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Cosas que pasanAlfonso Ussía

El gesto

A los redactores de la Constitución se les olvidó amparar al Rey cuando las circunstancias le demandan la posibilidad de negarse a firmar las leyes que atentan contra la unidad de España y la igualdad de los españoles

Actualizada 01:30

A los redactores de la Constitución Española de 1978 se les olvidó amparar al Rey cuando las circunstancias le demandan la posibilidad de negarse a firmar las leyes que atentan contra la unidad de España y la igualdad de los españoles. He leído en las últimas semanas toda suerte de interpretaciones de expertos constitucionalistas al respecto, y las opiniones que confirman la obligatoriedad del Rey a firmar la futura ley de amnistía de Sánchez en beneficio de los golpistas y delincuentes fugados catalanes son mayoritarias. La Constitución Española, que tan conveniente ha sido leída y acatada desde la buena voluntad, es nubosa y desconcertante cuando se interpreta desde la trampa. El Rey es el Jefe Supremo de las Fuerzas Armadas, pero recurrir a esa Jefatura le llevaría a ser considerado un golpista sin los beneficios que a los golpistas condenados y fugados garantiza la perversa ley sanchista. Al Rey sólo le quedaba una opción estética y ética para manifestar su disgusto. El gesto. Y el gesto de su rostro, cuando recibía de la separatista balear-catalana el resultado positivo de la investidura de quien ha vendido España por siete votos para permanecer en La Moncloa, y el gesto de distancia inamistosa mantenida por el Rey en el acto de juramento o promesa de guardar y hacer guardar la Constitución del mentiroso en La Zarzuela ha dado la vuelta al mundo. Ese gesto, y no escribo desde la emoción y sí desde la contrariedad de su significado, ha constituido la reacción más digna de cuantas se han producido ante la traición culminada. El gesto de un Rey cabreado por su imposibilidad constitucional de mandar al carajo al tramposo que prometía ante su persona la lealtad que no tiene, ni la promesa que no va a cumplir.

Su seriedad lo decía todo –Si tuviera competencia para ello, te iba a firmar esa ley tu… lo que sea. El ejemplo Balduino, según nuestra Constitución, es inviable.

Jiménez Losantos bautizó a Don Juan Carlos como el Campechano y a Don Felipe como el Preparado. Al primero le conozco personalmente mucho más que al segundo. Quizá Jiménez Losantos no ha tenido la oportunidad de coincidir con un arrebato de indignación de Don Juan Carlos, y ha olvidado su meneo verbal al dictador comunista Hugo Chávez.

Los Reyes están obligados a cumplir con la cortesía. Y tienen sus claves. En una cena, un comensal se tomó la confianza de contar una anécdota tan grosera como inoportuna de un personaje ausente. Don Juan Carlos no movió ni un músculo de la cara y le cambió la familiaridad del trato. Pasó del tuteo a hablarle de «usted». –Lo que usted ha contado de quien no puede defenderse no me ha hecho ninguna gracia. El inoportuno casi desapareció de su silla. El Campechano – según Losantos–, cuando se enfada lo demuestra con una sequedad demoledora sin faltar al respeto. Esa sequedad demoledora del Rey Felipe VI la experimentaron la catalanista presidenta del Congreso de los Diputados y conocida organizadora de ambigús dipsómanos durante la pandemia, y el presidente del Gobierno que se ha condenado a sí mismo por canjear y venderse por siete votos a cambio de la destrucción de España. Porque está sentenciado.

Los Reyes no insultan. Un nuevo millonario, enriquecido en el régimen anterior, saludó a Don Juan con esta delicadeza: –El cuello de su camisa de seda está muy gastado. Don Juan le respondió con una sonrisa y una observación. –Es lógico, porque llevo este tipo de camisas desde hace muchos más siglos que usted.

Cuando a los Reyes no les queda otra salida para mantener la dignidad y la distancia, o cambian el tratamiento o se manifiestan con el gesto callado, adusto e impasible. El hortera embustero y desleal, al posar para inmortalizar su falsa promesa, le hizo un comentario al Rey en plan gracioso. En otra ocasión el Rey, sólo por cortesía, le habría dedicado una sonrisa. En esta ocasión, le miró, no sonrió, nada dijo, miró al frente, y dejó al chistoso cortadísimo.

Esa seriedad del Rey, esa expresión de granito, esa imagen de incomodidad con la gentuza que le rodeaba, me ha parecido grandiosa. Ha dado la vuelta al mundo como una denuncia callada. El tedio y náusea de un Rey de España.

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