntonio R. Naranjo

¿Y si España ya no es una democracia?

Sánchez busca una investidura a costa de la propia viabilidad de la democracia, sometida a una degradación quizá irreversible

Actualizada 01:30

Las democracias no son eternas, pueden desaparecer, como sucumbió Roma, se extinguió el latín o acabaron los incas. No es algo que suceda de un día para otro, como un cataclismo meteorológico o una guerra nuclear. Sucede poco a poco y, en los tiempos modernos, sin violencia.
Los golpes de Estado no son cruentos y, con frecuencia, se perpetran ya desde dentro del sistema, con sus aniquiladores ejerciendo de supuestos salvadores, en lucha eterna contra dos enemigos, el fascismo ficticio y el populismo real, encarnado básicamente por ellos.
Entre los múltiples ensayos escritos al respecto, sorprende el de David Runciman por su espeluznante descripción involuntaria de lo que viene sucediendo en España desde 2018, fecha de publicación de Cómo terminan las democracias.
Si los escritos en el exilio de Manuel Azaña sirven para entender, décadas después, cómo acaban los intentos sinceros o interesados de entenderse con el nacionalpopulismo, la pinza que arrasó a la República y desvencija ahora la España constitucional nuevamente; el libro del politólogo de Cambridge es un manual de instrucciones para comprender la demolición paulatina del Estado de derecho emprendida por Sánchez desde su interior, en su nombre y para supuestamente salvarlo.
La invasión del Poder Judicial, previo amparo de un Tribunal Constitucional impuesto por Sánchez y a sus órdenes militares, corona esa decrepitud iniciada por un líder que, de facto, ya ha acabado con el epicentro de la democracia, que es la separación de poderes.
Ocupado el ejecutivo y el legislativo, y rehenes ambos de los secuestradores del presidente y de su Gobierno con la falsa apariencia de aliados, el aval de Conde Pumpido a la injerencia socialista en el funcionamiento del Poder Judicial remata la deriva autocrática de un dirigente desesperado que, en su huida hacia adelante, derriba todos los obstáculos constitucionales para poder atender las exigencias de sus raptores.
Porque de eso se trata. Si en otros fenómenos de deriva antidemocrática el fin era conseguir, mantener y ejercer un poder masivo; en el de Sánchez surge una variante con pocos precedentes: lo atrapa, al precio que sea, para que lo desempeñe un tercero, caracterizado por una visión antinacional que no incluye la construcción de un Estado a su medida, sino la destrucción del mismo para fundar uno propio.
En otro ensayo ya veterano, La quiebra de las democracias, el catedrático de Yale Juan José Linz ya describía en 1978 el mayor indicio de ese fenómeno, con un asombroso parecido con lo que sucede en España por el empeño de Sánchez en entregarse a la coalición de partidos separatistas con un amplio historial delictivo a sus espaldas y unos objetivos rupturistas que jamás han escondido.
Cuando la «afinidad mayor que un partido muestra es con los extremistas que están a su lado del espectro político, en vez de con los partidos moderados del sistema al otro lado del espectro», la democracia se diluye como un azucarillo ante sociedades sorprendidas de que, algo así, pudiera pasarles.
Al elegir Sánchez compañeros de viaje que le apuntan con una pistola y despreciar los consensos constitucionales que, más allá de disputas ideológicas, deben marcar la coexistencia y colaboración de dos partidos de Estado reales; no sólo busca ya la imposibilidad de que en España haya alternancia. Además vende la propia esencia democrática de un país que tal vez ya, aunque no nos demos cuenta, no sea una verdadera democracia.
Un terrorista, un golpista y un prófugo, capaces de ir a la cárcel, de asesinar, de secuestrar, de usar las instituciones y el presupuesto público para rebelarse o de fugarse para defender sus ideas no pueden decidir quién gobierna España si no es para acabar con ella.
Y quien acepte esa intervención no es un ingenuo bienintencionado ni un artista de la aritmética parlamentaria, sino un cómplice necesario, cuando no un coautor intelectual, de un golpe de Estado moderno, ya en marcha y con no pocas opciones de prosperar.
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